Perspectivas en pugna sobre la igualdad en el campo de los derechos humanos
Las visiones contrapuestas sobre el alcance del principio de igualdad contribuyen a definir modelos de políticas y formas diversas de organización estatal. Es común que las posiciones más conservadoras limiten la noción de igualdad al trato paritario ante la ley, impugnando cualquier medida de trato preferente o diferenciado, sobre todo si beneficia a sectores históricamente excluidos. Esta postura, sin embargo, no es la receptada por los sistemas de protección de derechos humanos, que han consolidado gradualmente una visión más compleja e integral del principio de igualdad, que conlleva no solo el trato equitativo de la ley, sino también la igualdad real de oportunidades y de posiciones.
Así, por ejemplo, un rasgo que distingue al Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) en relación con otros mecanismos de protección internacional es su capacidad para identificar patrones de violencia estatal masiva y derivar de esa identificación consecuencias concretas en el alcance de las obligaciones de garantía de los Estados. Este aspecto fundacional ha sido determinante en la manera en que se elabora el análisis de los conflictos, pues conduce a visibilizar distintos elementos que caracterizan a las políticas estatales de criminalidad a gran escala, así como a las estrategias de impunidad formales o informales que se despliegan para encubrirlas. Así, el concepto de patrón masivo o sistemático de violencia estatal organiza el análisis de la conducta ilícita y brinda el sustento fáctico y jurídico de la atribución de responsabilidad internacional.
Ahora bien, en línea con aquel enfoque inicial de graves violaciones, la perspectiva histórica sobre la jurisprudencia del SIDH marca una evolución desde un concepto de igualdad formal hacia otro de igualdad material o sustantiva, que enfatiza en las condiciones de discriminación estructural de grupos marginalizados. A la luz de este principio de igualdad, se busca entender los conflictos desde la identificación de contextos generales o patrones de violencia y discriminación, y ello trae aparejado una serie de consecuencias tanto en la formulación de la teoría del caso, como en los fundamentos jurídicos de la atribución de responsabilidad estatal. En este punto es posible trazar una línea de conexión entre dos casos paradigmáticos de dos etapas históricas del SIDH, como son “Velásquez Rodríguez”[1], y “Campo Algodonero”[2]. En ambos precedentes la situación de las víctimas individuales es analizada en función de un marco contextual debidamente identificado que será dirimente para configurar el ilícito, identificar las obligaciones estatales transgredidas e imponer los remedios reparatorios de alcance general.

A su vez, esta concepción de la igualdad parte del reconocimiento de que las estructuras sociales inequitativas afectan el acceso a bienes, servicios, posiciones y derechos, ante lo cual las autoridades estatales no son observadores neutrales, pues con sus acciones y omisiones pueden contribuir a configurar y consolidar esas estructuras, al mismo tiempo que pueden intervenir con el propósito de su transformación.
De modo que la noción de igualdad material considera que ciertos sectores de la población están en desventaja en el ejercicio de sus derechos por obstáculos jurídicos y fácticos que los afectan, más allá de sus méritos o trayectorias personales, por lo que requieren de la adopción de medidas públicas de equiparación o de nivelación de posibilidades. Ello implica, en determinadas circunstancias, la necesidad de un trato diferenciado y preferente, el examen del impacto discriminatorio de las normas, políticas y prácticas, e incluso, el reconocimiento de derechos colectivos diferenciados.
En ese marco, la perspectiva formalista basada únicamente en el trato igual de la ley soslaya las condiciones materiales de aplicación de las normas, así como las disparidades reales de la vida social, y puede conducir a preservar y ahondar las desigualdades. Por el contrario, el empleo de la noción estructural conlleva una definición sobre el papel de los Estados como garantes activos de los derechos, y se proyecta sobre su deber de proteger a grupos sociales marginados frente a prácticas extendidas de discriminación que los afectan.
Podemos identificar sumariamente las principales derivaciones jurídicas de la adopción del principio de igualdad material en el SIDH. Como punto de partida de todo lo demás, consideramos que este principio de igualdad acentúa las obligaciones generales de garantía, y ello se refleja en la imposición consiguiente de obligaciones específicas de prevención diligente de riesgos de violencia discriminatoria originados ante la acción de actores estatales y no estatales, y de regulación y fiscalización de servicios sociales, como la salud, la educación o la seguridad social. Este núcleo de obligaciones fuertes lleva a replantear el alcance de la responsabilidad internacional de los Estados, tanto por acción directa de sus agentes, como también por la omisión de actuar ante la acción ilícita de particulares. Además, el principio de igualdad sustantiva requiere un nuevo repertorio de “técnicas de garantía”, que se aplican en diferentes ámbitos, como el examen estricto de proporcionalidad de normas que establecen tratamientos diferenciales, la verificación de formas de discriminación indirecta —impacto discriminatorio—, así como una serie de resguardos procedimentales, como el ajuste de procedimiento y el trato adaptado y diversas modalidades de acceso a la justicia. También incide este principio de igualdad en la garantía internacional de los derechos convencionales, pues tiene peso en la interpretación y aplicación de las reglas institucionales que definen la relación de complementación —subsidiariedad— entre el sistema interamericano y los sistemas jurídicos nacionales.
