Julio Saquero entra a la cocina, corre un poco la mesa, aparta una silla y espera a que llegue Arturo Paoli, que acaba de salir de su habitación y camina tan rápido como le permiten sus cien años. Para llegar a la cocina Arturo atraviesa una sala apenas iluminada por la luz que se filtra entre los postigos de madera, que tapan el sol difuso de una tarde nublada y le dan un halo de misterio, o de santidad, al retrato pintado de Carlos de Foucauld que cuelga sobre la chimenea. Una luz parecida, como un aura, va a rodear la cabeza de Arturo cuando se siente en la silla que le preparó Julio, una silla que está justo debajo de la ventana que da a la ruta ondulada de San Martino in Vignale, en la Toscana italiana. Julio se reservó la cabecera de la mesa, no para presidir sino para obturar la puerta, colocándose él mismo como una traba humana para evitar intromisiones. Entre la mesa y la mesada se interponen algunos obstáculos que Julio no puede obturar: una cámara de cine, un camarógrafo, una productora y un realizador que pretenden hacer un documental sobre la experiencia de los Hermanitos del Evangelio de Carlos de Foucauld en el desierto de Suriyaco, en La Rioja, en los años 70. Por el momento Arturo habla poco, durante un siglo predicó en varios idiomas latinos en diferentes partes del mundo y ahora espera. Extraño esperar cuando parece que ya no hay tiempo. Pero Arturo no piensa así, para él ahora hay más que tiempo que nunca. A un paso de la eternidad.

Sin embargo, la espera, o algo que se le parece, la contemplación, es algo que Arturo aprendió hace muchos años en el desierto argelino, cuando hizo su noviciado para entrar a la fraternidad. Esa experiencia, que emula la vida del explorador francés Carlos de Foucauld junto a los árabes y los Tuareg del Sahara, fue la que repitieron Arturo, Julio y más de una veintena de hermanitos en el desierto de la provincia de La Rioja, y es lo que quieren contar los cineastas en su película. Julio espera menos. O, mejor dicho, no tiene la paciencia de Arturo. Él también estuvo en el Sahara, aunque menos tiempo, y fue protagonista de las vivencias de Suriyaco. Es uruguayo. Julio y Arturo esperan que los cineastas terminen de colocarles los micrófonos para poder empezar a hablar “en serio”. Mientras tanto cuentan anécdotas que, deben de pensar, no tienen importancia. Los cineastas, profesionales, empezaron a grabar sin avisarles y saborean el momento en que Arturo ríe como un chico y se lleva las manos a la cabeza con una alegría que no le habían visto hasta ahora. Es que Julio le hizo acordar el momento en que el obispo Enrique Angelelli, que poco después iba a ser asesinado por la dictadura cívico-militar, les consiguió una pieza para dormir en lo que ellos siguen llamando «la casa de las niñas», dos ancianas católicas apostólicas y romanas preocupadas por el que dirían si metían hombres en su casa. La carcajada de Arturo resuena fuerte -dentro de su mesura- cuando Julio le recuerda lo que les dijo el obispo: «estos no son hombres, señoras, son curas».

La productora les hace señas de que ya están grabando, y Arturo, que fue consultor de Paulo VI y él mismo pudo haber sido Papa, que pasó media vida entre los pobres de América Latina, que figuró en el primer lugar de la lista de los más buscados por la triple A de López Rega, que publicó más de cincuenta libros y construyó la visión política de la Teología de la Liberación… Arturo mira al equipo de filmación con una expresión de bondad (¿de compasión?) nada curiosa y ausente de toda vanidad. Unas horas antes, durante el desayuno, contó que nunca en su vida había tenido un aparato fotográfico y recordó que alguna vez escribió sobre la banalidad de la imagen. Dijo, si recuerdo bien, que a los turistas que sacan fotos frente a las pirámides o a la torre Eiffel no les interesa ver, porque ver es una fuerza que está adentro. Un cristiano iconoclasta. Arturo es un predicador, su vida está signada por la palabra, pero por una palabra que es acción, que es, como insiste en subrayar todo el tiempo, eminentemente política. Si leyera estas líneas, sin embargo, es probable que quisiera corregir «predicador» por «evangelizador», porque su discurso fundamental, el que repite y el que está en uno de sus libros más influyentes, La perspectiva política de San Lucas, es que el Evangelio es político, «intrínsecamente político». Y para Arturo, evidentemente, la palabra tiene un valor supremo, la fuerza de una metralla de esas que nunca empuñó pero que le adjudicaron más de una vez. Tanto valor tiene que en la sala principal de esta casa hay un enorme grabado en madera con una inscripción de Carlos de Foucauld más que elocuente: «Los misioneros evitarán las conversaciones largas y ociosas. Las conversaciones privadas son muy útiles (…) solo en una conversación sin testigos puede nacer el afecto, la fe que permite llegar a aquella liberación que conscientemente o no el huésped buscaba». Los cineastas la leyeron y decidieron hablar poco, necesitan ser testigos de las conversaciones entre Julio y Arturo y vulneran a conciencia la privacidad de sus protagonistas.

