Cuando Jauretche dijo “nada grande se puede hacer con la tristeza” parece que hubiera estado pensando en Ricardo Capelli. Con su bagaje de recuerdos y experiencias fortísimas, Ricardo tiene la alegría del militante popular que nunca se dejó ni se dejará vencer. “Si yo me salvé de la Triple A y de la dictadura, si me muero de una gripe, ¡qué papelón!”, se ríe.

Ricardo Capelli fue “el amigo varón” del padre Carlos Mugica. En la charla que mantuvimos con él en casa del artista Rubén Borré, nos habló del pasado y del presente, sin mezquinar ni las bromas ni la emoción.

¿Cómo conociste a Mugica?

En un cumpleaños de la hermana al que fui de colado con un amigo. Para entonces los Mugica vivían en la calle Arroyo, al lado de Mau-Mau. Nuestros lapsos no fueron permanentes. Cada uno estaba en sus cosas. En ese momento había muchas incongruencias: los dos éramos antiperonistas, incluso fuimos a la Plaza de Mayo el día que lo derrocaron a Perón con el pañuelito, gritando “libertad, libertad”. Eso nos duró muy poco. Seguimos trabajando en los conventillos, y no mucho después cambiamos la forma de pensar.

¿Carlos ya estaba en el seminario?

Ya estaba entrando. “Me llamó Dios”, dijo. “Decile que no estás”, le dije yo. Recuerdo que una vez el padre de él llegó de laburar a las ocho menos diez, como todos los días, porque ahí a las ocho en punto todos estaban sentados a la mesa. Carlos lo estaba esperando en la puerta y le dijo “Papá tengo que hablar con vos ahora, es urgente. He decidido que voy a ser sacerdote”. Y el padre le contestó “No estamos para jodas”. Los Mugica eran una familia patricia, muy acomodada; el padre era presidente del Partido Conservador, fue miembro de la Junta Consultiva tras el derrocamiento de Perón, y después canciller de Frondizi. Toda familia patricia sueña con tener un hijo cura y un hijo militar, en lo posible de la Marina. Ellos tuvieron la suerte de tener un hijo cura, lo malo es que les salió fallado (risas).

¿Se veían mientras Carlos estaba en el seminario?

Si, íbamos a jugar al fútbol. A veces venían los jugadores de Racing: Maschio, Pizzutti, y ahí nos juntábamos. Lo que pasa es que era una bestia, Carlos: por eso, justamente, le decían “la Bestia”. Era una bestia para todo: para rezar, para comer, para caminar, para jugar al fútbol. No sabía perder a nada. De pronto empezaba un partido a las tres de la tarde y a las seis, si iba empatando o ganando, decía “Bueno, se acabó”. Pero si empezaban a las cuatro de la tarde y eran las ocho e iba perdiendo decía “che, todavía no es la hora pero es de noche, mañana la seguimos”. Esa era la personalidad que mostró un poco en su acercamiento espiritual al Cristianismo. Siempre decía que Cristo fue el primer revolucionario de la historia de la Humanidad. Es real, ¿no? Yo no soy un tipo de fe, pero Cristo es un tipo que me marca. Enfrentó a los poderosos y por eso lo traicionaron, lo torturaron, lo crucificaron y desaparecieron. Así de simple.

¿Cómo llegaron Mugica y vos al peronismo?

Nosotros íbamos a los conventillos a trabajar con la gente, en la zona de la iglesia Santa Rosa de Lima, por Belgrano y Pasco. Y veíamos que la gente estaba muy jodida con la caída de Perón. Entonces nos planteamos: o están equivocados ellos o estamos equivocados nosotros. Estábamos equivocados nosotros, sin duda.

¿Cómo fue la carrera eclesiástica de él, hasta llegar a la villa?