En un escenario atravesado por profundas y persistentes inequidades sociales, ciertas formas extremas de violencia y exclusión caracterizan el tipo de conflictos que dominan las demandas de justicia social y de derechos humanos. Por esa razón, la atención a este tipo de conflictos se expandió como preocupación política y como campo de estudio del derecho internacional y constitucional. Los mecanismos de protección regionales, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), y los órganos de tratados del sistema universal de la ONU, desarrollaron marcos conceptuales valiosos para abordar este tipo de discriminación. Además, las nuevas constituciones y las recientes enmiendas constitucionales americanas han consagrado normativamente Estados sociales y democráticos de derecho, a partir de la incorporación de cláusulas de igualdad que trascienden el trato igual ante la ley, establecen la igualdad real de oportunidades, la igualdad de género, el modelo social de la discapacidad, derechos diferenciados de los pueblos indígenas, de las comunidades negras, diversidades sexuales, y de otros sectores históricamente marginados, y reconocen nuevos derechos civiles, sexuales y reproductivos, sociales, económicos, ambientales, y culturales, de carácter individual y también colectivo.
Estas diferentes perspectivas sobre la igualdad que elabora el SIDH y el derecho constitucional se ponen en cuestión en numerosos debates legales y políticos. Por un lado, se discute el alcance que corresponde otorgar a las acciones afirmativas y a las políticas de trato preferente que entran en tensión con la visión formal de igualdad de trato. La ardua polémica sobre las cuotas sociales en el ingreso a la educación superior de nivel federal en Brasil, y la jurisprudencia regresiva reciente de la Corte Suprema de los EE. UU. sobre trato preferente por motivos raciales en las universidades, marcan la relevancia que cobra esta materia en todo el continente.
La cuestión jurídica tiene múltiples aristas, una de las cuales es determinar el criterio con el que corresponde examinar la razonabilidad de las acciones afirmativas y de trato preferente. ¿Debemos partir de un principio de igual tratamiento y por ende sospechar de cualquier distinción basada en la raza, el género o la condición étnica o social, o bien, por el contrario, corresponde abordar el tema desde un enfoque de igualdad material y, en consecuencia, solo debemos aplicar un escrutinio estricto cuando esa distinción afecta la posición de grupos marginados? ¿Con qué pautas debemos valorar la subsistencia temporal de las acciones afirmativas? ¿Pueden estas políticas prolongarse indefinidamente y, en su caso, bajo qué circunstancias ese trato preferente motivado originalmente en compensar desigualdades de base puede convertirse en un privilegio que trastoca la igualdad? ¿Cómo responder a las impugnaciones que se formulan contra las políticas afirmativas desde otros sectores postergados, o minoritarios al interior de los mismos grupos beneficiados por esas políticas?
Una derivación grave de las impugnaciones a la igualdad material que despliegan las posturas más conservadoras es la negativa a reconocer políticas de diversidad y de prevención de la violencia de género y de otras modalidades de violencia discriminatoria, con el argumento de que se trata de agendas que priorizan a ciertas víctimas en desmedro de otras, y que las autoridades tienen la responsabilidad de combatir “todas las violencias”, evitando vulnerar la igual protección de la ley. Estas posturas regresivas, que conducen en varios países al desmantelamiento de programas y agencias especializadas, contradicen los estándares del SIDH que imponen a los Estados deberes puntuales de prevención de ciertas formas de violencia sistémica que afectan a sectores sociales marginados.

