El 22 de agosto se celebra el Día Internacional del Folclore. El escritor inglés William John Thoms (1803-1885) usó por primera vez esta palabra el 22 de agosto de 1846 en una publicación en la Revista El Ateneo (Londres). En diciembre de 1960 se realizó en Buenos Aires el 1er Congreso Internacional de Folclore, que reunió a 30 países, presidido por el folclorológo Augusto Raúl Cortazar: en él se decidió que el 22 de agosto sería el Día del Folclore Argentino en homenaje a Juan Bautista Ambrosetti, nacido el 22 de agosto de 1865 en Gualeguay, provincia de Entre Ríos. Ambrosetti fue un arqueólogo y etnólogo argentino, fundador del Museo Etnográfico que lleva su nombre; impulsó investigaciones folclóricas y etnográficas para estudiar las sociedades indígenas y criollas contemporáneas. La Unesco, a su vez, declaró el 22 de agosto como Día Internacional del Folclore.
Podemos encontrar esta palabra escrita de diferentes modos: folklore, folcklore o folclore, siendo esta última la que adoptó la Real Academia Española castellanizando el término, que derivado de folk (pueblo) y lore (saber): es decir, “el saber del pueblo”.
Pero, ¿a qué llamamos folclore? En términos generales, el folclore trata de tradiciones, hechos sociales, estéticos, transmitidos de generación en generación, compartidos por la población. Es un saber popular que incluye bailes, música, leyendas, cuentos, artesanías, coplas y supersticiones de la cultura local, entre otras manifestaciones culturales. También se llama “folclore” a la ciencia que estudia estos fenómenos.
Muchos autores e investigadores han tratado de definir esta ciencia y lo han hecho de diversas maneras. Nos referiremos brevemente a cuatro de ellos, tomando sus principales conceptos.
Augusto Raúl Cortazar (1910-1974) dedicó su vida al estudio del folclore. Para este investigador, el fenómeno folclórico se caracteriza por tener ocho rasgos: popular (en el sentido estricto de “sociedad folk”), colectivo, tradicional, oral, anónimo, empírico, funcional y regional. La comunidad folk se define como un núcleo de población cuyos miembros están organizadamente unidos entre sí con recursos técnicos para la satisfacción de necesidades básicas; conviven próxima y duraderamente constituyendo una unidad social menor, autónoma y estable, incluida en la vida nacional de un país; viven en un determinado ámbito geográfico, compartiendo una cultura tradicional común; la educación y la cultura se basan más en la imitación y la experiencia que en la enseñanza institucionalizada.
Actualmente, considerando el alcance de Internet, los celulares, el uso masivo de las computadoras, se dificulta enormemente encontrar una sociedad de este tipo, que mantenga sus costumbres y tradiciones intactas, sin ser modificadas por el turismo o el contacto con las nuevas tecnologías.
Por su parte, Luigi Lombardi Satriani (1936), de formación gramsciana, plantea cuestiones muy diferentes. Define al folclore como la cultura de las clases subalternas en relación a la cultura hegemónica y a los hechos folclóricos como opuestos a las ideologías dominantes. Reconoce que hay una contraposición de la concepción del mundo en los estratos populares que producen el folclore, respecto de las concepciones oficiales del mundo. Observa en el folclore dos funciones: una conservadora y una impugnadora (cuestionadora). Según este autor, la impugnación se realiza en cuatro niveles, de acuerdo al mayor o menor grado de adhesión a la cultura hegemónica: la impugnación inmediata con rebelión (por ejemplo, cantos y testimonios literarios que exhortan a la rebelión contra las injusticias); la impugnación inmediata con aceptación (considera que la diferencia entre ricos y pobres recae en Dios, diferencia imposible de eliminar); la impugnación implícita (productos culturales que contrastan con la cultura hegemónica planteada como la única posible) y la aceptación de la cultura hegemónica (expresiones creadas por la clase hegemónica y aceptadas por la cultura subalterna).
Asimismo, el aspecto conservador del folclore serviría para mantener las cosas tal como están, y reforzarlas a través de una función narcotizante, que puede encontrarse en manifestaciones que alientan a “contentarse con la propia suerte”, “tener paciencia y aguantar”, “no luchar porque la vida del hombre es regida por el destino”, «la autoridad es necesaria”, “en la sociedad no pueden ser todos iguales”, “la ignorancia es preferible al saber”, etc., presentes en muchos refranes y dichos de origen popular. Aquí el saber tradicional es utilizado en clave conservadora. Así, cualquier producto folclórico podría desempeñar una función narcotizante.
