El hijo de Dios no tiene dónde reclinar su cabeza, se lee en el Evangelio. Fatou Bensouda pertenece a un colectivo que históricamente no ha tenido dónde reclinar su cabeza. El feminismo negro es un capítulo central del movimiento feminista. Tal vez el más decisivo de todos. Este feminismo le está cambiando la cara al Derecho.

Uno de los desafíos para las mujeres negras, acaso el colectivo global más discriminado y maltratado de todos, sea lograr reconocimiento, pero también poder tomar las riendas, en sus propias manos, de la administración de justicia (penal internacional), un poder que tanto castiga, con su doble moral, a los países africanos, dejando impunes los graves crímenes de agresión que cometen a diario las grandes potencias. Este doble estándar en el ejercicio de la jurisdicción, cuestionado por Danilo Zolo, priva de legitimidad al Derecho Penal Internacional. Su histórica falta de ecuanimidad, que se refleja también en los planos nacionales (en el Derecho Penal Nacional), no se resuelve solo con pasos simbólicos. Pero estos son parte de la necesaria reconstrucción de un Derecho Penal Internacional menos injusto, menos arbitrario, más ecuánime. Más firme y más útil. El doble estándar socava la actuación de la Corte, sobretodo a los ojos de Africa. Kai Ambos defiende a la Corte Penal de tal crítica, a la que tacha de injusta. El sistema penal internacional tiene, más allá de lo que afirma Ambos, muchos agujeros, muchos vacíos, que Fatou Bensouda, con enorme coraje, como demuestra cuando se pronuncia sobre la violencia en la Franja de Gaza, está ayudando a remediar y a poner sobre la mesa, ayudando a hacerle decir al Derecho lo que el Derecho (Penal Internacional) históricamente no ha querido decir.

Existen actualmente en el mundo decenas de guerras desconocidas, no solo en Siria o Irak, pero tan cruentas e inmorales como estas. Esta es la barbarie de los pueblos civilizados, como escribió Diderot. Países que pretendidamente exportan la «civilización», la cultura, la democracia y hablan de «progreso», de desarrollo, mientras son funcionales (por ejemplo, con el comercio de armamento) a la violencia más atroz, los conflictos bélicos, las guerras, como recuerda Claus Kreß. Los tribunales no pueden disimular esta contradicción ética. Deben ponerla sobre la mesa. África es el continente donde este flagelo es más evidente.

Asistimos actualmente a una crisis severa de la diplomacia y del derecho internacional. Esta crisis es producto directo del auge de las doctrinas de las guerras «preventivas», cuestionadas por Bidart Campos. Se vuelve poco a poco a la doctrina de seguridad nacional, al proteccionismo económico y a la salvaguarda del interés nacional, en desmedro del interés colectivo, dejando de lado principios rectores del consenso de posguerra, cuando nace la ONU, como es el principio de cooperación internacional, principio de la seguridad colectiva. La ONU hereda a la Sociedad de las Naciones, que fracasa precisamente por no haber logrado impedir la proliferación de armamentos, que era uno de sus objetivos centrales. Estos retrocesos impactan de lleno sobre la labor de un tribunal internacional como la CPI. Una pregunta que queda abierta es si puede una Corte contribuir o no a restablecer la importancia de la diplomacia internacional, hoy en crisis. Dependerá también de la intervención ejemplar de sus miembros.

Sin combatir políticamente y con firmeza la proliferación de armamentos, la labor de los tribunales será siempre una intervención tardía, vana y simbólica. Y la justicia no puede quedarse en los simbolismos. No puede ser un clamor en vano, como escribió Francisco de Goya. Combatir la producción y el comercio de armas -y no solo su tráfico ilegal- debería ser una prioridad para los Estados.

«Hay que convencerse, por el contrario, de que el colonialismo es incapaz de procurar a los pueblos colonizados las condiciones materiales susceptibles de hacerles olvidar su anhelo de dignidad. Una vez que el colonialismo ha comprendido a dónde lo llevaría su táctica de reformas sociales vemos cómo recupera sus viejos reflejos, fortalece sus fuerzas policíacas, envía tropas e instala un régimen de terror, más adecuado a sus intereses y a su psicología», afirma Franz Fanon, en Piel Negra, Máscaras Blancas. La justicia no puede ser una máscara de la civilización, un formalismo blanco que deja oculto detrás de sí un horror que no se detiene. Debe prevenirlo y juzgarlo. Solo así se legitiman las cortes penales. Haciendo justicia.

