Una revisión desde el pensamiento de Carlos Astrada
1. El concepto de idea-fuerza
Según el Diccionario de la Real Academia Española la palabra “idea” proviene del latín, y quiere decir “imagen, forma, apariencia”, término que aparentemente pasó del griego: ἰδέα idéa, (RAE, 2023). La Enciclopedia Herder tiene un desarrollo más profundo sobre el origen de la palabra y sus derivaciones o significados. Dice que llega a nosotros por el término griego εἶδος (eidos), que significa “determinación o aspecto”[1]. Probablemente es a partir de Platón (Atenas, 427 a.C-347 a.C.) que la palabra adquiere su real importancia, trascendencia y forma con la que llega a nuestros días. En el libro VII de su obra “La República o el Estado” (375 a.C), Platón se detiene a describir:
“Un antro subterráneo, que tenga en toda su longitud una abertura que dé libre paso a la luz, y en esta caverna hombres encadenados desde la infancia, de suerte que no pueden mudar de lugar ni volver la cabeza a causa de las cadenas que sujetan las piernas y el cuello, pudiendo solamente ver los objetos que tienen enfrente. Detrás de ellos y los espectadores, para ocultarles la combinación y los resortes de las maravillas que hacen […] personas que pasan a lo largo del muro llevando objetos de toda clase, figuras de hombres, de animales, de madera o de piedra, de suerte que todo esto aparezca sobre el muro. […] ¿crees que pueda ver otra cosa de sí mismos y de los que están a su lado, que las sombras que van a producirse enfrente de ellos en el fondo de la caverna? […] en fin, no creerían que pudiera existir otra realidad que estas mismas sombras. (Platón, 1949 [375 a.C.], pp. 244-245).
En la alegoría de la caverna Platón muestra que entramos en contacto con el mundo a través de los sentidos, por ello lo llama “mundo visible”. De hecho, Platón utiliza los términos εἶδον y ἰδεῖν que se relacionan con las palabras «ver» o «visión». Los hombres de la caverna no conocían la realidad. Su visión captaba algo que no era la realidad, pero al mismo tiempo, era para ellos “la realidad”. Platón utiliza la alegoría de la caverna para dejar latente la relación entre el hombre y el ser. El ser, entonces, tiene que ver con una determinación: “Un querer ser”, “un apare-cer”: en otras palabras, implica una tentativa y voluntad de aparecer, de modo que el eidos designaría propiamente lo ente, inaugurando una ontología de lo ente, que trata del ser en general y de sus rasgos trascendentales.
El filósofo francés Alfred Fouillée (La Pouëze, 1838-1912) realiza en 1890 una severa crítica (Fouillée, 1890) al naturalista, sociólogo y evolucionista inglés Herbert Spencer (Derby, 1820-1903). En este texto Fouillé afirmaba que el positivismo impulsado por Spencer, al tener como objetivo principal la búsqueda de una ley de evolución para la explicación universal de todas las cosas, ha provocado la supresión de lo trascendente, y con ello, ha mutilado la dimensión que le da sustancia al concepto de “idea”.
En pocas palabras, el positivismo de Spencer, nacido del desarraigo y la des-corporización, no tiene fuerza ni espíritu y, paradójicamente, el naturalista inglés desnaturaliza lo que uno entiende cuando se habla de una “idea”. Para Fouillée, la idea no solo es el fenómeno puramente «intelectual» o de conocimiento, sino todos los hechos internos, conscientes o que pueden serlo. Como señala mucho después el filósofo e historiador de las ideas Johan Huizinga (Groninga, Países Bajos, 1872-1945): “un organismo histórico es coherente en la medida que tenga una meta. (Huizinga, 1960, p. 34)”. La idea, desde estas concepciones (Fouillée, 1890) (Huizinga, 1960), no es estática, sino que es una suerte de fuerza dinámica. Para Fouillée, es el motor de los cambios para la humanidad. Dice: “cada estado de conciencia contiene, en sí, condiciones de cambio para otros estados de conciencia: no solo es una fuerza psíquica, sino que es la única fuerza, fuera de la cual solo hay movimientos y formas matemáticas que expresan la sucesión de la fuerza. Eficacia, causalidad, acción, fuerza, solo son concebibles desde la psiquicidad. A las “ideas reflejas” [las ideas del positivismo-evolucionismo-progresismo] hay que oponer las ‘ideas fuerza’, factores no solo de evolución mental, sino también física, junto a los sentimientos-fuerza o a los apetitos-fuerza” (Lefranc, 1890, pp. 430-431).
