Juan Besse es antropólogo y docente investigador de la Universidad desde hace más de veinte años. Además es docente de grado y posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y allí también se desempeña como director del equipo de investigación sobre Lugares y Políticas de la Memoria del Instituto de Geografía. En esta oportunidad, Viento Sur lo invitó a conversar sobre una veta de su trayectoria desconocida en el contexto de la Universidad, porque en mayo de 2022 publicó su primer libro de poesía, Un dios suplente, por la editorial Modesto Rimba.

¿Desde hace cuánto tiempo escribís poesía?

Escribo desde la escuela primaria. Supongo que esa escritura fue una manera de sobrellevar exilios. Tanto los internos como los externos. Retorna el título de un escrito de ese tiempo: Proclama a los poríferos. En el trajín de la infancia, el carácter portátil de un libro marcó mi relación con el verso, tabla como algo a lo que pude, puedo aferrarme. La lectura como un refugio. Desde entonces llevo un libro en el bolso y es muy habitual que sea de poesía.

¿Qué libro de la infancia o juventud recordás con especial cariño?

Muchos. Recuerdo haber leído poemas de Un mundo de siete pozos, de Alfonsina Storni y sentir que ahí había algo convocante. También, bastante pibe, empecé a leer a algunos poetas españoles, clásicos. Me acuerdo de los sonetos de Garcilaso de la Vega. Quevedo apareció un poco más tarde. O el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz en la adolescencia. A principios de los ochenta, Cernuda, Alberti, Lorca. El viaje Rimbaud. Ya viviendo en Buenos Aires, cuando comencé a estudiar, descubrí en la biblioteca libros que estaban en lo de mi viejo: Pavese, Saba, Ungaretti. Eran balsámicos esos poemas.

¿Y de nuestra Patria Grande?

Quizás no me convocaba todo un poema de Amado Nervo, de Rubén Darío, de Lugones, pero encontraba ahí un fraseo, algo, que quedaba grabado. También leí tempranamente a un poeta a quien se lo conoce más como ensayista o novelista, Miguel de Unamuno, un vasco desgarrado, sumable al palo americano, groso total. Y después, ya adolescente, apareció toda la poesía implicada más políticamente como la de Ernesto Cardenal, Juan Gelman. Por las derivas de la vida, haber vivido en Perú, hizo que leyera a Javier Heraud, un poeta que murió muy joven, asesinado por su compromiso político. A él, Chabuca Granda le hizo una canción muy hermosa, El fusil del poeta es una rosa. El más indeleble quizá sea César Vallejo: Los heraldos negros y Trilce fueron una lengua de rescate.

¿Formás parte de algún taller?

No, la escritura poética siempre fue una práctica un tanto clandestina. Quienes me conocen más íntimamente sabían de eso. Así como fui un gran leedor (y no lector) de ensayos políticos o de otro orden con muchas personas, también me encargaba de leer versos que me parecían que daban con la situación, o que me daban ganas de compartir. Pero la escritura poética siempre fue una actividad un poco solitaria.

¿Cómo fue el recorrido hasta la publicación de Un dios suplente?

Tardé mucho en darle forma. Lo hice juntando algunos fragmentos de cosas viejas, otras no tan viejas, algunas un poco más nuevas. Reescribiendo algo que me parecía ineludible del pasado. En verdad, un verso que refulge ya no es del pasado. Y tuve el aliento de gente que escribe y a la que le pude mostrar lo que hacía y que me condujo amorosamente hasta la publicación. Entre ellos Liria Evangelista, que ha sido como el hada madrina de este libro. Ella me conectó con la editorial, con Mauro Lo Coco y confió en mí. Fue el ariete de mi desclandestinización poética, una de las más difíciles en mi vida.

¿Cómo dialoga tu escritura poética con el antropólogo y el investigador?

Uy, de muchas maneras. La formación teórica, tanto la que proviene de las ciencias sociales, de la antropología, de las lecturas del psicoanálisis o de la filosofía, pulsa. En parte, porque en todos esos saberes hay un pulso poético, muchas veces acallado por los modos de escribir que se establecen en las disciplinas, pero que no por eso deja de estar presente. En la escritura de Freud hay una poesía tremenda. Por algo le dieron el premio Goethe en su momento, uno de los principales premios de literatura en alemán. Además, algo de las lecturas de mi formación teórica y del recorrido que pude haber hecho, han incidido en la manera en la que se me impone, en términos singulares, la poesía. Así, el verso que escribo viajando en colectivo, suele ocurrir que esté conectado con eso que estoy leyendo para otro quehacer.

¿Y en la docencia?

La eficacia de eso que uno puede enseñar, o trasmitir, está en relación a que algo se diga de una manera distinta, y a veces delirante, que es lo que propone la poesía. Me llevó mucho tiempo reconciliarme con que mi trabajo tenía que ver con esos dos modos de estar en la vida, que por muchos años intenté escindir. Como si el andarivel de la vida académica y de la investigación no tuvieran mucho que ver con toda esta reverberancia poética. Ahora no, ahora estoy como un converso integrándolo todo. En el trabajo de enseñanza, la poesía suele ser un lugar al que aferrarse cuando uno siente que lo que está diciendo ha envejecido o se volvió anodino y de repente te sentís interferido por una frase que le da una fuerza inusitada a lo que estás diciendo. Más de una vez me he encontrado dando clase en una encerrona y aparece el verso que te recoloca y te hace pensar que el pensamiento encontró un atajo o una salida.

En Un dios suplente hay apartados. ¿Su lógica se define por un tiempo cronológico?

