La magnitud y complejidad de la crisis que atraviesa el mundo actual puede caracterizarse como una crisis civilizatoria, en tanto se conjugan, entre otras, una descomunal crisis social; una crisis económica de sobreproducción por carencia de demanda; una crisis político-militar de enfrentamiento entre las potencias por el control de recursos y áreas estratégicas; una Revolución Científico-Técnica que ha cerrado el ciclo de la Revolución Industrial y promueve una reconversión tecnológica salvaje en las más diversas áreas de la actividad económica y social; y una crisis ambiental de dimensiones inéditas, que está poniendo en riesgo la posibilidad de la vida en el planeta. Crisis que dan cuenta del cierre de un ciclo de la historia -el ciclo de la Edad Contemporánea- y de los albores de una nueva Edad.

La cultura occidental dominante y sus intelectuales han definido dos grandes momentos de esa historia universal: la Edad Moderna y la Edad Contemporánea. Dos edades históricas cuyos rasgos esenciales se inician hacia el siglo XVI y marcarán, hasta mediados del XX, una rotunda hegemonía del Occidente central sobre el resto del mundo. Nuestra hipótesis es que, precisamente, hacia mediados del siglo XX confluyen diversos sucesos sociales, políticos, económicos, culturales, científicos y tecnológicos, que dan cuenta de los inicios de un nuevo tiempo histórico y del cierre del ciclo de la Edad Contemporánea, donde la hegemonía del Occidente central comienza a debilitarse sensiblemente y, al mismo tiempo, se plantean duros interrogantes acerca del futuro de la Madre Tierra y de las sociedades humanas.

 

La Revolución del Tercer Mundo

Una perspectiva histórica de mediano y largo plazo, permite evaluar la magnitud y celeridad de las transformaciones ocurridas desde el fin de la II Guerra Mundial hasta nuestros días. Entre 1945 y comienzos de la década de 1970, en el contexto de un esquema bipolar de poder hegemonizado respectivamente por Estados Unidos y la Unión Soviética, se despliega la Revolución del Tercer Mundo. Casi el 80% de la población mundial, sometida durante más de cuatro siglos a los dominios coloniales o neocoloniales de los países del Occidente central, inicia los procesos de liberación nacional y social, la descolonización de vastos territorios y el surgimiento de gobiernos populares en América Latina, que cuestionan con mayor o menor radicalidad el dominio de las potencias occidentales. India, China, Indonesia, Indochina, Yugoslavia, Albania; Tanzania, Congo, Ghana, Kenya, Senegal y otros países africanos; Egipto, Argelia, Libia, son algunos de los movimientos en Asia y África, que se conjugan con los gobiernos populares y las revoluciones en América Latina: Arévalo en Guatemala, Vargas en Brasil, Gaitán en Colombia, Perón en Argentina, la revolución del MNR en Bolivia, la revolución cubana.

Con triunfos o derrotas, consolidación de los procesos o asesinatos de líderes, esta revolución política de los tres continentes, se acompaña de un movimiento intelectual que reivindica el carácter integralmente humano de todos los seres humanos, hasta entonces negado por la cultura occidental dominante. También la dignificación de sus identidades étnico-culturales y de sus saberes y tradiciones, largamente despreciados por la idea de la “cultura universal” y las concepciones de civilizados y bárbaros. Hasta entonces, “libertad, igualdad y fraternidad” correspondían solo a los blancos, no a los pueblos colonizados; y en el ejemplo de “democracia” de Estados Unidos, a los negros recién se les permitió votar en 1965 y en 1967 se eliminaron las leyes que en varios estados prohibían los matrimonios inter-raciales.

En este proceso decaen el imperio británico, el francés, el holandés, el belga y el de Japón, que deben subordinarse a la hegemonía norteamericana; y se afectan núcleos decisivos del poder de las potencias: las Naciones Unidas y otros organismos internacionales pasan de 54 a 180 miembros; la nacionalización de los yacimientos de petróleo y la formación de la OPEP,  determinan en 1973 un aumento de los precios del crudo de 400% y ponen fin al desarrollo capitalista basado en energía barata, detonando una crisis en los países centrales que se extenderá hasta fines de esa década. Hacia esos años, Estados Unidos debe aceptar su derrota en la guerra de Vietnam y se repliega del continente asiático en favor de China y la URSS. Dada su magnitud, la Revolución del Tercer Mundo y el movimiento intelectual que la acompaña, es un equivalente a la Revolución Francesa y la Ilustración, que abren el ciclo de la Edad Contemporánea.