 

Suriyaco

El vínculo entre ellos empezó a consolidarse hace más de 40 años, cuando Julio fue el primero en levantar la mano para acompañar a Arturo a construir la fraternidad de Suriyaco. Conviene aclarar que cuando se habla de «construir» y de «fraternidad» no hay que imaginar un monasterio con iglesia y cripta medievales sino un pequeño rancho de adobe, un viejo molino semiderruido y una capilla improvisada con piedras amontonadas en delicado equilibrio. Así lo describen Julio y Arturo, sobre todo cuando recuerdan que el baño que una vez le ofrecieron a una dama caritativa de la burguesía porteña era una lata de cacao, pero de las grandes. Eso es pura anécdota, apenas un gesto de complicidad de Julio con los cineastas, a quienes respeta pero supone ávidos de pequeñas distensiones. La conversación seria comienza espontáneamente, sin el clásico llamado a la acción que lanzan los directores de cine.

Y no podría decir que la acción de la que son parte Julio y Arturo en este momento tenga menos valor que aquella que centró el debate de los Hermanitos entre los cactus y los pobres de La Rioja. O de Fortín Olmos, o de Villa Soldati, o de los barrios marginales de Caracas. Tampoco me animaría a decir que esta acción es menos política. No lo harían Julio y Arturo. Por el contrario, hablan con una pasión que imagino es la misma que sostenían en el debate de Suriyaco, cuando discutían si debían o no participar activamente de una acción política, y hasta revolucionaria. Hay diferencias, desde luego. Esta conversación se da en la cocina confortable de una casa que nadie quiere quemar, rodeada por viñedos y olivares prósperos en los que trabajan campesinos del primer mundo un poco menos explotados que los de América Latina. El otro debate, el de Suriyaco, se dio en un rancho de adobe que los «cruzados de la fe» liderados por Amado Menem, hermano de Carlos -otrora gobernador y luego presidente-, incendiaron con furia satánica y grandes bidones de nafta. Los viñedos y olivares que rodeaban ese rancho, en los que los Hermanitos trabajaban en las mismas condiciones infrahumanas que los campesinos riojanos, eran similares a estos de la Toscana, aunque vieron correr más sangre. Justo es decirlo, también hubo sangre en esta parte del primer mundo, y mucha. El mismo Arturo cita como hito fundacional de su vocación religiosa una matanza de socialistas que los camisas negras perpetraron en la plaza San Miguel, en el centro de Lucca, en 1920. Arturo había cumplido 8 años catorce días antes. Pasaron más de noventa años y la imagen de los hombres muertos frente al palacio Pretorio todavía lo conmueve. O al menos es lo que intuyo del movimiento de sus manos, siempre firmes y serenas, salvo cuando recuerda. «El sufrimiento y aún la muerte son parte de la vida, nos golpean cuando menos lo esperamos, pero desde aquí se inicia nuestra responsabilidad de elegir cómo habitar el mundo», me había dicho el día anterior en una entrevista a solas. También son diferentes estos Julio y Arturo de los de Suriyaco. De estos puede decirse que son sobrevivientes. Aquellos, en cambio, es probable que se imaginaran como mártires, renunciando incluso hasta al exilio. Porque Julio y Arturo, como la mayoría de los Hermanitos que vivieron en la Argentina entre 1959 y 1977, se negaban al privilegio del exilio del que no gozaban los obreros, campesinos o barrenderos con los que trabajaban en las mismas fábricas, en los mismos campos y barriendo las mismas calles. Si se exiliaron fue porque o no los dejaron volver de una reunión en Venezuela, como en el caso de Arturo, o porque los asesinatos de Marcos Cirio y Nelio Rougier, las prisiones que sufrió Enrique de Solan, las torturas a Fátima Cabrera y Patricio Rice o las desapariciones de Pablo Gazzarri, Carlos Bustos y Mauricio Silva les alcanzaron para comprender que eran más útiles vivos, como en el caso de Julio.