Bensouda ha roto un «techo de cristal», pero también inquiere e interpela otros umbrales. La CPI está recién en este 2018 comenzando a perseguir las agresiones internacionales tipificadas en el Estatuto de Roma, en la conferencia de Kampala (hasta 2010, el crimen de agresión era un tipo penal abierto). El crimen de agresión, tan importante, no era juzgado. Es un paso que recién se está dando ahora. Bensouda tiene en sus manos el poder de tomar una decisión histórica: hacer avanzar el ejercicio de la jurisdicción penal internacional sobre las agresiones que cometen también las potencias. Los países poderosos, hasta aquí siempre libres de toda acusación de peso, pese a la evidencia de sus crímenes atroces, que se cobran miles de vidas cada año, incluyendo miles de niños o chicos que pierden a sus padres, también por bombas y misiles aliados que han caído sobre sus familias «por error» (daño colateral, etc.; no alcanza con decir, luego de masacrar ciento cincuenta civiles inocentes, mujeres, niños, en una fiesta de casamiento en Afganistán, todos asesinados, que “lo lamentamos profundamente, profundamente”: ya no alcanza, no debería alcanzar con un simple pedido de “disculpas”, sin embargo eso fue lo que dijo la entonces Secretaria de Estado, Hillary Clinton: “lo lamentamos profundamente”, meses después de que el presidente Obama recibiera en Oslo el Premio Nobel de la Paz). Sería un enorme paso para la construcción de una sociedad más justa y pacífica. Una sociedad internacional más ecuánime puede mitigar la violencia social y civil. La Justicia Penal Internacional tiene esa misión. Tiene un instrumento valioso en sus manos. Un instrumento que no siempre se atreve a usar. Hay presiones en su contra. Presiones muy fuertes. Sobornos. Miedos. Amenazas. Los han existido siempre. Por eso la evolución de la justicia es tan lenta. Porque la presión que existe del otro lado (por ejemplo, lobby de armas, la industria armamentísica, las industrias extractivas cuya deforestación provoca desplazamientos y conflictos, las energías no renovables), aunque no se haga visible, es una presión muy grande y poderosa. Es un poder contra otro poder. Un poder real y otro formal, muchas veces aparente y del todo incapaz de contrarrestar al primero. Esa presión llega a los políticos, y llega también a los jueces. Por eso hacen falta jueces y fiscales valerosos, como Bensouda.

Que una mujer negra sea fiscal de una corte penal internacional, es invertir esta selectividad histórica, al menos en un primer paso, simbólicamente: es una mujer negra de África la que acusa. Ya no es un varón blanco formado en EE.UU. (como Moreno Ocampo), con cuentas offshore, en paraísos fiscales, el que «acusa» e investiga al poder militar o industrial. No. Se trata por fin de una abogada mujer, negra, madre, africana. Ella levanta el dedo. Acusa. Señala. Y lo que una persona así puede señalar, puede decir, puede acusar, es de enorme importancia para la evolución de nuestro Derecho, para la construcción de un Derecho Penal Internacional más ecuánime, más justo: más creíble. Más firme. Más real. Que evalúe también las muertes de Marielle Franco, de Berta Cáceres, o los falsos positivos en Colombia. Que no deje estas muertes en el olvido. Porque son muertes que interpelan al poder económico y político. No son muertes accidentales.

Bensouda viene a romper un modelo de justicia ciega, con los ojos vendados.  Una justicia (nacional o internacional) que solo tiene ojos para algunos crímenes, pero no para otros. Una justicia penal que no siempre levanta su voz. Bensouda no es rica. No es blanca. No estudió en Estados Unidos. Estudió en África. Quiere una justicia despierta y con los ojos abiertos. No cerrados. Ya no quiere vendas en los ojos de la mujer. La imparcialidad no implica tener los ojos cerrados. Muchos creen que es hora de descorrer la venda de la cara de la justicia. Para ser imparcial hay que tener los ojos bien abiertos. Y Bensouda los tiene así. Pertenece a un colectivo que no es acomodado ni blanco: es un colectivo segregado y castigado que todavía siente el peso de las cadenas herrumbradas, la opresión y el abuso. Lo lleva en la piel, como diría Fanon. No puede sacárselo. Por eso habla con firmeza. Porque su piel no es blanca. Ha hecho una carrera admirable, íntegra. No es poco. No aceptará presiones. No forma parte de ningún negocio. No tiene cuentas ocultas. No viene de ningún paraíso fiscal. Viene de Gambia, donde la crisis humanitaria, llamada «crisis de niños» por UNICEF, es particularmente grave. Gambia es un país que le envía desesperadamente sus hijos a Europa. Solos, a cruzar el Mediterráneo. Y Fatou es madre de chicos naturales y adoptados. Un ejemplo a seguir. Un ejemplo como persona. Poner el cuerpo frente a la crisis es la mejor forma de construir una justicia nueva. Que no haya disociación entre la conducta pública y la privada. Que los funcionarios tengan un historial de probidad moral que demuestre que la justicia es, también en su vida personal, un fin último. Una forma de vida. Y no solo una carrera profesional.

En una entrevista, Bensouda afirmó que muchos políticos «no son honrados, porque no luchan por sus ideas. Solo quieren perpetuarse en el poder». Una justicia que lucha por sus ideas, que no deja que estas se herrumbren en un escritorio, ese es el ideal. El de Bensouda y el de todos los que creemos que es hora de construir una justicia mejor. Más ecuánime. Más justa.

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