Desde otra entrada sobre el concepto de “idea-fuerza” llegamos a una síntesis similar, por ejemplo, si uno recorre la escuela ético-idealista fundada por Platón y Aristóteles: ambos consideran al Estado como expresión de una sociedad natural, que alcanza, mediante determinados medios, fines morales. Parten de tres supuestos fundamentales: 1) El hombre por naturaleza se desarrolla, crece y manifiesta a lo largo de su vida como miembro de una comunidad política; 2) Que la virtud es el fin del Estado; 3) Que la ley es la expresión de la razón pura. Siguiendo este sentido, los idealistas alemanes como Johann Fichte (Rammenau, 1762-1814), afirman que cada hombre debe cumplir un papel determinado dentro de su comunidad, y en esta medida, Fichte encuentra en la falta de conciencia política/comunitaria [como él observa que ocurre en su Prusia derrotada por Napoleón], la causa de la debilidad política de un pueblo (Fichte, 1986).
Al fin llegamos al filósofo argentino Carlos Astrada (Córdoba, 1928-1970), en quien observo, aparece la idea-fuerza de “voluntad de soberanía” ligada íntimamente con los hombres que crearon (y dejaron) una conciencia determinada, una característica, particular, para (y en) su comunidad. No obstante, encuentro que Carlos Astrada no profundiza en estas ideas: en cambio, advierto que en otros dos filósofos nacionales como Nimio de Anquín (Córdoba, 1896-1979) y Alberto Buela (Buenos Aires, 1976), la idea-fuerza de “voluntad de soberanía” cobra mayor sustancia y, en esa medida, exponen su efectividad y función, al relacionarlas con otras ideas tales como la de Patria, Libertad y Tradición.
2. Más trascendencia que coyuntura o hacer Filosofía en tiempos de crisis
Carlos Astrada como Nimio de Anquín escriben entre 1920 y 1955 una serie de textos en el marco de un momento de profundas y violentas transformaciones en el mundo. Aquella época ha sido llamada como un “período de entreguerras” (Geli, 2005) pero también como “un tiempo de tormentas”, al decir del historiador Tulio Halperin Donghi (Halperin Donghi, 2013), o de “Guerra Total”, como lo ha denominado el historiador británico Eric Hobsbawm (Hobsbawm, 2007). En un texto titulado “Los modelos personales valiosos” de 1943 Astrada escribe:
“Asistimos a una profunda mutación en la sensibilidad y en las ideas hasta ayer dominantes, gran viraje que está dando la vida histórica, aprorada hacia otros rumbos, hacia otra constelación de la cultura y otro estilo anímico. Este cambio radical condiciona una nueva concepción del mundo y de la vida, y opera un desplazamiento en las estructuras básicas del mundo moral y, consecuentemente, una variación en el hasta ahora sólido comportamiento humano. La mirada de los hombres busca, ávida e inquieta, otros puntos de referencia, otras miras válidas, otros hitos orientadores para la praxis cotidiana y siempre problemática de su vida moral, abocada frecuentemente a decisiones improrrogables, perentorias. Y en esta búsqueda la atención […] se desplaza desde las leyes y las normas, que en su gélido y abstracto troquel racional habían venido señoreando, inflexibles, la conducta humana hacia los modelos personales, hacia las vidas valiosas.” (Astrada, 2021 [1943], p. 646).
