La frase que encabeza esta breve nota es de Ernesto Sabato: en ella está la esencia de una historia que transitó de la ciencia a la literatura y estuvo signada, en todo momento, por la búsqueda de justicia y el respeto a los derechos humanos.

Sabato nació el 24 de junio de 1911, hijo de Francesco Sabato y Giovanna Maria Ferrari, inmigrantes, quienes se radicaron en Rojas al llegar a la Argentina; dueño de una panadería y un molino harinero, Francesco Sabato logró una pequeña fortuna con la que pudo darles una educación a sus once hijos; Ernesto fue el décimo de ellos, y recibió de su madre el mismo nombre que su hermano inmediatamente mayor, fallecido a los dos años. La niñez de Sabato estuvo signada por la violencia y el miedo que le inspiraba el padre, y por la protección de su madre: Sabato caracterizaba a su infancia como una etapa oscura, de introversión y pesadillas; había sido un chico reacio al juego, había sufrido sonambulismo.

A los 13 años, se instaló solo en la ciudad de La Plata para estudiar en el Colegio Nacional Rafael Hernández de la UNLP. El primer año en el colegio fue emocionalmente difícil: en aquellos días grises, de inadecuación y soledad, sintió que la demostración de un teorema lo rescataba de sus tribulaciones. “Uno busca lo que no tiene: yo no tenía orden, y busqué el orden porque no lo tenía -dijo años después, en una entrevista-. Y el orden por excelencia es el orden de las matemáticas”.

Al terminar el secundario ingresó en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la Universidad Nacional de La Plata y en 1930 se afilió a la Federación Juvenil Comunista. Luego del golpe de Uriburu en septiembre de ese año fue perseguido por sus ideas de izquierda: dejó la universidad y pasó a la clandestinidad junto con Matilde Kusminsky-Richter, quien fue más tarde su mujer y madre de los dos hijos de la pareja. Luego de un tiempo en París -donde se dice que escribió su primera obra de ficción, llamada entonces La fuente muda– Sabato volvió a la Argentina en 1936, se casó con Matilde y retomó los estudios de ciencia. Se graduó como Doctor en Ciencias Físico Matemáticas en 1938, el mismo año en que nació su primer hijo, Jorge Federico. Con una beca para trabajar y estudiar en el Instituto Madame Curie de París -gestionada por Bernardo Houssay-, Sabato se instaló en la capital francesa con su mujer y su pequeño hijo: durante el día se dedicaba a las radiaciones atómicas y por la noche renacía su vocación literaria. “Durante ese tiempo de antagonismos, por la mañana me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas”, contó en Antes del fin, su libro de memorias de 1998. Después de una breve estancia en el MIT, en Estados Unidos, volvió en 1941 a la Argentina, convencido ya de abandonar la ciencia y dedicarse a la literatura; antes de hacerlo definitivamente trabajó como astrofísico y docente en cursos de doctorado en la UNLP, para cumplir con quienes le habían otorgado la beca en Francia.

Finalmente en 1945 se volcó de lleno a la literatura: ese año se difundió su obra Uno y el universo, nació su segundo hijo -Mario Sabato, el director de cine- y se instaló con su familia en Santos Lugares, en la mítica casa donde vivió y escribió durante todo el resto de su vida. El túnel, novela publicada en 1948, recibió críticas entusiastas de Albert Camus, quien la hizo traducir por Gallimard al francés. En 1961 se dio a conocer la novela que le dio fama internacional: Sobre héroes y tumbas. Otros trece años después, en 1974, llegó su tercera y última novela, Abaddón el exterminador.

Los numerosos premios en la Argentina y en el extranjero, las publicaciones de sus artículos y de sus ensayos, se vieron momentáneamente interrumpidos en 1984, cuando su histórica postura contraria a cualquier clase de autoritarismo lo llevó a presidir la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP) que redactó el Nunca más, también conocido como Informe Sabato. Ese mismo año Enesto Sabato recibió el prestigio Premio Miguel de Cervantes de Literatura. «Un simple mortal, tierno, desamparado, andariego -dijo en su discurso refiriéndose al Quijote, tal vez autorreferencialmente-, el hombre que alguna vez dijo que por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida».

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