En octubre de 1960 se fundó en la ciudad de Buenos Aires el Museo Nacional del Grabado: en recuerdo de ese día, octubre es, en la Argentina, el Mes del Grabado.

Para sumarnos a la celebración, reproducimos parte de la entrevista que —junto al artista Rubén Borré— le hicimos a Norberto Onofrio (1927-2014) en agosto de 2012, texto que en muchos de sus párrafos conserva una absoluta vigencia.

Aquel mediodía soleado Onofrio nos recibió en su taller de la calle Artigas, en Villa Pueyrredón. Pasamos una tarde maravillosa, acunados por cientos de obras de arte y mucha calidez humana: en Onofrio el talento y el oficio iban de la mano con una honestidad intelectual poco común y un fuerte compromiso con la vida, el arte y las personas.

¿Cómo empezaste en el arte?

Mirá, con el arte nunca se sabe cuándo se empieza. Yo querría hacer un programa pidiéndoles a los padres que guarden los primeros garabatos de los hijos. Ahí está la vida de ellos, y ahí está la vida nuestra. Cuando un chico hace un garabato, no solo se define a sí mismo sino que da pautas de lo que es la familia también. Lo que siempre me gustó fue la artesanía, el trabajo con las manos. Yo me hacía mis juguetes con las herramientas del abuelo.

¿En serio te hacías tus propios juguetes?

Hacía unos barcos chiquitos con palitos, con velas, les ponía unas chapas de quilla, y en la pileta del patio organizaba unas batallas navales entre piratas. A los 17 empecé a estudiar piano: fueron cinco años y dejé, y le regalé el piano a un hermano. Un día voy a visitar a otro hermano que estaba en Tilcara, que había estado preso acá por cuestiones políticas y se fue a estudiar con Spilimbergo. Fui por una semana y me quedé dos meses. Entonces mi vida empezó a cambiar. Ciento ochenta grados. Empecé a dejar la milonga, los berretines de las pilchas, la pinta. Allá el gran profesor de grabado era el viejo Pompeyo Audivert, que estaba con sus alumnos en vacaciones de verano. Yo les preguntaba cómo se hacía. Me echó dos veces, y la tercera me echó puteándome. “Mirá, yo voy a Buenos Aires y me pongo a grabar, y no te quepa ninguna duda…”, le dije. Vine a Buenos Aires y me puse a grabar, y como soy mecánico, matricero, me hice unas herramientas y empecé a grabar en suela, en maderas insólitas.

¿Por qué Pompeyo Audivert no te creía?

Porque yo no era de la grey de él. Para él eran todos supuestos grandes artistas y yo no. Yo no pintaba, yo jorobaba. No me interesaba en ese momento integrarme a ellos. A los dos años concursamos juntos en el Premio Facio Hebecker de la Academia Nacional de Bellas Artes, y lo ganó Audivert. Entonces dijo que estaba muy agradecido por el premio y que si él hubiera sido jurado le habría dado el premio a un artista que él echo de su taller de Tilcara, y me mencionó a mí. Nos amigamos y a los dos años lo saqué yo. Y de ahí no pude parar nunca más.

¿Cuántos años tenías?

Tenía 24 años. Después conocí a la que fue mi mujer, con la que vivimos 50 años juntos. Y así sin parar nunca. Trabajando de mecánico ocho, nueve horas, y venir y trabajar en mis cosas. Después, a los 72 o 73 años, cuando dejé de trabajar en el oficio que me mantuvo toda la vida, empecé a trabajar diez, doce, catorce horas acá en el taller.

¿Se podría decir que sos un artista de la generación del ’60?

Yo empecé en el 51, el 52. En el 54 fue mi primera entrega al Salón Nacional, donde gané la primera Mención de Honor. Ahí me la estaba pillando (risas).

Toda esa irrupción del arte en los ’60 fue fuerte, ¿no?

No se repite más. Fue una época fabulosa por muchas cosas. Primero porque se vivía un clima distinto, no se vivía un clima de guita en el arte. Los artistas disentían por un color, se peleaban porque un pintor les gustaba, o porque las tendencias eran “abstractas” contra “figurativos”. Había mucha lucha, había una movida muy grossa. O lo del bar Moderno, un bar que languidecía y de pronto… Nosotros íbamos a Córdoba y San Martín. Los dueños eran franquistas. Un día que teníamos una reunión grande y no nos atendían, Kantor dijo “¡Gallegos de tal por cual, hijos de tan por tanto, no venimos más y nos mudamos al Moderno!”. Y nos fuimos al Moderno, que estaba cerrando las persianas a las ocho y media de la noche, y como lo tomamos, después cerraba a la una, dos de la mañana. Ahí nos reuníamos para todo: para hacer el homenaje a Vietnam —en el que participaron 400 artistas y 200 quedaron afuera porque no había lugar—, Malvenido Rockefeller, los homenajes al Che. Todo se organizó desde el Moderno. Con la gente del Di Tella. En aquel entonces nosotros militábamos en el PC; en el 64 hubo una escisión y nos fuimos como cuarenta tipos: Gelman, Mangieri, Ferrigno, todos gente de arte, Gorriarena… Ahí hicimos la revista La rosa blindada, desde donde se provocaba todo ese movimiento.