Sentados en una casa varias veces centenaria de San Martino in Vignale, estos sobrevivientes evocan a Marcos Cirio, uno de los más enfáticos en la visión política del Evangelio, asesinado a los 18 años mientras combatía para el Ejército Revolucionario del Pueblo, o al sacerdote uruguayo Mauricio Silva, dirigente del sindicato de los barrenderos municipales de la ciudad de Buenos Aires hasta que se lo llevaron en un Ford verde en Terrero y Magariño Cervantes, en el barrio de La Paternal, y apenas los evocan espesan el aire de la cocina con la consigna clara de «amorizar el mundo», un discurso que Arturo reelabora a partir del pensador judío Emanuel Levinás y que cobra sentido si y solo si se entiende por amorizar el reconocimiento del otro. «Después de estar en un campo de concentración Levinás comprendió, en una conferencia de apenas seis páginas que dio en París, que Cristo condenó el poder con la autodestrucción de sí, descendiendo a donde nadie llegó. El reino de Dios es terreno, así en la Tierra, así en la Tierra, así en la Tierra como en el cielo. No se puede condenar el poder con las palabras. ¿Se puede prescindir de la política? No se puede». Porque para Arturo la palabra tiene valor, pero tiene que hablar con el cuerpo. Y Arturo habla claro, lo dice en un italiano que incluso quien no lo sepa puede comprenderlo perfectamente, como seguramente lo comprendieron los perseguidos judíos a los que escondió y por los cuales el Estado de Israel le dio su mayor condecoración.

Varias veces, muchas, a lo largo de esta semana en la casa Beato de Foucauld voy a escuchar que el Evangelio es político. Y cada una de esas veces voy a ver que el anciano de cien años apenas encorvado sonríe sin reír, como si la expresión se dibujara afuera del rostro, y se inflama. Esa es la palabra que elige Arturo para describir el estado al que pasa cuando repite que la política es necesaria, que el reino de Dios está sobre la Tierra y no en el cielo, que Jesús puso el cuerpo y no solo la intención. «Me inflamo», dice, y el aire arde y religiosos o no los que escuchamos y vemos con atención sentimos que nos iluminamos un poco. Arturo es de esos seres que hacen que los demás se sientan un poco más buenos, como por contagio. Julio, que también es bueno, es un mediador, un vehículo que lleva a la historia de los Hermanitos con una precisión que Arturo ya no tiene, o elige no tener. Quizás por eso Julio haya pasado parte de su vida traduciendo la obra de Arturo, desde los días en que amanecían con la visión del Famatina nevado de La Rioja hasta su actual retiro en una chacra arbolada de El Hoyo de Epuyén, en la Patagonia argentina[1]. Y aunque ahora haya devenido en una suerte de conductor del documental, el motivo original del viaje de Julio a Italia es la presentación de la biografía que escribió Silvia Pettiti, la directora del centro de documentación Arturo Paoli, un amplio espacio blanco en el centro de Lucca en donde se archivan libros, fotos y manuscritos de este hombre al que muchos consideran un profeta y veneran como a un santo. Lo de profeta parece acertado. La consigna de esta conversación era la evocación de la experiencia de Suriyaco, pero Arturo tiene la mirada puesta en el presente y, de ese modo, en el futuro. Julio, como buen conductor, intenta llevarlo una y otra vez hacia el recuerdo. Pero Arturo prefiere indignarse por el avance de la derecha italiana o comentar un libro de casi mil páginas de un tal Suave, cuyo pensamiento, al parecer, es todo menos liviano.