 

Las estrategias de restauración conservadora

Ante este retroceso del predominio occidental, que se combina con un avance soviético y de las naciones periféricas, a inicios de la década de 1970, los gobiernos de Richard Nixon y Gerald Ford, bajo la orientación de Henry Kissinger, inician una estrategia de restauración conservadora en gran escala, traducida en una ola sincrónica de dictaduras militares con terrorismo de Estado en América Latina, en África y en países menores de Asia. La magnitud de la represión logra quebrar las resistencias en la mayoría de estas naciones y en 1979 el aumento adicional del petróleo con la revolución iraní -en seis años se ha incrementado en un 1.000%- hace viable el costo de nuevas tecnologías de avanzada, dando inicio a la Revolución Científico-Técnica, que cierra el ciclo de la Revolución Industrial. Contando con este poderoso instrumento en el campo civil y militar, en 1981 el gobierno Reagan profundiza la estrategia restauradora, lanzando la Guerra de las Galaxias contra la URSS y una reconversión tecnológica en gran escala, que va a quebrar la resistencia de los trabajadores con la precarización laboral y el desempleo. Su triunfo en esa Tercera Guerra Mundial con la caída del Muro de Berlín en 1989, genera la euforia del “fin de la historia” y el “triunfo final del liberalismo”, dando impulso a la globalización neoliberal.

Pero a inicios del siglo XXI, esa euforia tiende a debilitarse: la caída de las Torres Gemelas es un símbolo, al combinarse con el surgimiento de China como potencia que, en alianza con una Rusia reconstruida, conforman un nuevo bloque de poder mundial. La magnitud de la demanda china y sus altos niveles de crecimiento, favorecen un alza en los precios de commodities que, a su vez, beneficiará, hasta la crisis del 2008 y los años sucesivos, a los nuevos modelos de extractivismo en América Latina. A partir de entonces, se hará evidente que la crisis mundial es una crisis de sobreproducción por carencia de demanda. Tres décadas de globalización neoliberal generaron un incremento exponencial del desempleo y la pobreza a nivel mundial, especialmente en el sector occidental, evidenciando el fracaso de esta dinámica ante los altos costos sociales y económicos, aun en los países centrales: Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y las naciones del Este europeo. Según datos del Banco Mundial y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, el 47% de la población del mundo se encuentra en indigencia; y si se suma la pobreza (menos de 6 dólares diarios), la proporción supera el 75%: ese 25% restante es un mercado excesivamente restringido ante la presencia de China en el mercado mundial.

 

Una crisis civilizatoria

Mientras China orienta políticamente la dinámica económico-financiera (control estatal del sector de finanzas, del comercio exterior, de las áreas estratégicas de su economía, de las universidades y los sistemas científico-técnicos), lo cual le permite definir sus estrategias a mediano y largo plazo, en el sector occidental la globalización es liderada por corporaciones y bancos, con una dinámica anárquica que tiende a superar la crisis echando nafta al fuego. El FMI y similares, promueven una baja de los costos laborales; es decir, disminución de la demanda por mayor precarización, pobreza y desempleo. De esta manera, se exacerba una crisis social de grandes proporciones y el principal problema para quienes promueven la globalización neoliberal, es una población sobrante y descartable, que ronda los 4.000 millones de personas en el mundo: no les sirven como mano de obra por la reconversión tecnológica y tampoco como consumidores, dados sus niveles de pobreza e indigencia. Al mismo tiempo, son un peligro potencial para su dominio; y lo mejor para ellos sería eliminarlos.

Crisis que se agrava ante la disputa entre potencias y corporaciones por el control de recursos y territorios estratégicos. En la actualidad, cinco guerras en el mundo árabe y siete en África aparecen como guerras civiles o religiosas, pero detrás de cada bando están las potencias o sus corporaciones. Esto genera migraciones desesperadas desde el este y el sur que presionan sobre Europa, donde son considerados “nuevos bárbaros” y, sumado a las consecuencias de la globalización neoliberal, alimentan las visiones racistas y xenófobas, con un crecimiento del nazismo y el fascismo. UNICEF informa que en esas guerras crecen 250 millones de menores de 18 años, de los cuales un 20% va a sufrir desequilibrios psicológicos graves, en su mayoría irreversibles: locura de guerra con desprecio a la propia vida y la de los otros. Muchos encuentran el sentido de sus vidas en dar muerte a los infieles y en la propia inmolación en nombre de Alá; y a ellos se unen los hijos de inmigrantes de las excolonias, discriminados por sus antiguos amos: son las bases del islamismo radical y principales protagonistas de los atentados en el mundo occidental.

Estas crisis se conjugan con una gravísima crisis ambiental, por el calentamiento global y la creciente contaminación del agua, las tierras y el aire, con efectos en sucesos meteorológicos extremos: huracanes; olas de frío polar o de calor agobiante; sequías; incendios; inundaciones y similares, que exhiben una intensidad de carácter inédito. Los encuentros internacionales como el de París en 2015 y otros, marcan la magnitud de este peligro. Crisis social, crisis económica, crisis política, crisis financiera, crisis ambiental, cuya confluencia da cuenta de una crisis mundial de carácter civilizatorio, en tanto los valores y concepciones de la civilización occidental dominante no pueden resolverla; y solo anuncian futuras catástrofes.

