Hace algunos años Buenos Aires fue considerada –en una encuesta internacional– la tercera ciudad teatral del mundo, detrás de Londres y Nueva York. Hoy no sé si no es la segunda. Resulta imposible reseñar en una nota la riquísima historia escénica de la Argentina, con epicentro en su capital pero con generoso derrame en todo el territorio a través de emprendimientos locales. Estamos todavía en plena vigencia del Día del Teatro Nacional y eso significa valorar la pujanza de hoy, con decenas de salas chicas y espectáculos modestos pero también con dos grandes polos oficiales –Cervantes y San Martín, que han transitado un camino de grandes espectáculos– y potentes empresas privadas que compiten convocando a las primeras figuras del espectáculo argentino. Al ser –como dijimos– arduo, aluvional y desde luego injusto por las obligadas omisiones enumerar autores, directores e intérpretes, elijo una mirada a vuelo de pájaro sobre las causas de un auge tan grande.

El gran disparador de nuestro furor teatral fue sin duda la inmigración masiva. Esa enorme cantidad de europeos –con el plus de algunos asiáticos– que se volcó sobre el puerto de Buenos Aires para distribuirse en distintas provincias y desde luego abarrotar los conventillos porteños desde 1870 hasta los 40, necesitaba una válvula de escape. Trabajaban a destajo y de a poco ya pudieron pagar una entrada. Cuando fueron hombres solos, el cabaret y el prostíbulo alcanzaban. Ya constituida la familia, el teatro alegraba el corazón. Por eso los primeros intentos de teatro criollo surgidos del circo de los Podestá duraron muy poco, no contaban historias para italianos y españoles, turcos y franceses, árabes y alemanes. En cambio la fotografía del conventillo –distorsionada para ocultar la promiscuidad innoble– sí gustaba, oían hablar su cocoliche, lloraban y reían con sus melodramas y caricaturas. El mundo de Alberto Vacarezza y los demás especialistas en el género. 

La gente de clase media y alta encontró sus grandes autores en Florencio Sánchez, un renovador total con toques maestros en la tragedia, y Gregorio de Laferrere, aristócrata con talento innato para escribir que le mojó la oreja a su clase con sarcasmos escénicos. El dato de un Anuario Teatral Argentino no miente: a mediados de los 20, con una cantidad de habitantes súbitamente aumentada pero no tanto, se vendieron casi un millón y medio de entradas en Capital. 

El almanaque tiró hojas al viento y desde luego el teatro fue cambiando. El conventillo pura fiesta de patio devino en el grotesco de Armando Discépolo: su máscara doliente. Los autores diversificaron su temática, algunos nutriendo el teatro burgués y otros explorando la protesta popular. Pero cada vez con más salas, cada vez con más público. Carlos Gorostiza, Roberto Cossa y Oscar Viale fueron los nombres clave de una nueva estética a partir de los 60 y las estrellas de cine resignaron cartel y dinero para buscar prestigio en el escenario. 

Se generó un fenómeno curioso: en plena y feroz dictadura militar, los artistas prohibidos para el cine y la TV podían hacer teatro privado, no oficial, mostrando sus grandes fotos en la calle Corrientes. Los milicos lo consideraban inocuo y dejaban estrenar obras bastante acusadoras. Cuando percibieron su error quemaron el Teatro del Picadero con el fin de abortar Teatro Abierto, un gran pronunciamiento popular contra ellos. Volvieron a equivocarse, esa convocatoria tan especial duplicó su público. 

Y ni la pandemia pudo meterle miedo, los teatros están llenos de nuevo. ¡Feliz Día del Teatro Nacional!

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