“Poné Crónica” es el prólogo del libro Peronismo, Pampa y Peligro. Mi vida en la política argentina, 2018, Ed. Paídos SAICF, SOLÁ, Felipe Carlos (1ra. Ed.).

Una tarde de 2015 llegó a mi oficina un escritor que buscaba mi testimonio para su investigación. Hablamos de todo y nos entendimos. Tiempo después me invitó a dar una charla en el posgrado IDAES de la Universidad de San Martín. Llegué y vi a los alumnos: veinteañeros, politizados, expectantes. ¿Qué podía hacer yo por ellos? Desmitificar. Contar desde adentro. Recordar anécdotas que pintaran lo que pasa cuando uno gobierna. De tan realista, anduve al borde de la comedia. La atención y la respuesta de los jóvenes me hicieron sentir útil. Y veterano.
Martín Sivak volvió a llamar unos días después. Quería que escribiera y contara todo lo que sus estudiantes habían escuchado, y más. Que hiciera un libro. Me visitó con Martín Rodríguez, escritor y pensador con una inclinación hacia lo político. Había leído a los dos, muy sólidos: Pele-Coutinho, Silva-Acosta, Neymar-Messi. Una dupla para tirar paredes. Saqué un viejo documento, llamado “Poné Crónica”, y se los mostré. Sivak carraspeó y largó un “no está mal, hay que trabajar”. Me entusiasmó la idea. ¡Un libro! Era un proyecto para alguien que andaba con ganas de tener un proyecto, y yo tenía. Nos encontramos varias veces a conversar y grabar, y de a poco lograron que escribiera como si grabara. Corrigieron, aprobaron. Discutimos. Escribí más. Mis textos iban y volvían, cada vez con menos retoques, hasta que me dieron un lugar en el equipo. De arquero.
Escribir sobre lo vivido no es sencillo. Hay que estar prevenido ante las trampas de la memoria, que juega un partido paralelo a la voz que narra. Acaso mis recuerdos enaltezcan episodios inadvertidos o me protejan al revisar las malas decisiones, o las indecisiones, las decisiones que no tomé y pudieron mejorar las cosas. Al contar, a veces uno juega en el equipo propio; otras, toma la función siempre discutible de árbitro, y –cuando no estuvo en el caracú- sube a la tribuna y comenta. He cumplido las tres funciones, llevado por la escritura y por lo que valía la pena recordar.
Para contar hay que tomar distancia. En ese alejamiento me propuse exponer las tribulaciones del hombre público, muchas veces despojado del poder que se presume que tiene, pero también imbuido de la necesidad de completar la faena, admitir que la prioridad es una misión que se ha aceptado con sus ventajas y sus riesgos. Esa misión, la más sentida y realizada con pasión, ha sido en mi caso ser el Estado. Estar en el lugar de la responsabilidad inexcusable; vivir complicado, atorado por las presiones internas y externas, por los consejos buenos y los malos. No suele ser muy grato, pero calavera no chilla.
En todos los casos, lector, no creas que leés historia. No, al menos, lo que los investigadores establecen como historia luego de bucear en mil fuentes. No busqué ser riguroso sino honesto conmigo, con mi propio rigor.
Cuento aquí lo que yo vi, cómo lo vi y cómo lo sentí; qué amé y qué detesté. He tratado de transmitir el ambiente de la actuación pública, el momento de los hombres en su encrucijada. Por el contrario, al describir la relación con la política en mi juventud he intentado ahondar en las disquisiciones y los vericuetos ideológicos, porque así fueron aquellos tiempos. También registro lo que no vi y tal vez era ostensible, lo que no debí amar o detestar. Queda todo para quien me lea; yo ya escribí.
A lo largo de mi vida he sentido un mandato. Permanente. Un acoso de fondo –excesivo en la opinión de quienes me rodearon, exiguo para mí- frente a las Argentinas que debí transitar. Digámoslo: dramáticas, sin tregua. No siempre he estado a la altura. No volvería a hacer lo mismo si tuviera la oportunidad de corregirme. Pero he sentido lo que advierte Leopoldo Marechal en una estrofa que me sigue poniendo la carne de gallina: “La Patria es un amor en el umbral, un pimpollo terrible y un miedo que nos busca: no dormirán los ojos que la miren, no dormirán ya el sueño pesado de los bueyes”.
Argentina está mal. Resulta demasiado cómodo sostener que siempre lo ha estado, como si cargara una condena idiosincrásica. Algunos economistas, más profundos en sus análisis que los gurúes de mercado, le adjudican hoy un valor a la forma de ser argentina: una negatividad en el aire conspiraría para que lo construido se venga abajo, como ha ocurrido en los peores momentos de estos treinta y cuatro años de democracia. No estoy de acuerdo. Hemos tenido épocas mejores –mucho mejores- que han durado años. Quisiera que estas páginas ayudaran a entender por qué los mismos gobiernos que obtuvieron lapsos de bonanza cayeron en crisis. Creo que las mismas razones de sus éxitos fueron las de sus fracasaos: la constancia se transformó en testarudez, el triunfo en soberbia, la realidad en epopeya. Desde el fondo aparece un miedo que lleva a querer aumentar el poder propio a costa de lo que sea, dando batallas innecesarias, sobreactuando, asustando, irritando y, sobre todo, negando. Es el instante mágico en el que el gobernante desafía a los dioses.
A veces lo político se enreda, entra en crisis de representatividad. Y allí van, contra su razón de ser, los que dicen que representan a la gente pero trabajan para los poderes del capitalismo globalizado. Los líderes no son títeres, no están dispuestos a mentir, a confundir. Y solo la representación política salvará a esta nación. Solo de la política se puede esperar la insistencia en el acuerdo, la lucha por sentidos verdaderos, los avances populares, una economía inclusiva.
Me enorgullece contar la labor y los valores de algunos a quienes he conocido, y más aún de los que trabajaron conmigo, dirigiéndome o bajo mi dirección. Elogiarlos es un placer que me exalta, porque lo merecen, y estas memorias me permiten agradecerles. No hablo de quienes no me convencieron. No me movieron a llamarlos desde aquí pero, en la mayoría de los casos, cumplieron con su deber. Detesto esa costumbre de acusar para ocultar la propia incapacidad o para eludir la responsabilidad política, si ha sido mía. “Las quejas suben. Hay una cadena de mando, soldado. Van hacia los de mayor responsabilidad. No me quejo para abajo. Ni delante de usted”, dice el Capitán Miller al soldado Reiben, caminando por la campiña francesa en busca del único hermano Ryan vivo.
No concibo la vida sin la política, esta relación entre las personas para resolver lo público. Y la practico, contra los consejos, incluyendo el afecto. Me ha costado muchos dolores, pero seguiré haciéndolo: es mi naturaleza. Reconozco que la política me quitó otra vida que pude haber tenido. Me hizo un egoísta implícito, que siempre la antepuso a las expectativas de los seres queridos. Las víctimas de ese mandato no son los protagonistas de estas páginas. Demasiadas veces olvidé buscar la alegría y la felicidad en mi intimidad, y quienes fueron parte de ella, queriéndolo o no, sufrieron. Y me ayudaron igual. A ellos, a mi compañera de vida, a mis hijos que no me tuvieron del todo, a mi madre y mis hermanos, a mis amigos abandonados, a los pequeños pero inolvidables momentos perdidos, está dedicado este libro.

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