Incluso los grupos aparecen en la misma época, en el ’59, el ’60, el ’61…

Los grupos se dan con distintas características. En el Grupo Sur, por ejemplo, eran unos bacanes feroces: había un coleccionista de Santa Fe que los bancaba y les pagaba dos meses por año a Italia para que fueran a comprar obra de artistas contemporáneos. Hoy en día, por ejemplo, no hay lucha de tendencias. La plástica no existe; no hay crítica, y si la hay, es favorable. Antes se peleaban por un color. Por ejemplo, los azules de Monet. Uno decía que eran así, otro decía que eras un tonto, y resulta que Monet nunca supo qué azules eran. Tenía una especie de daltonismo: él creía que pintaba en verde y le salían azules.

Hubo también en los ’60 una cosa muy fuerte con el grabado que después no se volvió a repetir. Vos, como grabador, has hecho una marca.

Era muy fuerte el movimiento. Hoy es como que estuviéramos anestesiados. Trabajar con anestesia, como con una nubecita. No quiero que los artistas hagan los puños levantados ni mucho menos, pero que tengan otra intención. A veces vas a ver muestras que no sabés lo que ves. Como que se rompieron todos los límites del arte, que es hasta dónde el arte es arte o no es arte. Picasso se sigue vendiendo a precios excepcionales, pero nadie mira a Picasso para ver qué es lo que puede hacer o qué es lo que tiene que hacer. Picasso pasó. ¿Y dónde hay otro Picasso en el mundo? ¿Dónde hay un Caravaggio? Si yo empiezo a nombrar un Goya, un Rembrandt, ¿dónde hay, en qué país? No sé si es la moda o no es la moda, pero se terminó todo. Y ese asunto del lavado de dinero y el seguro de las obras, una obra se vende a tantos millones y todos los seguros aumentan… Las compañías de seguros son las rapiñadoras del mundo, y la obra va perdiendo. Parece que estos son siglos de la ciencia y la técnica que avanza e irrumpe en una forma tremenda, y tapa todo lo que es arte.

Durante la dictadura del ’76, ¿hiciste alguna muestra?

Hice una serie de grabados muy interesantes que se llamaba Todo se hizo humo. Eran unos grabados en blanco y negro, y después toda la serie de Estarcidos. El estarcido es una técnica casi medieval que se usó para estampados cuando estaban prohibidas las cartas de juego, entonces se hacían clandestinamente. Yo hice una serie de estarcidos que son como más de doscientos, todos referidos al “Proceso”. No los quiso exponer ninguna galería. Por ahí tengo una serie de manos torturadas que hacía con moldes de goma, que tampoco quiso exponer nadie. Te sacaban de juego. De pronto no te encanaban, pero a mí por ejemplo me dieron el Premio Nacional del Grabado con un trabajo que se llamaba Paternidad. Era Rembrandt con una criatura. Para sacarme el premio después de haberlo adjudicado dijeron que había un pedacito de silla al que le había puesto un color marroncito, y que el trabajo tenía que ser en blanco y negro. También le sacaron el premio a Armando Donnini, en dibujo. Buscaban excusas, cancelaban muestras. En una oportunidad el ejército organiza una exposición de arte llamada Ejército y cultura a la que te convocaban llamándote a tu casa. “Habla el coronel tanto. Mire, quería invitarlo porque nosotros estamos organizando una exposición, no sé si se habrá enterado”. “Sí, me enteré, me parece muy interesante, pero yo no puedo mandar porque estoy preparando una exposición, ahora no me puedo meter”. Todo el mundo se achicaba, se excusaba. Y entonces nos llaman al ministerio de Relaciones Exteriores. Nos atiende un tipo que parecía un luchador, morocho, grandote. Nos empieza a decir por qué no queríamos mandar al salón, “un salón que era un orgullo para los argentinos y para el gobierno”.  Mirábamos para arriba, nadie decía nada concreto. Y un tipo que falleció hace poco, Daniel Zelaya, se puso colorado y dijo “¡Nosotros no exponemos en el salón de Ejército y cultura porque ustedes son todos unos hijos de puta!”. Nos levantamos y nos fuimos. Fue fantástico. Eran las cosas que pasaban en aquella época.

Uno de los temas pendientes en nuestra sociedad es el del exilio.

A Carpani lo persiguieron, a Colombres lo persiguieron, hubo gente que se tuvo que ir. Y bueno, nosotros decidimos quedarnos. Una vez le dije a Carpani “Mirá, yo no estuve en el exilio, pero ¿sabés por qué vos estás aquí? Porque nosotros no estuvimos en el exilio”. No es que uno haya sido ni guerrillero ni mucho menos, pero cada uno hizo lo que podía para lo que podía. El que no pudo hacer nada, ¿qué culpa tiene de que no pudo hacer nada? No hay que señalar con el dedo a todo el mundo. Lo nuestro era un autoexilio interno. De todos modos en este momento creo que más importante que discutir el exilio es dejar algunas cosas a un lado para dedicarse a otras que son mucho más importantes. Cuando perdemos de vista quién es nuestro enemigo, nos peleamos entre nosotros.

Onofrio
Grabador, pintor, escultor y dibujante autodidacta. En 1951 comenzó a trabajar en grabado (xilografía), y a partir de 1977 fue orientándose hacia otras disciplinas artísticas. Hizo alrededor de 100 exposiciones individuales en las principales galerías nacionales e internacionales y participó en muestras colectivas de grabado, dibujo y escultura. Expuso en salones y museos de América, Europa, Asia y Oceanía. Obtuvo el Primer Premio Xilografía en la exposición de la Casa de las Américas en La Habana y participó en numerosas bienales internacionales.

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