La ex presidente, Cristina Fernández de Kirchner, el jueves 26, al concurrir a los estrados de un tribunal, ha manifestado: “Dr. Bonadio, de usted no espero justicia….”.

Una de las preguntas eternas de la humanidad consiste, precisamente, en determinar “¿Qué es justicia?”. No ha podido ser contestada de modo universal y se replantea todos los días. Podría escribirse una “enciclopedia”, solamente, respecto de los nombres de los filósofos y/o pensadores, en general, que han encarado la materia. En el lenguaje cotidiano, cuando se tiene que decidir la imposición de un castigo a un funcionario público acusado de corrupción en los caudales del Estado o cuando debe decidirse una reparación pecuniaria, porque, por ejemplo, una empresa multinacional, sin justa causa dispuso despedir a cientos de sus trabajadores suele decirse (en los medios de comunicación): “… que lo decida la Justicia”. Adelanto mi pensamiento: resulta impropio tal léxico. E inconsistente, científicamente, desde la comprensión del Derecho, entendido como “saber”.

En rigor, tal “justicia” como cualidad universal de un orden jurídico no existiría; se trata de una idealización compleja, casi inasible. ¿Si el hombre dispusiese de la posibilidad de un ordenamiento obedecido por los ciudadanos, quienes vivirían en un estado de bienestar, no llama la atención que, todavía, ninguna comunidad, no lo haya puesto nunca en práctica en la propia historia de la humanidad? Sí existe, en cambio, un orden jurídico, por naturaleza coactivo, porque de hecho todos los Estados tienen un orden de esa naturaleza. Probablemente, por el hecho de que, desde el tiempo inmemorial de nacimiento del capitalismo, para existir en sociedad se haría necesario que unos gobiernen (lo que no significa ni justifica que estos incurran en comportamientos arbitrarios, despóticos, veleidosos y/o despiadados)  y otros sean gobernados (lo que no quiere decir que estos deban arrodillarse, callarse y que no deban militar para ejercer la gobernanza, si lo desean, algún día). Así, pues, aparece la idea de las ramas del poder del Estado (ejecutivo, legislativo y jurisdiccional), poder que es único, pero que se distingue en funciones para generar zonas exclusivas y excluyentes, cuya especialización obraría, en la práctica, en beneficio de la comunidad; en verdad, la mentada eficiencia pocas veces resulta alcanzada. Mejor dicho: casi nunca. Pero eso es grano de otra playa…

Sigo con el relato. Así, pues, una rama legislativa, una rama ejecutiva y una rama jurisdiccional, son los órganos; las instituciones constitucionales que se configuran para crear la ley, realizarla y administrar el gobierno del Estado y se eligen o designan servidores públicos para que el órgano-institución respectivo (Presidente, Congreso, jurisdicción) pueda gobernar. Vaya a conocerse por qué desatino o desvío en el cultivo de la lengua, las constitucionales apodan al ejercicio de la jurisdicción: “Poder Judicial”. Este poder jurisdiccional –insisto, que las escrituras constitucionales suelen apodar “Poder Judicial”: así lo hace la Constitución federal (Segunda Parte: “Autoridades de la Nación”; Título 1°, Sección “Tercera”, artículos 108 a 119)- posee las siguientes atribuciones, por lo general: a) resolver conflictos entre particulares; b) resolver conflictos entre ciudadanos y el Estado; c) resolver conflictos entre diferentes órganos del Estado; d) organizar la selección y remoción de los magistrados (Consejo de la Magistratura); e) en el marco de esas causas, resolver las controversias a la luz de la Constitución y las normas o actos inferiores, inaplicando estas cuando se hallen en contradicción con aquella. Para eso se lo inventó, en el siglo XIX, cuando se soñaba con la “aptitud de constituir, convenientemente, una República esencialmente comercial y pastora como la Confederación Argentina”, ideada, sin escrúpulos, por Juan Bautista Alberdi en 1852. El sueño de este modelo jurisdiccional es la independencia del órgano pertinente que ejercerá la noble función de “proclamar el Derecho en vigor, con apego a las circunstancias comprobadas en la causa”. Hay, además, otra utopía en esta arquitectura: que sea insumiso a los poderes políticos (Congreso/Presidente), en el sentido de que no obedezca o cumpla sus órdenes. Dado que toda resolución de un órgano jurisdiccional, al “decir o proclamar el Derecho vigente” mantiene y desarrolla dicho “orden jurídico estatal”, cumple una “función política”, pero no “política” en el sentido en que obedece a otro poder instituido, por lo general, al Presidente de una República.

