Para empezar, conviene decir que el lunfardo es un argot (como el argot francés, el slang, la gíria brasileña, el parlache de Medellín o el joual de Montreal) del que pueden detectarse más o menos sus orígenes hacia 1870 y que perdura hasta hoy en la Argentina con una vitalidad indiscutible. Sin embargo este repertorio de locuciones y palabras no es estático indudablemente, ya que el habla cambia permanentemente.
¿Qué pretendo decir con esto? El lunfardo en sí no varía: era lunfardo en 1900, seguía siéndolo en 1970 y sigue siendo ahora en 2020 –y, cuando digo “siendo”, quiero decir existiendo–. Lo que sí varían son los lexemas que lo conforman. Hay decenas de palabras de este vocabulario que cayeron en desuso y quedaron –por ahora– en el olvido. Por dar unos pocos ejemplos, fúlmine ‘persona de mal agüero’, embrocar ‘observar’, estufar ‘aburrir’, escorchar ‘molestar’, shacar ‘robar’ (todos derivados de voces itálicas) o canguelo ‘temor’, abanico ‘agente de policía’, garabo ‘hombre’, runfla ‘gente de mal vivir’ o turca ‘borrachera’ (todos españolismos). Nada quita que alguna palabra en desuso regrese, y lo haga con todo vigor, como ha ocurrido con chabón y con bondi que, usadas en 1920, cayeron en desuso y en la década de 1980 renacieron de sus cenizas y se utilizan muchísimo más que hace un siglo.
Lo mismo pasa con las expresiones. Ya casi nadie usa tirar la chancleta, ir a la quinta del ñato, dar el dulce, arruinar el estofado, tomarse el piróscafo, quedarse en el molde o frenar la chata. Si no han desaparecido completamente, están en franco retroceso. Ahora, en cambio, escuchamos frases como: “Fulanita me cortó el rostro”, “Menganito me tiró los galgos”, “ese sí que es flor de garca”, “en el super me arrancaron la cabeza” o “los políticos mandan fruta a cada rato”.
Pero muchos vocablos y locuciones del antiguo lunfardo sobrevivieron y los seguimos usando 130 o 140 años después. Eso sucede con tano, laburar, afanar, gil, marote, chumbo, quilombo, romper los quinotos, tirar manteca al techo, mandar en cana, poner la tapa, etc.
Nuestro lunfardo –que nunca fue de naturaleza delictiva, como todavía sostiene mucha gente de modo erróneo– hace varias décadas que ha superado los límites físicos de la región rioplatense para convertirse en un argot nacional, algo que ya señaló Mario Teruggi en su Panorama del lunfardo en 1974. El modo de comprobarlo, sin ser científicamente validable, fue muy eficaz. Según cuenta en su libro, una noche de 1966 se había tomado el trabajo de anotar por media hora los lunfardismos usados en un programa cómico. Registró, por ejemplo, las palabras piña, colifato, garpar, yeta, bocho, mango y rascada y las expresiones estar cero al as, agarrar viaje y yugarla. La conclusión de este brillante lunfardólogo es que los telespectadores ni siquiera se daban cuenta de tal bombardeo de voces lunfardas, tan incorporadas estaban estas al lenguaje cotidiano. Según colige Teruggi, los argentinos de la década de 1970 recién estaban descubriendo que usaban lunfardismos sin pensarlo o que, si no los usaban, al menos sí los comprendían. Quiere decir que la competencia pasiva resulta prueba suficiente para validar la vigencia de nuestro argot.
En las primeras décadas de su existencia, cuando era patrimonio casi exclusivo de los sectores postergados de la sociedad, servirse del lunfardo implicaba un tácito cuestionamiento al sistema, a las conductas sociales instituidas, que servía para mostrar resentimiento, enojo, ironía o burla. Hoy los lunfardismos ya no manifiestan unívocamente este uso. El usuario sabe que se dice “no te pases” pero elige decir no te sarpes, o sabe que se dice “paliza” pero prefiere marimba, o “policía” pero dice gorra. Quien selecciona uno o más lunfardismos para incluirlos en su discurso no ignora el vocablo de la lengua general. Al contrario, es consciente de la tensión jerárquica entre el español estándar y el lunfardo, así como también de que la elección de ese lunfardismo le permitirá expresar matices que jamás conseguiría transmitir si usara el vocablo de uso general o neutro. La fuerte carga connotativa de un argotismo (trucho por falso, tujes por suerte, capo por genio, forro por estúpido) no es algo que pueda encontrarse en los argentinismos “guitarreada” o “colectivo”, que aun cuando no se usan en España pertenecen de alguna manera al estándar.
El uso del lunfardo (o de cualquier argot) revela una toma de posición ante la lengua estándar, que tanto puede ser para dar cuenta de una disconformidad con el sistema o los valores vigentes como para mostrar confianza e intimidad, para quitarle solemnidad al enunciado o para tensar el diálogo. Y además reivindica la pertenencia a un grupo social, a un lugar o a cierta franja etaria.
Hace décadas que el lunfardo dejó de ser privativo de la esfera popular y en la actualidad lo emplean hablantes de todas las clases sociales, edades y sexos.
En cuanto al lunfardo de hoy –el que los jóvenes argentinos están inventando ahora mismo en las aulas, en las esquinas, en las redes sociales– todavía no puede describirse.
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