Todo resultado es consecuencia de un proceso en el tiempo. Pero si hay que ponerle una fecha puntual a la caída del primer proyecto nacional de desarrollo autónomo, soberano y de empoderamiento de la Argentina, esa es, sin duda, el 3 de febrero de 1852.
Ese día se enfrentaron en terrenos de la familia Caseros el proyecto federal-protoindustrial-popular-nacional, encabezado por Juan Manuel de Rosas, contra el librecambista-oligárquico-agroexportador-probritánico, a cuyo frente se puso Justo José de Urquiza.
Rosas contó con las escasas fuerzas de su reserva y los reclutados de último momento, después de haber sido traicionado y despojado del ejército nacional por el gobernador de Entre Ríos, quien le presentó batalla al frente de una descomunal fuerza militar –“Ejército Grande” la llamó su boletinero, Domingo Faustino Sarmiento- integrada por las tropas que Rosas había armado y entrenado para enfrentar a Brasil, el ejército brasileño, fuerzas uruguayas y también exiliados unitarios en Montevideo.
Detrás de esta imponente fuerza de choque estaba el beneplácito, interés y sostén de Gran Bretaña. Y esta es la clave de lo que significó Caseros, cuando, por el contrario, se nos quiere imponer mediante la historiografía liberal la farsa de que en realidad se trató de la llave hacia la constitucionalidad.
¿Por qué Gran Bretaña?
Porque Urquiza y sus jefes, la oligarquía unitaria porteña (como quedó demostrado pocos meses después, cuando el entrerriano fue expulsado sin consideraciones de Buenos Aires), se habían demostrado mucho más “sensibles” a los intereses de la gran potencia de la época que difundía por el mundo el mito dogmático del libre comercio: es decir, la libertad de comerciar con Gran Bretaña, la gran potencia económica que necesitaba mercados para colocar el excedente de producción industrial inflada, paradojalmente, durante años de cerrado proteccionismo.
Caseros puede compararse con lo sucedido en la Guerra Civil norteamericana, donde el resultado fue el contrario: el norte nacionalista e industrialista, autosuficiente, se impuso al sur latifundista, esclavista, agroproductor dependiente de mercados exteriores y probritánico. Es decir, ese “sur” acá vendría a estar representado por el bando librecambista-unitario.
Fue así que Estados Unidos, luego de la guerra, inició un período de casi un siglo de fuerte proteccionismo económico que lo llevó a ser la potencia que hoy en día conocemos.
En el país de Norteamérica, contrariamente a lo que se cree, nada quedó librado a la “mano invisible” del mercado. Fue así que, después de la guerra civil procedieron: 1) a regular y limitar enérgicamente la inversión extranjera en recursos naturales; 2) a limitar los derechos de explotación minera a ciudadanos norteamericanos y sociedades anónimas estadounidenses; 3) a prohibir la compra de tierras por parte de extranjeros no residentes; 4) a establecer una barrera arancelaria -prácticamente infranqueable- para proteger a la industria norteamericana de la competencia británica; 5) a utilizar, con gran éxito, la indisciplina monetaria y financiera para solventar su desarrollo industrial.
Fue justamente en la batalla de Gettysburg, el 3 de julio de 1863, que Estados Unidos obtuvo su verdadera independencia del Imperio Británico. Solo después de la imposición del proyecto proteccionista, Estados Unidos dejó de ser un país «algodón dependiente» y un país relativamente pobre.
Un país que era soberano…
¿Pero qué pasaba en la Argentina anterior a Caseros? Justamente, todo lo contrario a lo que pregonaba la ideología de dominación británica, el libre comercio.
Rosas y la Confederación Argentina, en cambio, siempre habían puesto trabas a las pretensiones de las potencias imperialistas de la época, resistencia que culminó con la Ley de Aduanas de 1835 que había sido discutida ya en el encuentro de Buenos Aires con las provincias del Litoral, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe en 1830.
De acuerdo con esa ley (que Gran Bretaña vivió como un desafío a vengar), se protegían las industrias provinciales, duramente castigadas durante los gobiernos unitarios que abrían la importación a las mercancías extranjeras. La Confederación rosista les impuso impuestos que iban del 24% al 35% y en no pocos casos la absoluta prohibición de su ingreso.
La competencia extranjera con las zapaterías vernáculas debió pagar el gravamen del 35 por ciento. A las tejedurías criollas se les entregaba sin competencia el mercado de ponchos, ceñidores, flecos, ligas y fajas de lana o algodón, como también de jergas, jergones y sobrepellones para caballos, artículos estos cuya introducción quedaba totalmente prohibida.