En definitiva, Astrada, y esto ya lo han advertido sus tres principales estudiosos (David, 2004) (González, 2009) (Prestía, 2021), escribe en tiempos de crisis, un trance que atraviesa y define su pensamiento; en alguna medida, se podría decir que en Astrada la crisis que vive el mundo y, especialmente, su Patria, lo moldea hacía la búsqueda de una salida.
Gracias a la minuciosa investigación y rescate de textos realizada por Martín Prestía (Prestía, 2021), se puede fácilmente observar que para Carlos Astrada, la Gran Guerra (1914-1918) había puesto fin a una era en la historia de la humanidad. En resumen, la razón científica: evolucionista, materialista, eurocéntrica, progresista, colonialista, había llegado a su ocaso. En parte, porque esa misma razón científica no trajo un mundo de abundancia, fraternidad y paz como muchos de sus ideólogos habían anunciado, más bien había motorizado (y justificado) la conquista de territorios a lo largo y ancho del planeta por las llamadas “potencias del Atlántico Norte”. Entre fines del siglo XVIII y los primeros años del siglo XX el mundo entró en una era desenfrenada por la competitividad de los recursos y las posibles ganancias a obtener con esos recursos, tendencia que su vez propició una carrera armamentista para defender o amedrentar a sus competidores, propia de la vorágine de un capitalismo que, como ha señalado el militante, político y pensador ruso V.I. Lenin (Simbirsk, 1890-1924), atravesaba su fase imperialista (Lenin, 1946 [1916]). En un texto titulado “El renacimiento del mito” (1926), Astrada alertaba sobre las consecuencias que había dejado la Gran Guerra Mundial (1914-1918) a nivel material pero también en el terreno de la cultura y en las esferas de lo espiritual:
“Los hombres están viviendo momentos muy difíciles y presagiosos. Los tiempos son de lucha y de riesgo, y un hálito de tragedia estremece la conciencia contemporánea. Son síntomas premonitorios de uno de esos alumbramientos que dilatan el horizonte de la humanidad, señalándole una nueva etapa a recorrer en el sentido de la perfección inalcanzable” (Carlos Astrada, 2004 [1926], p. 124).
Luego de la Gran Guerra, el colapso de la crisis de la bolsa de Nueva York en 1929, con sus repercusiones sobre toda la década del treinta en Argentina y el resto de Occidente, desencadenan una nueva fase de conflictos: invasión japonesa de Manchuria (1931-1932), guerra del Chaco (1932-1935), guerra ítalo-etíope (1935-1936), guerra civil española (1936-1939). En otras palabras, otra vez la problemática de la guerra aparece como un hecho central, más aún tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. El filósofo cordobés, mientras el ejército de Adolf Hitler avanzaba sobre Francia, publica un artículo en la Revista Choque titulado “El Nacionalismo”. Allí expone:
“Vivimos días convulsos, inciertos, con un tempo acelerado. Los acontecimientos se precipitan en torrente. Bajo nuestros ojos atónitos se está operando una transformación revolucionaria del orden social ecuménico. Amanece entre los dolores de alumbramiento una nueva época histórica”. (Carlos Astrada, 2021 [1940], p. 624).
Astrada considera que a pesar de “los dolores del alumbramiento” aquellos tiempos asistían al nacimiento de una nueva época histórica, que él saluda y, en cierta medida, festeja, en parte por considerar que supera a las dos corrientes de pensamiento hegemónicas, el liberalismo y el marxismo. Dice Astrada:
“… lejos estamos ya de la pseudo antinomia y artificiosa polaridad de individualismo y colectivismo. Por sobre la clase, erróneamente supuesta idéntica en todas partes, se impone, diferenciándose por factores vitales y espirituales inabolibles, la Nación, que diluye y absorbe en su realidad totalizadora los pretendidos contrastes y oposiciones”. (Astrada. 2021 [1940], p. 624).