Estuvo en el seminario de Devoto y después lo hicieron cura en la Catedral. Él y Alejandro Mayol no quisieron saber nada con la tonsura, y lograron zafar. Después Carlos fue a la Iglesia del Socorro y fue secretario de monseñor Caggiano. Estaba con la alfombra roja, porque el viejo, con las conexiones que tenía, lo llevó a todas las cosas que quería la familia. Carlos era muy pintón. Vos ibas al Socorro y en el lugar donde él confesaba había una cola de minas buenísimas. Una vez fuimos con Alejandro, uno de los hermanos, y le dijimos “Carlos, te queremos alquilar esto, ¿cuánto vale?”. Pero no, no hubo trato… A la villa fue primero destinado a una iglesia que era del colegio Mallinckrodt, una institución bastante oligarca que ahí se iba a dar su baño de pobre. Después se fue a Europa a estudiar semiología y estuvo un mes. Enganchó justo el Mayo Francés y después estuvo con Perón en Puerta de Hierro. Cuando volvió al país le había copado la capilla un tal Triviño, un cura que era un facho de aquellos, y ahí es cuando el hermano de Carlos, Alejandro, que era el rico de los Mugica, empezó a colaborar y en el barrio Comunicaciones de la Villa 31 se hizo la capilla Cristo Obrero, adonde fue Carlos de párroco. Ahí empezó su acción más directa con los pobres. Salíamos de la villa, cruzábamos por el ferrocarril por una senda que había hasta Libertador, y ahí él subía hasta Gelly y Obes, donde vivía en un departamentito en la terraza del edificio que había construido el hermano.

El carisma de Mugica

“Carlos era un tipo muy carismático. Yo le decía ‘Vos, cuando abrís una heladera, ves la luz y te pones a hablar’” bromea Ricardo. “No sé si era el más inteligente de los curas del Tercer Mundo, pero sí el mas carismático”.

¿La gente lo reconocía?

No se podía ir a ningún lado con él, porque era como un actor famoso: venían todos, lo tocaban, lo abrazaban, ¡le pedían autógrafos! Íbamos a comer pizza a un lugar cualquiera y cuando pedía la cuenta le decían “No Padre, cómo le voy a cobrar”. Nosotros nos reuníamos en la esquina de Pueyrredón y Las Heras, en El Blasón, con Dalmiro Sáenz que era “el boy Sáenz” y venía todo empilchado de cuero con la moto. Morfábamos un pan con mortadela porque no había para más. Dalmiro se las rebuscó un poco cuando escribió dos o tres libros pero hasta ahí… Lo que pasa es que Dalmiro era Sáenz Valiente. Carlos también tenía lo suyo, era Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe Elizalde, apellido bien paquete y bien vasco. Así era él, cabeza dura.

¿Vos para entonces trabajabas en la Bolsa?

Sí, me iba a mi oficina, me sacaba el traje, me ponía los jeans y las zapatillas y me iba a la villa con Carlos. Al otro día volvía a mi oficina, me ponía la pilcha que me había sacado y me iba a laburar. Hacía eso todos los días. Te voy a contar dos historias muy íntimas. Una vez fuimos a un instituto de cultura religiosa en la calle Rodríguez Peña porque teníamos un quilombo en la villa que no podíamos solucionar. Ahí estaba monseñor Aramburu. Era un mediodía. Carlos le dijo al secretario “Venimos a ver a monseñor porque tenemos un problema en la villa, a ver si nos puede dar una mano”. El secretario entró y salió a los dos minutos y nos dijo “Dice monseñor Aramburu que ahora está ocupado almorzando con los ejecutivos católicos”. La otra historia fue en los primeros días de mayo del 74, cuando Carlos ya estaba hiperamenazado. Fuimos a ver al Nuncio a la calle Suipacha. Carlos le explicó los que pasaba, y después de caminar un rato con él por el jardín, cuando llegamos a la puerta el Nuncio le dice “Hijo, quedate tranquilo que vamos a ayudarte; vamos a rezar por vos”. Era Pío Laghi, que jugaba al tenis con Massera. No sé si ya ejercía, supuestamente se hizo cargo de la Nunciatura en junio de ese año, pero el que nos atendió fue él.

¿Ustedes sabían de dónde venían las amenazas?

Venían sin ninguna duda de la derecha de Bienestar Social. Nosotros habíamos estado trabajando en el Ministerio. Carlos era asesor y yo iba con él y con otra compañera del barrio a atender a la gente. Ahí conocí a Almirón, entre otros.

¿Qué estaban haciendo ustedes en la Iglesia de San Francisco Solano, donde lo mataron a Mugica?