Las decisiones que tomé respecto a qué iba a formar parte de este libro hablan de una poesía que tiene un costado testimonial. Aunque toda poesía en algún un punto lo tiene, la relación entre poesía y testimonio es algo que personalmente me interesa explorar. En Un dios suplente está muy presente. Me gusta la distinción del pensamiento griego entre Cronos y Kairós, es decir entre el tiempo crónico y ese otro tiempo (el kairós) donde algo acontece. En rigor, el libro tiene tres momentos o apartados que no se corresponden estrictamente con un tiempo crónico. Un triángulo de ciudades en la Argentina —Mar del Plata, Buenos Aires y Lanús— con alguna mención a los exilios en otros lugares, que por la huella que dejaron fueron decisivos, dan cuenta de una relación entre la poética y la localidad, por llamarlo de alguna manera. Un anudamiento complejo entre estos tres lugares y estos momentos que también hablan del tiempo de los afectos, del amor, pero también de las afecciones singulares asociadas a esos lugares. Así, los lugares no son meras ficciones, sino que suponen dolores entramados en situaciones. 

Labrar, rielar, en tu poética aparece un vocabulario bien rico…

Si algo me produce un goce muy particular es hacer uso de palabras olvidadas. No como un experimento, o no solo como juego deliberado sino que son palabras que afloran y que he pescado de lecturas algunas muy viejas, constitucionales. En poetas que prácticamente hoy se leen poco, como Rubén Darío o Zorrilla. Hay palabras tan vinculadas a una manera de haber hecho poesía que me gusta que reaparezcan. El verbo rielar es bellísimo. Ese movimiento de la luna sobre una ola, por ejemplo. La labranza tiene que ver con eso. Son palabras hermosas y que no están en la agenda de los vocablos del día.

Política de la memoria

La política de la memoria

escribe en lengua de labranza

o no escribe.

En el libro hay recurrencias como la militancia peronista, los exilios, la identidad y el cuerpo.

Hay un hilo transversal, el de advertir un saber con el cuerpo. Saber algo muy particular, que tiene que ver con una experiencia personal, pero que también se entronca con una dimensión más colectiva. Así, aparece la militancia que en mi caso está asociada al retorno a Buenos Aires y a la formación inicial en antropología. Y se da en ese juego entre erótica y teórica, que además esas palabras son un anagrama. Me encantan los anagramas y las locuras que, como Saussure, se pueden tramitar con ellos. Y esto se vincula con esas relaciones entre la militancia, el encuentro del amor y las relaciones controvertidas de quienes vivimos la vida política en los ochenta. Hubo un gran compromiso, en tanto se abría un momento nuevo, fundante. Después aparecen temas, preguntas, cosas que fui ubicando del lado de Lanús (el arraigo) o de Mar del Plata (el lugar del desarraigo) o del excursus como lo sobrante o la suplencia de la suplencia. Son como apostillas, o pequeños poemas que hablan de muchas cosas que están asociadas con lo anterior, pero que no son exactamente lo mismo. En esa línea, hay un poema muy cortito que se llama Cuando no tuve. Supongo que este poema es algo así como un pasaje entre la figura muy presente y amorosa de mis tías abuelas, que tuvieron mucho que ver con mis primeros años y crianza, y estas otras tías, las de la militancia o la amistad. Las tías que se inventan, las que se dejan adoptar o que adoptan.

Cuando no tuve

Cuando no tuve las tías

dejé inventarse unas,

Llegaron como hadas.

¿Cómo fue la decisión del título?

Tenía bastante armado el libro y dos eventuales títulos que no me terminaban de cerrar. La idea misma de la suplencia siempre me gustó y arrancó con una idea más teórica. Lo suplente, la suplencia en sí es clave. Cuando el titular no está, siempre es necesario una suplencia. Incluso esto aparece de diferentes maneras en muchas disciplinas. El General Lacan lo trata. Esa frase repetida, hacerse un padre a condición de poder prescindir de él, es una figura del suplente. Poder hacer algo para que la cosa funcione, y eso siempre me gustó como idea. ¿Pero cómo irrumpió el título? La verdad es que el título estaba escrito, porque ese poema que incluye el verso que después dará lugar al título, el poema que abre el libro, He vuelto a buscar, tiene algunos años. Y aparece ahí la idea de reír como un dios suplente. La idea de dios o de los dioses con la risa siempre me gustó. La relación de la risa con la alegría, con eso que potencia. Recuerdo que era un día invernal. Hacía mucho frío, lloviznaba y yo caminaba por una lateral de la calle Callao, en una de esas multitudinarias manifestaciones políticas del 2018, una víspera de la no sanción de la IVE. Me detuve, con impulso etnográfico, a observar qué estaba pasando en la calle. Callao estaba muy iluminada, pero me acuerdo que por Rodríguez Peña, en penumbras, la gente caminaba muy tranquila, tomándose un mate, un café, una cerveza, y ahí me apareció un poema que ya estaba escrito y un verso que por supuesto no fulguraba como lo hizo en medio de esa vibración comunitaria. En ese momento se recortó el título, Un dios suplente. Una avenida atestada de gente y una lateral, colectora, donde siendo tarde había muchos bares abiertos. Esa era una fuga, porque en otros momentos ya hubieran cerrado y ese día seguían trabajando. Se acuñó así en la alegría de lo colectivo.

¿Querrías agregar algo más que quedó inconcluso?

Lanús, en lo personal, no es solo un lugar físico, una querencia histórica, un presente de trabajo. Es, parodiando un pasaje de Metroland de Julian Barnes, un estado mental. Agradecer la posibilidad de hablar sobre Un dios suplente en esta revista con alma tejedora que es Viento Sur, forma parte de la promesa de la escritura. La promesa de lo que llegará cuando hacemos rodar las palabras.

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