En nuestro país hay numerosas leyendas que podrían cumplir esta función: la leyenda del Lobizón, que atribuye al séptimo hijo varón consecutivo el hecho de convertirse en lobo en luna llena y causar desastres en el pueblo (por eso el padrino debe ser el presidente de la República), como expiación de problemas de la comunidad; la del Almamula, mujer que se convierte en mula por haber mantenido relaciones sexuales con un cura o con el hermano y vaga gritando por las noches para pagar su culpa; el Pombero, figura que asola a mujeres jóvenes en el litoral a la hora de la siesta; el Familiar, un monstruo devorador de quienes protestan contra la explotación en los ingenios azucareros.
La función narcotizante surge del engaño de la clase dominante a las clases subalternas o dominadas, al ocultar la realidad y transformarla en inasequible por virtud de la magia y la creencia popular, haciéndoles creer ingenuamente en esas falsas historias.
En la película “Sangre de cóndor” de Jorge Sanjinés, se ve esta tendencia a justificar hechos que son producidos por la mano humana. Los médicos de una clínica instalada en una comunidad de Bolivia esterilizaban a las mujeres en forma inconsulta. Los hombres y mujeres del pueblo pensaban en una maldición, pero un líder indígena se da cuenta del engaño y llama a la población a sublevarse.
A su vez, el investigador chileno Manuel Dannemann, doctor en Literatura y uno de los máximos referentes del folclore chileno y americano, plantea que una comunidad folclórica implica la participación de una o más personas en un comportamiento relacionado con el usufructo tradicional de bienes, que son comunes, propios y aglutinan a las personas de dicha comunidad.
Por último, en esta misma línea, Martha Blache, quien dirigió hasta su muerte la cátedra de Folclore General de la carrera de Antropología de la UBA, define al folclore como un mensaje social con contenido de identificación y diferenciación, que puede ser interpretado de acuerdo a un código no institucional, vigente en un grupo y que se transmite comunitariamente.
Hay muchas más definiciones sobre el folclore, pero en estas cuatro visiones se sintetizan algunos de los ejes que se han debatido y pretenden delimitar un saber que a veces parece compartir su objeto de estudio con la Sociología, la Psicología Social y la Antropología Social.
Pero lo que todas las concepciones afirman es el carácter tradicional de los fenómenos, mas allá de su función en la sociedad. Debe perdurar durante varias generaciones para transformarse en hecho folclórico. La definición de la Dra. Blache encuadra los comportamientos que dan identidad a un grupo social y presentan esa característica de tradicional. Desde ya que la identidad está representada por la cultura y ella incluye danzas, canciones, música, comidas, vestimenta, vivienda, arte, artesanías, y un sinnúmero de expresiones populares, pero también pueden incorporarse al estudio del folclore comportamientos que ya han perdurado por varias generaciones, como lo que sucede en las canchas de fútbol, con todo el dispositivo de cánticos, banderas, y demás símbolos que identifican a las hinchadas de los barrios. También las murgas barriales que revivieron el viejo carnaval de antaño con nuevas manifestaciones entran en estos comportamientos, diferenciándose de la murga uruguaya que le da más importancia a las letras de sus canciones y al canto que al resto del montaje. Al mismo tiempo pueden ser considerados comportamientos folclóricos los que se manifiestan en marchas y concentraciones políticas y sindicales, donde ya se han hecho tradicionales las formas de expresión, de desplazamiento por la ciudad, los instrumentos y canciones, los carteles identificatorios por gremio, actividad o grupo. Son fenómenos que ocurren en las ciudades, lejos de la tan cuidada “sociedad folk” del Dr. Cortazar. El rito urbano no quita, de acuerdo a Blache, el carácter de folclórico a todos estos comportamientos identitarios.
De acuerdo con las nuevas definiciones y concepciones de folclore, un sinnúmero de costumbres van convirtiéndose en tradicionales, se van “folclorizando” con el correr del tiempo y dan identidad a grupos humanos, residan en zonas rurales o urbanas, convirtiéndose en nuevos objetos de estudio de esta apasionante ciencia.
Para finalizar, en un aniversario más del Día del Folclore, celebramos los fenómenos folclóricos que se crean y recrean en las memorias y transformaciones de los pueblos, que le dan identidad y sentido a su esencia.
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