¡Al rojo nada! ¡Y al amarillo le das por culo! Ramón se lo repetía una y otra vez. Al rojo nada, pero al amarillo… ¡al amarillo le das por culo!

Su padre tuvo que abandonar Valladolid muy tempranamente. Con un trabajo golondrina, esta vez en los olivares de Jaén, José le hacía ole a la pobreza. Todos los fines de semana regresaba al pueblo para llevar dinero, ropa y alimentos a su familia.

Siete hijos y una mujer eran demasiadas bocas para él.

Una vez Ramón lo encontró en el patio mirando al cielo en reclamo de justicia, y lo escuchó decir ¡Dios, qué de malo hice yo para soportar tanta pobreza!

La súplica de José retumbó tanto en su cabeza, que con apenas once años, le afirmó a su madre que abandonaba la escuela. Ramón renunciaba a la infancia para trabajar junto a su padre.

Predestinado a la pobreza y al sacrificio para que a sus hijos no les faltara pan ni escuela, José aceptó a regañadientes la decisión del chico, pero le advirtió ¡Con tu cuaderno a todas partes! Su maestro había percibido en el pequeño una destreza natural hacia las letras, y aconsejó a los padres fortalecer su impronta con la lectura de poetas.

Tiempo después se transformaba en la mano derecha de José.

A la par de su padre recorrió España cosechando cebada en Castilla, vid en Rioja, y pimientos en Alicante.

El prestigio ganado por la inocencia de su honestidad, por la esperanza del dicho «Dios proveerá», pareció darle a José las primeras señales: había sido recomendado a una comarca manchega en los campos de Montiel para colaborar en la crianza del toro bravo. La oferta no podía ser mejor, salario fijo, vivienda para él y Ramón, y beneficios extra.

Juntos viajaron a Valladolid para contar la noticia, descendieron del autobús y descargaron el equipaje con ropas y alimentos. Como era costumbre, en la terminal se sentaron en los bolsos a la espera de encontrar algún vecino que los acercara a la casa.

Fue una fiesta, la terraza estaba soleada, y cuando terminaron de comer Ramón volvió a jugar con sus hermanos. José amó a Azucena durante toda la tarde para dormir luego una siesta celestial.

Dos semanas después estaban instalados en los campos de Montiel.

Aunque pequeña, la casa era agradable, de piedra, con techo de madera, televisor, radio y un hogar a leños que engalanando sus laterales, tenía vitrinas que exhibían trajes de luces, gorras, capotes, fotos y emblemas del circo taurino.

José y Ramón ya eran habitantes de la llanura manchega.

La tarea de ellos consistía en proveer de alimentos y cuidados al toro bravo. Tenían expresamente prohibido por los patrones establecer con los animales un vínculo doméstico, pero Ramón era aún un niño, y en medio de tanta inmensidad, no solo se mezclaba con los toros bravos sino que algunas veces, junto a su padre y a Miguel el veterinario de la comarca, ayudaba a las hembras a dar a luz. Así fue como se vinculó con un ternerito al que llamó Valla, en homenaje a su equipo. Era negro y en la frente tenía una estrella blanca.

Un lunes como tantos Ramón se encontraba llenando los bebederos, y pudo ver cómo Francisco, el dueño de la comarca, se aproximaba con su camioneta hasta el monte de encinas. Ahí comenzó a tocar bocina insistentemente para que José se acercara; atrás de su vehículo asomaba un furgón jaula con cuatro peones. José mandó al niño a la vivienda, pero Ramón se ocultó detrás de unos arbustos para poder ver el por qué de tanto alboroto. Desde ahí pudo observar cómo luchaba Farisán, cómo se resistía para no entrar en uno de los bretes. Farisán no era cualquier toro, era el más grande de la comarca y además el padre de Valla. Lo enlazaron por los cuernos y el cuello y cuando lograron maniatarlo, Farisán cayó al suelo impulsado por sus propios movimientos. Ya en el piso, le inyectaron varias dosis de tranquilizantes y lo subieron con sogas al furgón jaula. Después partieron todos dejando en el aire una nube de polvo. José saludaba con su gorra.

Ramoncito lo había visto todo.

Cuando José regresó a la casa, sabía que iba a encontrar al niño angustiado, y sin que Ramón preguntara, le dijo: Parece que se lo llevan a una nueva comarca para servir a otras hembras.

Y aunque Ramón creía en su padre no creyó en sus palabras, sabía que José ocultaba su propia angustia.

-Ah, quiero avisarte que el fin de semana que viene no podremos ir a casa, ya le avisé a tu madre. Viene Miguel a vacunar, pero si tú quieres ir yo puedo acercarte hasta la terminal -le dijo José al chico.

-Yo me quedo contigo -respondió Ramón.

Esa noche, cenaron tristes. Ramón se levantó de la mesa y saludó al padre con un beso.