 

La passeggiata

En un momento Julio comprende, mira a los cineastas y se levanta la sesión. El equipo está contento, parece haber conseguido lo que buscaba y se cree listo para un descanso, pero Arturo acaba de invitar a Julio a su habitual passeggiata por las colinas toscanas y nadie quiere perderse la escena. El director imagina la secuencia: dos conceptos fuertes del diálogo entre Julio y Arturo. Corte. Arturo camina por el medio de la ruta arrastrando un andador de dos ruedas, detrás lo sigue Julio, en absoluto silencio, con la prohibición expresa de dirigirle la palabra. En eso Arturo fue claro, la caminata de una hora que hace todos los días es un momento imperturbable de meditación, o rezo. Es un acto litúrgico, como la misa que da los domingos en la Iglesia de su casa (literalmente: la casa Beato de Foucauld es parte de la pequeña Iglesia de San Martino in Vignale, a la que se puede acceder desde adentro por una escalera que sigue la topografía de la colina y baja angosta y empinada), o la de los martes, que da en una capillita anexa, o la de los jueves, que da en una gran iglesia de Lucca, o las oraciones que comparte todas las mañanas con vecinos y convidados frente a la larga mesa de madera que ocupa la sala principal de esta casa. Tan religioso como el tiempo que le dedica diariamente a la lectura y a la escritura, una gimnasia intelectual que le permite, ya con un siglo, seguir publicando libros que políticos y clérigos leen con atención y con pulsión de censura.

El cielo de San Martino in Vignale sigue nublado. Arturo baja despacio los tres escalones del frente de su casa, toma el andador que le alcanza Saverio, un huésped que conoce hace solo dos días y que ya es amigo entrañable, y se lanza a la ruta. Detrás lo sigue Julio con un paraguas en la mano, mientras hace señas a los autos para que no atropellen al profeta.

Arturo hace este mismo recorrido todas las tardes desde hace diez años, siempre por el medio de la ruta, una autovía de doble mano con curvas cerradas, subidas, bajadas y barrancos que hace más corto el camino hacia la legendaria Lucca, la única ciudad medieval de Europa que conserva el muro perimetral completo. O al menos eso creí entender. «La mura, la mura«, exclaman todos apenas bajás del tren, como para que no te pierdas el mayor atractivo de la ciudad, además de Arturo, claro, a quien los autos esquivan milagrosamente. Algo de santo debe de tener.

 

Nota: Arturo Paoli falleció el 13 de julio de 2015, cuando tenía 102 años.

 

 

Título de caja
La fraternidad del desierto narra el debate que el grupo religioso Hermanitos del Evangelio de Charles de Foucauld sostenía en el desierto de La Rioja hace 40 años: participar o no de la acción política y revolucionaria. Amigos del obispo Enrique Angelelli, los integrantes de la fraternidad eran curas obreros y religiosos laicos que vivieron y militaron en el país entre 1959 y 1977, cuando el sacerdote barrendero Mauricio Silva fue secuestrado y desaparecido. Rodada en la Argentina, Francia, Italia y Venezuela, La fraternidad del desierto es una producción de Ahorita Nomás (http://www.ahoritanomas.com.ar), con el apoyo de Untrefmedia (http://untrefmedia.com), MComunicaciones de Venezuela y el INCAA. Tras una serie de presentaciones en Italia, Francia y Alemania, y luego del preestreno en La Rioja y Bariloche, La fraternidad del desierto se estrenó oficialmente en Buenos Aires el 23 de noviembre de 2017. Actualmente continúa su gira por el resto del país y puede verse por tiempo limitado en la plataforma Cine.ar.

 

[1] Ningún retiro. Julio es miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y, junto con su compañera, Mabel Sánchez, fue quien presentó la primera denuncia por la desaparición de Santiago Maldonado.

 

Por Iair Kon
Escritor y documentalista / Director de “La fraternidad del desierto” (2017) y de la serie “Iglesia Latinoamericana: la opción por los pobres” (2014).

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