El ejercicio de la jurisdicción puede ser feliz o infeliz, según el grado de injusticia de que sea portador y según el ciudadano que haga el escrutinio, riguroso examen sobre sus virtudes o defectos. La “jurisdicción” es, en suma, la realización del  Derecho del Estado por parte de la rama gubernativa dispuesta por la Constitución;  jamás su creación, los jueces no crean Derecho, aunque haya jueces que se hallen mal persuadidos, erróneamente convencidos, de que sí pueden crear normas en sus sentencias; las sentencias son individuales y las normas son generales, en consecuencia, salvo que alteremos el vocabulario no existe tal creación normativa a cargo de la jurisdicción. Todo lo dicho no se refiere a una sentencia, se refiere a las sentencias en general, que se pronuncian en la Argentina. Tampoco hago mención a los frutos, fastos o nefastos, de las políticas públicas sobre el ejercicio de la jurisdicción. Hago referencia a la desprotección de quienes ya son por derecho propio desposeídos, porque son pobres o vulnerables. (En la Argentina actual, el 66% es desposeído: la mitad pobre y la otra vulnerable).

Todo orden jurídico posee cierta congruencia o determinada incongruencia de las reglas que lo integran con valores que inspiran determinado ideal de justicia.  Dichos ideales pueden ser liberales, igualitarios, fraternos o reaccionarios, en el sentido de retrogradar las condiciones mínimas que hacen a la existencia humana. Todavía no se ha inventado un instrumento para cotizar con exactitud los valores, no es posible universalizar ni justificar racionalmente con plenitud. Para el autor de estas letras, el valor supremo se encuentra en “la existencia en paz de una vida digna”, empero mi juicio es relativo, nunca puede ser absoluto. Carecer de la posibilidad de justificar la eminencia de un valor, no quiere decir, ni mucho menos, que el jurista no lo pueda realizar, a sabiendas de los riesgos apuntados.

La jurisdicción, además, puede ser comprendida: en la comunidad mundial o si nos referimos a la existente, a la que se monta dentro del propio dominio de una comunidad; en nuestro caso peculiar la Argentina. O todavía más ceñida: la jurisdicción de la Ciudad de Buenos Aires o la jurisdicción en cualquiera de las 23 provincias, que, con la Ciudad de Buenos Aires, componen la federación.

Por eso, entonces, toda la referencia discursiva sobre la jurisdicción debe quedar limitada, siempre, por los imprecisos límites de los quehaceres que se vislumbran en la radiografía de la Constitución: la norma constituyente del Derecho de una sociedad. La aludida limitación, por otra parte, que se encuentra referida a que, acaso, muchas veces el ejercicio de la jurisdicción consiste en la realización del Derecho -jamás  en su producción-, hallaría referencia en un determinado modelo de orden jurídico para la esquematización o guía de la conducta humana determinada en una comunidad. Manifiesto, además, que el hecho de contextualizar la cuestión “jurisdiccional” a la Argentina no significa negar las brutales negaciones que se constatan a nivel mundial o regional.

La determinación de la justicia o injusticia es una cuestión axiológica, cuya comprobación irrefutable, hasta ahora, dada la relatividad de los valores, resulta imposible. Eso no significa que cada uno de nosotros luche, individualmente y/o conjuntamente, por la concreción de su idealidad mayor, que llama justicia, felicidad, buen vivir o bienestar de la existencia.

Consecuentemente, nunca cabría esperar «justicia» de un poder “jurisdiccional” del Estado, cuya función, básica, eminente, es decir el Derecho; jamás crearlo y mucho menos introducirse en cuestiones valorativas tales como el discernimiento de lo justo y lo injusto, una discusión, por cierto, que lleva más de dos milenios y cientos de miles de contextos.

Debe cuestionarse a fondo la validez de los actos jurisdiccionales que se cumplen contra el propio Derecho positivo, porque implicarían la sinrazón de la fuerza. La razón de la fuerza es, precisamente, el Derecho; su negación, insisto, la fuerza bruta. “Poder Judicial”, pues, aparece ligado como pura «administración» de «poder» cuando en la subsunción se pareciera ligar, por completo, sus decisiones,  a los poderes políticos, Congreso y Ejecutivo. O mejor: a los designios de este último.

Conjugado a fondo, entonces, diría que nos encontraríamos en presencia de actos inválidos jurídicamente, cuando estos actos son dispuestos por voluntad de un juez y no por sus razones. La voluntad no es sostenible por el orden jurídico fundamental de la comunidad: su Constitución federal, porque el Derecho debe ser la razón de la fuerza. Naturalmente. Siempre que se piense que el Estado argentino es verdaderamente soberano, que ejerce soberanía y no ha sido convertido en una factoría “neocolonial”. No tiene sentido proseguir ninguna explicación si se tratare de una experiencia neocolonial, porque no existiría la soberanía, el primer motor para producir Derecho en una comunidad de ciudadanos igualmente libres con la ilusión de que fuesen socialmente iguales… algún día.

 

 

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