Un aspecto particular que dispara esta noción de igualdad material es la expectativa sobre el papel de los Estados democráticos como garantes del ejercicio igualitario de los derechos sociales. ¿Qué tipo de políticas debe adoptar el poder público para asegurar condiciones de igualdad de oportunidades y de posiciones? ¿Qué políticas responden con mayor eficacia a los conflictos que origina la discriminación sistémica? Existe un fuerte debate entre los modelos de política que apuntan a compensar desventajas y asimetrías, en contraposición con planteos más ambiciosos que propician acciones de transformación de los factores estructurales que reproducen las disparidades extremas. En la esfera del empleo, por ejemplo, la normativa que busca asegurar la igualdad de género oscila entre las técnicas de tratamiento diferenciado como los regímenes de licencias especiales, las cuotas y preferencias, y estrategias de transformación que buscan desmantelar las clasificaciones por género a través de acciones culturales dirigidas a desarmar estereotipos negativos y la distribución equitativa de las tareas de cuidado por medio de políticas públicas y regulaciones.
Otra faceta de la discusión es cómo incorporar la perspectiva de desigualdad estructural y protección de grupos marginados en la estructura organizativa de los Estados sociales y en los esquemas de las políticas y servicios sociales. Así, es frecuente en este ámbito que los planteos de trato diferenciado entren en tensión con la vocación de cobertura universal de los servicios, como ocurre en la esfera de la salud pública. En ocasiones esta tensión se origina en las prácticas de las burocracias que tienden a la estandarización y homogeneización de los servicios y prestaciones. En esa misma línea, un asunto que presenta gran dificultad es si resulta adecuado abordar problemas de pobreza crítica y desigualdad económica desde el marco conceptual de la igualdad de oportunidades y los derechos de trato preferente, o si corresponde hacerlo en el plano de la igualdad de posiciones y de la ciudadanía social. En ese último sentido, se ha buscado definir el alcance del derecho a condiciones materiales básicas de existencia, así como modelos de cobertura universal de un ingreso básico de inclusión.
Otro punto de especial interés es determinar las responsabilidades que les corresponden a los Estados cuando se incorporan empresas o entidades no estatales en el ámbito de los servicios sociales. La privatización de áreas o sectores de la salud, la seguridad social o de la educación no exime de responsabilidad a las autoridades pues por tratarse de bienes de naturaleza pública estas preservan funciones de rectoría y deberes de regulación y de fiscalización. Sin embargo, se requiere precisar bajo qué reglas y parámetros se ejercen esas funciones y se dirimen los supuestos de interferencia con la autonomía contractual expresada en relaciones económicas entre sujetos privados. Pensemos en el caso de las empresas prestadoras y aseguradoras de salud, en las que proveen medicamentos y tecnología sanitaria, o bien seguros de retiro o pensiones, en las que gestionan escuelas y universidades, o bien prestan servicios públicos domiciliarios como el agua corriente, el saneamiento y la energía. En el ámbito del derecho social no se elaboró un marco conceptual sólido para el análisis de los deberes regulatorios y de control de los servicios sociales con participación de agentes públicos y privados, que contemple, entre otros asuntos, un sistema de responsabilidad administrativa por el déficit de regulación y control de tales servicios.
Por otro lado, el principio de igualdad material entendido con este alcance obliga a replantear las prácticas tradicionales de los sistemas de justicia, las reglas de procedimiento, y las técnicas remediales. En lo más básico, se trata de que estos sistemas no reproduzcan prácticas discriminatorias y actúen como un catalizador de las desigualdades sociales. En una perspectiva más ambiciosa, para que los tribunales puedan observar más allá de los conflictos particulares y de las víctimas individuales los contextos y patrones sociales subyacentes. Incluso para establecer nuevos tipos de procedimientos y reglas de actuación judicial que puedan dar cuenta adecuadamente de estos elementos contextuales.
Estos postulados imponen cambios en el alcance de la controversia judicial, en la formulación de la teoría del caso, en la determinación de los legitimados activos y pasivos de un litigio, en el modo de producir y de valorar la prueba, en los efectos directos e indirectos de las sentencias y en la naturaleza de las medidas remediales y reparatorias. Entonces son varias las cuestiones pendientes de mayor investigación. Cómo deberían adecuarse los sistemas procesales y los modelos de intervención judicial para responder adecuadamente a las demandas de igualdad sistémica, ajustar sus procedimientos y elaborar reglas de trato adaptado. En ese marco, qué cambios es necesario adoptar en los propios mecanismos de protección internacional para dar cuenta de esta perspectiva.
En suma, el SIDH ha construido gradualmente un cuerpo de estándares y principios que brindan una sólida perspectiva teórica para ayudarnos a abordar algunas de estas relevantes discusiones sobre el papel del Estado y los modelos de política pública.
[1] Corte IDH, Velásquez Rodríguez vs. Honduras, sentencia de 29 de julio de 1988.
[2] Corte IDH, González y otras (“Campo Algodonero”) vs. México, sentencia de 16 de noviembre de 2009.

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