Entre otras interpretaciones e ideas expresadas por Astrada en el período de entre guerras (1914-1939), me interesa resaltar su perspectiva en torno al nacionalismo y su relación con la guerra. Desde su concepción, el sentimiento nacionalista no solo atraviesa el cuerpo y alma de los combatientes, sino que se yergue como “una nueva imagen del hombre, del hombre concebido según nuevas necesidades y nuevos fines, supone necesariamente un orden social nuevo, una nueva ordenación jerárquica de los valores a que la comunidad da vigencia” (Carlos Astrada, 2021 [1940], p. 626).
El nacionalismo del siglo XX para Astrada resuelve las contradicciones y problemáticas planteadas en el siglo XVIII por el nacionalismo burgués, con su fórmula de “la tierra de los muertos”, pero también soluciona esa suerte de “nacionalismo de clase” promovido a partir de la segunda mitad del siglo XIX por la filosofía política marxista. Astrada festeja la potencialidad del nacionalismo del siglo XX, por ser un nacionalismo arraigado en la tierra, historia, memoria y tradiciones del pueblo.
Haciendo un rápido repaso, puede observarse que en los tiempos de crisis, los filósofos, historiadores, sociólogos y demás estudiosos de las ciencias sociales se dedican a criticar severamente su tiempo, se convierten en una especie de indicadores de los responsables. Esta tendencia, en ocasiones, degenera en un verdadero registro del ocaso.
Durante y, más aún, tras la Gran Guerra, el médico, psiquiatra, filósofo, historiador, sociólogo e introductor de la antropología en la Argentina, José Ingenieros (Palermo, Italia 1877- Buenos Aires 1925), escribe “El suicidio de los bárbaros” (Ingenieros, 1914), “Ideales nuevos e ideales viejos” (Ingenieros, 1918) y luego el libro “Los tiempos nuevos” (Ingenieros, 1921), en donde arremete sobre los males de su época y se apresura a señalar que se avecinan tiempos nuevos. El escritor Manuel Gálvez (Paraná, 1882-1962), eligiendo la crítica e ironía profunda hacia el modernismo vacío y actuado de los jóvenes intelectuales de las ciudades puerto como Rosario o Buenos Aires, escribe “El mal metafísico” (1916) (Gálvez, [1916] 1949). El escritor y filósofo español Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-1936) publica en 1925 su “Agonía del cristianismo” (Unamuno, [1925], 1950), señalando que con este desenlace el mundo occidental se encuentra en caída libre hacia su final; en la otra vereda —por masón y por su forma antireligiosa— el escritor francés Rene Guénon (Blois, 1886-1951) arriba a conclusiones similares. Guénon apunta contra el mito moderno del progreso, al que entiende como una desviación, como el peor error, que nos condujo, por ejemplo, a lo que él llama “el reino de la cantidad” (Guenón, [1927], 1995). En Alemania, la derrota en la Gran Guerra marida con el romanticismo cultural-espiritualista y la escuela ética-idealista dando nacimiento a numerosos trabajos decadentistas. El filósofo y sociólogo Georg Simmel (Berlín, 1858-1918) publica en 1911 —con una edición ampliada y retocada en 1919— su libro “Philosophische Kultur” publicado en español como “De la esencia de la cultura” (Simmel, 2005), texto que el mismo Astrada traduce al español y prologa en 1923 bajo el título de “El conflicto de la cultura moderna” (Simmel, [1923], 2011). El filósofo Oswald Spengler (Blankenburg, 1880-1936) publica en 1922 su monumental obra “La decadencia de Occidente” en cuatro tomos (Spengler, [1922], 1946), y bien pueden relacionarse con estas reflexiones los libros del escritor Ernst Jünger (Heidelberg, 1895-1998): “Tempestades de acero” (1920) (Jünger, [1920] 2008) y “El teniente Sturm” (1923) (Jünger, [1923] 2008). En definitiva, la lista de autores y publicaciones podría seguir por varias páginas pero basta para mostrar que en el caso de los tres pensadores y filósofos seleccionados —Carlos Astrada, Nimio de Anquín y Alberto Buela—, su modo de enfrentar la crisis imperante deviene, por el contrario, en propuestas novedosas, potentes, vitales y soberanas.
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