Carlos daba misa ahí todos los sábados a la tarde. El párroco era Vernazza, el consejero de él. Fui a buscarlo con María del Carmen Artero porque nos íbamos a un asado. Yo siempre abría la puerta para ver por dónde andaba la misa porque por ahí era medio tarde y si el asado se pasa no sirve, así que yo le hacía señas. Pero ese día veníamos bien. Vi que atrás había dos tipos sentados. Uno me miró y se volvió. Ese era Almirón. Para entonces, nosotros nos sentíamos medio superhéroes. Hay muchas mujeres que dicen que él les decía que estaba preocupado y demás, pero yo era el amigo varón, entonces se hacía el machito conmigo. “¿Cómo me van a matar a mí?” me decía. “Soy cura, me conoce todo el mundo”.

¿Cómo fue el atentado?

A él lo mata Almirón que llevaba una ametralladora debajo de la manga de un impermeable, porque garuaba. En la iglesia primero hablamos unas cositas y yo fui saliendo. Y cuando él sale lo llama alguien. “¡Padre!” le dicen. Ese “Padre” era la voz de Almirón. Yo iba caminando a buscar el Fiat 600 que tenía para irnos para el barrio de Comunicaciones, cuando sentí una puteada de Carlos y una balacera terrible, un caos, gente que corría. Te imaginás que todo se dispersó. A mí me tiran de otro lado y caigo a tres casas, mirando hacia Carlos, y lo veo a Almirón que lo está cosiendo a balazos a un metro de distancia. Ahí nos levantaron en un Citroën 2 CV. Íbamos cinco: el que manejaba y yo adelante, sacando un pañuelo blanco por la ventanilla. Atrás iban Carlos, Vernazza y María del Carmen, que actualmente está desaparecida.

¿Cuánto había desde la iglesia hasta el hospital?

Treinta cuadras, pero no pasábamos de 20 por hora. Néstor Giménez fue el que nos subió al Citroën y nos llevó. Un tipo que se jugó, ¡y yo lo iba puteando porque el Citroën iba despacio! El otro día hablé con él.

¿A vos cuántos balas te metieron?

Cuatro en el pulmón izquierdo. Por eso en esta mano no tengo tacto. Yo la pasé muy mal. Una bala de 9 mm me pasó entre el corazón y la aorta. Yo jodo con eso, digo que cuando vi que venía la esquivé. Estas cosas si no las tomás así te convertís en un amargado, andás por las calles llorando.

La vida por el otro

“Te voy a contar una historia nueva” anuncia Ricardo. “Este último 11 de mayo se cumplían 40 años del asesinato de Mugica y por primera vez yo no pude ir a la misa que hacen ahí donde lo mataron, porque me había comprometido con Mariotto, con quien estaba trabajando. Al día siguiente me llama una compañera y me dice ‘anoche hubo un señor que te estuvo buscando, dice que es un cirujano, que es el que los operó a vos y a a Carlos en el Salaberry. Me dejó un número’, y me lo pasó. Yo me pegué un susto bárbaro”.

¿Llegaron a operarte en el Salaberry?

En realidad no, porque un amigo mío médico, D’Alessandro, fue al hospital y preguntó cómo estaba yo. Le dijeron “lo que tiene no es nada, eso cierra solo”. Cuando le dijeron esto, hicieron un operativo entre cuatro o cinco compañeros y me robaron del Salaberry. Llamaron a un gran médico, Fernández Valloni, discípulo de Finochietto, y me llevaron al Rawson. Ahí me hicieron 14 operaciones en dos días: 6 con anestesia y 8 sin anestesia. En el Salaberry me iban a dejar morir, por eso me sacaron.

¿Qué era lo que quería decirte este médico, 40 años después?

