El Día de Muertos desde una mirada argenmex

Tengo hermosos recuerdos de mi infancia en la Ciudad de México, más allá de las circunstancias que nos llevaron ahí —el exilio nunca es fácil— acomodarse a una nueva vida, nos obliga a niñas y niños a una sobreadaptación, mientras el universo adulto afronta las dificultades de integrarse a una cultura totalmente diferente, sin hogar propio y sin dinero. Por supuesto que imperó la solidaridad y las redes tejidas por  quienes a causa del exilio ya se encontraban en ese generoso país y nos facilitaban el hospedaje a quienes recién llegábamos. Nuestra primera parada fue “la Casa Argentina”, poblada por varias familias, era un hogar de paso, allí se destinaba una habitación a cada familia hasta que los y las neohabitantes encontraran trabajo y algún lugar para alquilar, también estaba el “Cospa” Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino, al frente de Rodolfo Puiggrós, nació de las necesidades de organizar las urgencias para legalizar las situaciones migratorias, las búsquedas de alojamiento y empleo, las solicitudes de  garantes para alquilar viviendas, y la atención para las niñas y niños que debían escolarizarse. Ésos no son mis recuerdos, los hice propios a través  de los infinitos  relatos  de otras personas.

Ya con más años y con la familia instalada en un departamento de la colonia Condesa tengo recuerdos, que ahora sí son míos, ¡Esperar el tradicional Día de Muertos! Una de las fiestas más importantes que se celebra en México: los mercados se llenan de flores de cempasúchil, calaveras de azúcar, panes de muertos y papel picado (así se llama al papel de colores calado comúnmente con las siluetas de calaveras y catrinas). Las principales avenidas y plazas se visten de anaranjado y amarillo por las flores de cempasúchil. Y entonces la muerte se vuelve vida.

En las escuelas nos invitaban a hacer rimas de «calaveras literarias», se componen de versos con una gran cuota de humor que pretenden ilustrar la vida, generalmente de figuras públicas con ironía y connotación negativa que se acompañan de grabados o dibujos alusivos.

“Ya se murió Peña Nieto,

la muerte lo sorprendió

con un costal de dinero

que a México le robó”

El Día de Muertos es una de las celebraciones más importantes dentro de las tradiciones mexicanas. La festividad honra a los que fallecieron, se remonta a la época prehispánica y se combina con las fiestas católicas.

En la concepción prehispánica la vida no comenzaba al nacer sino al morir: la vida era un tránsito y no había que conquistar un cielo con buenas obras, la muerte era para todos y todas igual, la raíz profunda de su origen y su sentido era perpetuarse a través de la memoria, el valor de la vida a través de honrar a la muerte.

Esta festividad es parte del sincretismo entre la celebración de los rituales religiosos católicos, traídos por la colonia española, y la conmemoración del día de muertos que los pueblos indígenas realizaban desde los tiempos prehispánicos. Lo que hicieron es trasladar la veneración de la muerte al calendario cristiano, y a la vez hacerlo coincidir con el final del ciclo agrícola del maíz, principal cultivo y alimento del pueblo mexicano.

En el retorno voluntario o desexilio

En mi juventud el amalgama identitaria que atraviesa y compone mi ser, me llevó nuevamente a México, ya no a la monstruosa ciudad de mi infancia, sino a un pueblo mágico rodeado de verdes sierras, con casas de estilo colonial, vereditas angostas y calles adoquinadas: San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Es así que con las raíces completamente confundidas y fundidas entre mates y dulces de tamarindo enchilados, la vivencia del Día de Muertos toma otra dimensión.

Las iglesias y los mercados se llenan de hileras de papel picado; las niñas y los niños se disfrazan y piden dulces al grito de “¡calaveritas!”, los cementerios tienen largas filas para entrar y se vuelven una fiesta de colores, repletos de ofrendas, de comidas, de flores de cempasúchil, y de humo espeso emanado por las veladoras, los inciensos y el copal. Ahí dentro la muerte y las calaveras bailan entre  quienes aún respiramos, y nos recuerdan que estamos de paso en este plano terrenal, que tanto la muerte, como la vida, forman parte de una ecuánime e inalterable ecuación.

Los altares

Ya de vuelta por  estas tierras; lejos de los dulces picantes, las casas de colores y los acentos amables; vuelvo a celebrar el Día de Muertos, llevando a cuestas la muerte más dolorosa que una madre puede soportar.

Como todos los años, el 30 o 31 de octubre hago el altar que heredé de la cultura de mi infancia y ya es parte de mi cultura. Para que el 1 de noviembre día en que se celebran a las muertes infantiles y el 2 de noviembre cuando se celebra a  adultos y adultas las velas ya estén encendidas iluminando su llegada.

¿Cuáles son los elementos que no pueden faltar en los altares más tradicionales?

Puede ubicarse en dos niveles, representan el cielo y la tierra de la religión católica, y pueden tener hasta siete niveles, donde cada escalón simboliza los pasos necesarios para llegar a Mictlán, el lugar del eterno reposo de las religiones prehispánicas.

● El arco de flores que representa la puerta de entrada de los/as muertos/as a nuestro mundo, va en el nivel más alto del altar.
● El papel picado.
● Los cirios, velas o veladoras, se colocan apuntando los cuatro puntos cardinales con el fin de que el difunto o la difunta tenga iluminación y pueda reconocer el camino hasta nuestro mundo.
● Se acostumbra a colocar un vaso o una jarra con agua con el fin de que el difunto o la difunta pueda saciar su sed después del largo viaje.
● Se colocan frutas, pan de muerto y aquellos alimentos y bebidas (generalmente espirituosas), que eran de su preferencia.
● Las calaveras, esqueletos o calaveras hechas de azúcar (algunas con el nombre de quien honramos pintado), nos recuerdan que la muerte forma parte de la vida y lo necesario que es aceptarlo.
● El copal y el incienso se usan para purificar el espacio y atraer con su agradable aroma a quienes esperamos hasta el altar.
● Se coloca sal en un cuenco o esparcida en forma de cruz, es considerado como un elemento para la purificación del alma y para que el cuerpo no se corrompa en su viaje.
● Cempasúchil: es la flor de los muertos. Sirve para guiar a la difunta o al difunto hacia la ofrenda.
● Fotos o retratos de quienes homenajeamos en el altar.

No existe una única manera de hacer altares. Si bien hay ciertos requisitos ineludibles, lo importante es, a mi parecer, la conexión que establecemos al hacerlos. En la Argentina, por ejemplo, no se consiguen las flores de cempasúchil, entonces se vuelve parte del folclore su elaboración artesanal con papel barrilete anaranjado, que hace mi hija —mexicana— sabiendo que adornará el altar donde su hermano tiene un rol protagónico.

Durante la instancia del armado del altar, en ese meticuloso ritual en el que se privilegia al recuerdo sobre el olvido,  materializamos el encuentro con la muerte desde un lugar vital, en cada uno de los símbolos y ornamentos. Cuando elegimos las fotografías, mientras las acomodamos, nos encontramos con esos seres queridos que extrañamos y que nos visitan en los altares que les preparamos con tanto amor o, si la suerte se pone de nuestro lado, vienen a abrazarnos en  nuestros sueños


Foto de portada: «Día de Muertos en Oaxaca» cortesía de Emmanuel Nocedal Martínez.

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