-Me voy a acostar, papá.

José lo abrazó fuerte.
-Quizás te haga bien rezar un rato, podrías pedir por tu madre y tus hermanos. Sin responder Ramoncito gesticuló un sí y caminó vencido hacia su cuarto; se quitó las zapatillas para acostarse vestido y cuando apoyó la cabeza en la almohada, Farisán pasaba una y otra vez por su cabeza.

Fue una semana difícil, le costó recuperarse. José dejaba el televisor prendido desde la mañana con programas deportivos y de entretenimientos, creía que eran una ayuda para arrancarle la tristeza. Y no se equivocó: cada tanto Ramón aparecía sentado en el sillón mirando fútbol. Aunque a veces su mirada se perdía en las vitrinas.

-Mañana sábado viene Miguel a vacunar, ¿nos vas a ayudar?

-Por supuesto papá, suerte que viene mañana, porque el domingo jugamos contra el Betis y lo pasan directo.
-¿A qué hora juegan?
-A las cinco.

-Bueno, almorzamos temprano así puedo dormir mi siesta y después lo vemos juntos.

El sábado Miguel llegó temprano. José lo recibió con un desayuno mientras Ramón dormía; después, le contó lo sucedido.

-¡Hombre, me pasa a mí! ¡Yo los curo, los vacuno, pa’ que después venga un gilipollas de estos y haga una carnicería con el pobre animal! -comentó Miguel.

Condescendiente con el niño, José decidió no despertarlo y salió con Miguel a recorrer la comarca. Para el mediodía ya habían vacunado a toda la hacienda; cuando regresaron encontraron a Ramón sentado en el sillón mirando un partido.

-¿Te gusta el fútbol, Ramoncito? -le preguntó Miguel.

-Sí, de la televisión es lo que más me gusta.

-¿Y de qué cuadro eres?

-Soy del Valla, como mi papá. ¿Y tú?

-Yo como tú, también soy del cuadro de mi padre, pero del Sevilla.

Eran las dos de la tarde. Los tres terminaron de almorzar.

Miguel encendió su moto, Ramoncito y su padre salieron a despedirlo; otra vez una nube de polvo. José saluda con su gorra.

-Bueno, la siesta se ha hecho para dormirla, ¿qué te parece si tú también duermes un rato? -le propuso José al chico.

-Dormí casi hasta el mediodía, ve a dormir tú que estarás cansado. Yo voy a seguir mirando televisión -respondió Ramón mientras se acomodaba en el sillón.

-¡Si tú lo ordenas, yo cumplo! -bromeó José y se retiró a su cuarto.

Eran las cuatro de la tarde. Ramón seguía pasando y pasando canales, nada de lo que veía terminaba por interesarlo.

Y de repente, ¡Farisán en primer plano!
Degradado en su estirpe. Sangrando para la tribuna de muerte por encargo.

La noble horda y la plebeya festejando con algarabía la faena del sicario. Ya habían deshonrado su nobleza.

¡Solo! Solo con su inocencia. Solo contra todos en la arena.

El feroz festival estaba por terminar. Para la sed de sangre, Farisán se desangraba. Paquillo se dispuso a la estocada final.

-¡Muere antes, Farisán! ¡No dejes que te mate! -gritó Ramón desesperado.

Como un bailarín, Paquillo juntó sus piernas, elevó sus talones y apuntó.

Farisán ya no veía, y antes de que el matador se lanzara, se derrumbó en la arena. Parecía haber oído la súplica del chico.

Ramón se desvaneció.

Tres años después, como todos los días a la hora de la siesta junto al hogar de leños, en las vitrinas faltaban un capote y un traje de luces; era Ramón quien los retiraba, y más tarde los volvía a su lugar.

¡Al rojo nada! ¡Y al amarillo le das por culo! Ramón se lo repetía una y otra vez. Al rojo nada, pero al amarillo…¡al amarillo le das por culo!

A pesar de conocer el fatal destino de Valla, no cesaba en su aliento: Hazlo por ti Valla, y por la memoria de tu padre.

Como una caricia pasaba el capote rojo por su cabeza, y le decía ¡A este nada! Movía ante sus ojos el traje de luces y con énfasis le decía ¡A este, a este le das por culo!

Valla comenzaba a entender y el maestro tomaba apuntes de sus progresos.  

No importaban las condiciones del tiempo, la voluntad de Ramón era inquebrantable; cuando José dormía su siesta, él salía de la casa con su cuaderno y bastaba un silbido para que Valla se acercara; después se encerraban en el establo y comenzaba el adiestramiento.

Agitaba el capote rojo y nada. Pero Valla enardecía cuando le mostraba el traje de luces. Así, Ramón lo fue preparando por un largo tiempo.

Tantas veces se lo había repetido que alcanzaban sus palabras, porque cuando pastoreaba libre por la comarca, Ramón se le acercaba y le decía con énfasis:

-¡¿Al rojo?! -y Valla no respondía, ni siquiera levantaba la cabeza.