También se gravó con un fuerte derecho de 24% la importación de cordones de hilo, lana y algodón, así como de pabilo, y con uno aún mayor del 35% a las vestimentas, las frazadas y las mantas de lana. Los productos de granja tales como legumbres, cebada y maíz se prohibían totalmente; las papas, cuya producción no era bastante para satisfacer el consumo, quedaban recargadas con un cincuenta por ciento. Un ejemplo interesante fue el fomento del mate: las yerbas del Paraguay (cuya independencia no se había declarado), Corrientes y Misiones pagaban un módico derecho del 10%, y cuando provenían del Brasil su extensión alcanzaba al 24%; los sucedáneos del mate (café, té, cacao), al ser recargados con igual porcentaje, resultaban artículos de lujo y no competían con el mate. El tabaco que no fuera de procedencia nacional tributaba el 35 por ciento. El azúcar el 24%, los alcoholes (vino, vinagres, aguardientes y licores), el 35 por ciento.
¿Cuáles fueron las consecuencias de la Ley de Aduanas? Según el censo de 1853, había en ese año 1065 fábricas montadas, 743 talleres y 2008 casas de comercio que con los gobiernos post Caseros fueron mermando.
En Córdoba se elaboraban zapatos y tejidos: sus pieles de cabra curtida se exportaron a Francia en tales cantidades que el gobierno francés decidió prohibirlas para proteger a su industria local. Tucumán potenció sus producciones de muebles y despegó la nueva industria del azúcar, que alcanzaba para abastecer a casi todo el norte argentino y comenzaba a introducirse en Buenos Aires.
Salta se convirtió en otro gran centro industrial especializado en la hilandería, la elaboración de cigarros, vasijas, suelas, becerros, curtidos, harina y vino. Catamarca con algodón, vinos y aguardiente. San Luis, textiles y cueros. Entre Ríos, cuero curtido, postes de madera, maderas para quemar y cal. En Santa Fe, algodón y tejedurías. En Corrientes, maderas de construcción, tabaco, almidón, naranjas y algodón, y se abrieron carpinterías. Algo similar ocurrió en las demás provincias.
Tal desarrollo se reflejó inevitablemente en las exportaciones: entre 1835 y 1852, la de lana se multiplicó por cuatro, la de cueros por tres y la de sebo por más de seis.
Sin lugar a dudas la Ley de Aduanas de Buenos Aires desató un acelerado y vigoroso desarrollo económico en todo el territorio nacional, lo que impacientaba a Gran Bretaña, que hasta entonces había lucrado con la sociedad de los comerciantes porteños introduciendo mercaderías industrializadas de toda índole a menor precio, incluso prendas gauchescas como bombachas, rastras y ponchos.
Ese fue el quizás el motivo más importante de la invasión de la poderosa armada británica aliada a la francesa en 1845, que fue repelida en la imponente gesta de la Guerra del Paraná, más recordada por el nombre del primer combate: la Vuelta de Obligado. Sin duda fue ese un antecedente claro de Caseros, como también lo fueron las invasiones inglesas de 1806 y 1807, el préstamo Baring, la creación del Banco de la Provincia y otras pruebas del interés inglés por dominar al territorio del Río de la Plata.
Haz lo que yo digo pero no lo que yo hago
Justamente, Gran Bretaña hacía todo lo contrario a lo que quería imponer en otras latitudes para lograr su objetivo de dominación.
El estudio de la historia de la economía inglesa -afirma Helio Jaguaribe- demuestra que la industrialización británica, incipiente desde el Renacimiento isabelino y fuertemente desarrollada desde fines del siglo XVIII con la Revolución Industrial, tuvo, como condición fundamental, el estricto proteccionismo del mercado doméstico y el conveniente auxilio del Estado al proceso de industrialización.
Obtenidos para sí los buenos resultados de esa política, Gran Bretaña se esmeró en sostener, para los otros, los principios del libre comercio y de la libre actuación del mercado, condenando como contraproducente cualquier política proteccionista por más tenue que esta fuese.
A partir de su industrialización, Gran Bretaña pasó a actuar con deliberado dualismo. Una cosa era lo que efectivamente había hecho -y hacía- en materia de política económica para industrializarse y progresar industrialmente y otra aquella que, ideológicamente, propagaba con Adam Smith y otros voceros. Inglaterra se presentaba al mundo como el adalid del libre comercio, como la cuna de la no intervención del Estado en la economía cuando, en realidad, había sido, en términos históricos, el paradigma del proteccionismo económico y del impulso estatal.
En Argentina la experiencia le demostró a Gran Bretaña que solo por la fuerza le iba a resultar complicado imponer su voluntad de dominio de nuestro país. Y fue así como diseñó una política de balcanización de la región y de relacionamiento con élites que tuvieran también el objetivo de eternizar en nuestros países economías de producción primaria. Eso se acentuó aún más de la presidencia de Bartolomé Mitre en adelante. En la década del 40 del siglo pasado, sin embargo, iba a empezar a surgir otro proyecto de desarrollo nacional autónomo. Pero eso será tema para otro artículo. Lo que sí podemos concluir es que el dilema sigue vigente: Argentina debe avanzar hacia una industrialización definitiva con el impulso adecuado del Estado y protegiendo férreamente determinados sectores y recursos estratégicos, para alcanzar por completo la independencia económica, la soberanía política y la justicia social.
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