Me dijo que cuando llegó al inmenso quirófano, con la camilla llevando a Carlos, había más de 100 personas, la mayor parte armadas. Así que lo tuvieron rodeado hasta que Carlos murió mientras lo estaban operando. Recién entonces uno se acercó, y como había fallecido se fueron todos sin decir nada. Así que si se salvaba creo que lo mataban. Eso es lo que me contó Marcelo Larcade, el médico que quería hablar conmigo. También me dijo que en la sala estábamos los dos en camillas, uno al lado del otro. En un momento recuerdo que Carlos me dijo “¡Fuerza, Ricardo, fuerza que salimos!”. Pero después hubo algo que no escuché y que me contó el doctor Larcade. Dice que llegó el momento de operar, que el quirófano estaba listo y él le dijo “Bueno Padre, vamos al quirófano que lo vamos a operar”. “No, primero hay que salvarlo a Ricardo”, le dijo Carlos. Eso es la vida por el otro. Eso es el amor que ponía Carlos en todas las cosas que hacía. Esto lo sé desde hace menos de un año.

¿Y qué pasó con vos en el Rawson?

Estuve cinco días. Un día vino a verme Jorge Conti y me dijo “¡Ricardito, qué barbaridad lo que le pasó a Carlitos!” Ahí me entero yo de que lo habían matado. “Vengo de parte de don Pepe -es decir López Rega-, decirme lo que necesites…”. Unas horas después me estaban sacando de ahí con todos los tubos. Me llevaron a la casa de mi vieja porque lo que menos iban a pensar era que estaba ahí. No me descubrieron. Empecé a estar mejor y a manejar mi Fiat 600. Me iba a hacer las curas a ALPI en la calle Echeverría, donde conocí a la gente de Lisiados Peronistas y me puse a laburar con ellos. Un día estoy volviendo y veo un quilombo en mi casa: estaba la brigada antiexplosivos porque me habían puesto una corona con una bomba en la ventana donde yo dormía. Era el año 75 más o menos. Después, a los 4 años de los balazos, en el 78, me chupan. Y me persiguieron hasta el 83. Más que perseguirme me controlaban. Me llamaban dos o tres veces por semana a las dos de la mañana, me decían “Ricardo Capelli, vas a morir” y cortaban. Así que cambiaba de casa, iba y venía, y cambiaba de rutina todos los días.

¿Nunca pensaste en irte?

No, porque no sé por qué yo me tenía que ir. Porque uno hinchara las bolas con el hombre nuevo y con que había posibilidades de un mundo mejor, eso no era motivo como para que yo me fuera. Era motivo para que me quedara. Así de simple. Yo estaba dispuesto no a dar mi vida, nadie lo hace. Como lo que dicen de Carlos, que dio la vida por los pobres. ¡Mentira! Nadie se suicida, al contrario, él quería vivir para lograr sus sueños. Ofreció su vida, pero no para que lo mataran, sino para vivirla y luchar por lo que quería, por lo que suponía que debía luchar como cristiano, como el tipo de fe que era. Cuando dicen que dio la vida lo martirizan, y por ahí enfocan para que sea “San Carlos Mugica, mártir”. Mártir un carajo. Él no dio la vida, se la sacaron porque estaba jodiendo.

¿Vas a la villa?

Voy mucho, sí, soy como una figurita. La gente te mira como el amigo de Mugica, y eso es valioso porque vos les decís dos o tres cosas y les das fuerzas. Por ahí si se las dice otro no le dan bola. Digamos que soy un histórico, y eso ayuda. Además que si no lo hago, el otro desde arriba me caga a pedos. Aparte que mi vida está muy fija en todo esto del hombre nuevo, en que hay posibilidades de un mundo mejor. Insisto en que hay que recordarlo con alegría a Carlos. Como decía Paco Urondo, “las luchas con alegría son las luchas que triunfan”. A Carlos yo jamás lo podría recordar con tristeza. Carlos era un tipo alegre. Los dos juntos éramos terribles.

Mugica x Capelli
“Él daba misa en la villa a las siete de la tarde, y los días de lluvia estaba todo lleno de barro. Como mucho en la capilla había dos personas porque no se podía andar. Yo estaba parado en la puerta y Carlos venía y me decía ‘¡Dale, entrá, hace número!’”

“Los padres y los hermanos y hermanas eran todos hipergorilas. Pero lo respetaban mucho a Carlos. Me contaron que, cuando iban llevando el cajón al hombro desde la villa hasta Recoleta, por la avenida del Libertador la gente se asomaba de los balcones y le tiraba flores”.

Artículos Relacionados

Hacer Comentario