Pero cuando le decía: ¡¿Y al amarillo?!,Valla abría sus fosas nasales para resoplar y se erguía en posición de ataque.

Y el día tan temido llegó.
-Mañana vienen a buscar a Valla -le dijo José al chico.

-Estoy preparado -contestó Ramón.

La respuesta sorprendió a José.

-Bueno, qué bien hijo, veo que no has crecido en vano. En la vida también hay que aprender a convivir con algunas cosas que no nos gustan -le afirmó José.

Pero se sorprendió mucho más cuando Ramón preguntó ¿Cuándo va a estar en la arena?

-Este domingo.

-¿En dónde?

-En Madrid, en la Plaza de las Ventas, podría ser él quien cierre la jornada.

Sin manifestarlo, se alegró. La Plaza de las Ventas deSalamancaera la más importante de España.

-¿Quién lo corre? -indagó Ramón.

-No lo sé, podría tocarle a Dominguín, ¡pero hijo, me estás sorprendiendo!

-¡Vamos papá! No me decías recién que no he crecido en vano…

-Bueno hijo, es que el cambio es muy grande, y no había notado yo tu crecimiento. No me digáis ahora que estás interesado por las corridas, porque no te lo creo.

Ramón no quiso mentirle a José.

-No papá, no me interesan las corridas, me interesa Valla.

-Bueno hijo, bien tú sabes lo que va a pasar con él.               

Al día siguiente, horas antes de que el patrón de la comarca buscara a Valla, Ramón le silbó para que se acercara. No podía creer que fuera a ver a Valla por última vez, y se detuvo a contemplar cómo brillaba el sol en su pelaje negro. El corazón de Ramoncito latía como un tambor. Se agachó para cortar un poco de hierba y le dio de comer. Los dos parecían comprender la profundidad de la circunstancia. Ramoncito lo abrazó y lloró, después besó la estrella blanca de su frente y se retiró a la casa sin volver la espalda.

Horas más tarde se repitieron las mismas escenas que con Farisán, pero Ramón ya no miró detrás de los arbustos.

El sábado, José y Ramón discutieron acaloradamente. Aunque disconforme, José terminó por aceptar que Ramón se quedara solo en la comarca. Él no podía postergar su viaje a Valladolid, tenía que ver a la familia y llevarle provisiones.

José le pidió a Miguel que se diera una vuelta para ver cómo estaba todo, pero Miguel lo tranquilizó.

-El chico ya está grande y se lo ve muy responsable -le dijo a José-. Debes pensar que ya tiene catorce años y se maneja muy bien. Vamos José, que acá se han invertido los papeles, ¡tú pareces su ayudante!

José sonrió y apreció con orgullo el comentario de Miguel, aunque advirtió con preocupación el gesto autónomo de Ramón.

El domingo, solo en la casita de la llanura manchega, en la comarca de Montiel, sentado en el sillón frente al televisor, estaba Ramón. Eran las seis de la tarde. Su corazón volvía a latir como un tambor.

En la Plaza de Toros de Las Ventas deSalamanca se estaba cerrando una jornada de gala.

Dominguín ya había cumplido con el protocolo que exige la ceremonia: con caballerosidad y cortesía, saludó a las autoridades de la plaza y aguardó en la arena.

Valla salió al ruedo. Dominguín lo esperaba en el centro. Valla estaba tranquilo, y para el desconcierto de todos, caminó lentamente hacia Dominguín y se detuvo. El silencio de la plaza fue total. Dominguín lo invitó, lo azuzó con su capote; Valla lo miró.

Dominguín giró en círculo alrededor de Valla, pero Valla no se movió. El torero también estaba desconcertado.

Cuando volvió a estar frente a Valla, Dominguín le preguntó:

-¿Y…? ¿Te decides o no? ¡La gente espera más de ti!

Valla entendió el reto.
 

Los dos quedaron frente a frente.

Para afirmar sus patas traseras,Vallaraspó la arena, inflamó el pecho y resopló su aire de guerra. Se lo veía seguro. Lentamente levantó la cabeza para mirar el oscuro y profético cielo español. Arqueó el cuerpo para llevar al frente su cornamenta, e inocente se descargó contra Dominguín.

Era domingo. Solo en la casita de la llanura manchega, en la comarca de Montiel, sentado en el sillón frente al televisor, Ramón. Eran las siete y cuarto de la tarde. Su corazón ya no latía como un tambor.

Ramón escribió en su cuaderno:

Verdugo de malas artes,

un negro golpe de cuernos,

enrojeció tu faena.
Con traje de luces rojas,

está tu sangre en la arena.


Ramoncito es una de las historias de la colección de cuentos y relatos Finalmente no fui electrocutado de Claudio Loiseau, publicado por EdUNLa (2018).

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