 

Argentina en la restauración conservadora

La estrategia de restauración conservadora que nos incorpora en la ola sincrónica de dictaduras militares en América Latina, marcó un punto de inflexión histórica, dando inicio a un proceso de degradación económica y social sin precedentes. La teoría del “satélite privilegiado” de Kissinger, planteaba la necesidad de concentrar la producción industrial en Brasil y desde allí, eliminando las barreras arancelarias, garantizar a las corporaciones transnacionales un mercado de alcance regional. Con ese fin, Argentina debía desindustrializarse. La eliminación de la industria y su vuelco hacia un nuevo modelo de producción primaria, cumpliría un doble objetivo: facilitar la expansión de las corporaciones y debilitar la fortaleza de los trabajadores, demostrada durante los 18 años de resistencia peronista. Objetivos que culminan en los años noventa con el menemismo: la más grande traición que sufriera el pueblo argentino en su historia, favorecida por el clima internacional de la caída del Muro de Berlín.

La deuda externa contraída por la dictadura militar y la estatización de la deuda privada de Cavallo, sentaron las condiciones de una dramática sumisión nacional. En nombre de la obligación de honrar esa deuda fraudulenta, la política de privatizaciones habilitó un saqueo descomunal de la riqueza nacional y la destrucción en gran escala del potencial productivo del país, favoreciendo a corporaciones y bancos locales y extranjeros. En estos cuarenta años, se destruyeron el polo industrial ferroviario, el polo industrial naviero, el polo industrial aeronáutico, Fabricaciones Militares, el sistema ferroviario nacional y la flota mercante y naval. Se entregó la industria petrolera y se destruyó en gran parte el tejido de Pymes nacionales que concentran la mayor proporción de empleo industrial; se privatizó la empresa estatal telefónica y tantas empresas públicas más, entregadas a valores indignantes, en un impresionante despojo: destrucción sin precedentes en un país que no haya sufrido una guerra en su territorio.

Se fue instalando desde entonces un modelo primario extractivista altamente depredador y contaminante. La producción de transgénicos (soja y similares) con uso intensivo de glifosato y otros, pretende ignorar que estos agrotóxicos son cancerígenos y producen malformaciones en los embriones humanos. Ante el silencio de gran parte de políticos y científicos, organismos internacionales advierten sobre estas producciones: la OMS ha establecido que el glifosato es cancerígeno; y la FAO ha premiado experiencias que demuestran que el maíz orgánico rinde solamente un 5% menos que el transgénico, pero con un costo 73% inferior y una ganancia 50% mayor. Sin contar el costo adicional de los desmontes, que están generando gravísimos problemas, con sequías o inundaciones. La megaminería a cielo abierto ha sido prohibida por el Parlamento Europeo en todo el territorio de Europa por evaluar que tiene “consecuencias catastróficas e irreversibles”. El método del fracking para la explotación de petróleo y gas no convencional, ha sido prohibido en varios países europeos y en más de 400 condados en Estados Unidos, por sus graves consecuencias para la salud humana y la contaminación del aire y el agua. Así, las corporaciones nos han condenado a ser “tierras de sacrificio”: territorios que, luego de algunos años de explotación, quedan transformados en verdaderos páramos contaminados, inútiles para cualquier tipo de producción y totalmente inhabitables.

En términos sociales, los datos son contundentes: en 1974, más del 90% de los trabajadores estaban en blanco y cubiertos por derechos sociales, con un 3% de desocupación y un 7% de pobreza. Hoy solo el 46% está en blanco -en los menores de 30 años es el 25%- y el resto está en negro, terciarizado, desocupado o con planes sociales. El desempleo es del 9% y si se suman los inactivos en condiciones de trabajar, ronda el 20%, que es la desocupación real; mientras la pobreza ha crecido al 32%. La degradación del sistema educativo público iniciada con la dictadura, seguida por el menemismo y culminando con el actual gobierno, no es casual: si se trata de marginar a una gran parte de la población, no se les debe dar el poder de la educación: si la información es poder, la educación es mayor aún, como capacidad de incorporar y procesar información y conocimientos.

Enfrentamos a nivel mundial y nacional una restauración absolutamente retrógrada, que carece de viabilidad histórica y pone en riesgo la supervivencia humana en el planeta. Restauración similar a lo que fuera la restauración monárquica luego de la derrota de la Revolución Francesa: por entonces se planteaba que la verdad de la historia eran las monarquías absolutas y las aristocracias de sangre; y los valores y demandas de los nuevos sujetos sociales de la Revolución Francesa, un equívoco de la historia. Décadas más tarde, esos regímenes entran en una crisis terminal por su carácter anacrónico y deshumanizante; y los supuestos equívocos evidencian que en realidad anunciaban nuevos tiempos históricos. La Revolución del Tercer Mundo tuvo una dimensión aún mayor que aquella y la actual restauración conservadora está afrontando una grave crisis: esos valores “setentistas” tal vez tampoco sean un equívoco en una nueva Edad de la historia.

Son algunos de los desafíos que hoy plantea el debate para la construcción de un proyecto de soberanía y justicia en el marco de la integración autónoma de Nuestra América.

 

Por Alcira Argumedo

Diputada Nacional mandato cumplido. Socióloga. Docente universitaria. Investigadora del Conicet

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