Una campaña puede sintetizarse en la necesidad de contar o enseñar algo a muchos. Hacerlo conocido y lograr su aceptación. Una campaña sirve para concientizar -tomar conciencia- sobre un producto, hecho, persona, propuesta. Campañas humanitarias, campañas publicitarias, campañas electorales. Campañas al fin.
El contenido de la campaña varía respecto de su veracidad según cuál sea el objetivo, cuántas las virtudes sobre las que explayarse y cuántas las expectativas de los destinatarios. Las campañas se piensan según a quiénes están dirigidas, teniendo en cuenta su realidad y necesidades.
Una campaña de vacunación, una campaña de determinada gaseosa que quiere crecer un punto porcentual en las ventas respecto de su principal competencia o la campaña de un candidato a la presidencia tienen particularidades y similitudes: las tres intentan convencer, solo una con la verdad desnuda.
Las ventajas de una gaseosa son subjetivas como ventajas. Las características objetivas que las diferencian son elegibles y descartables según las necesidades de la campaña.
Las ventajas de un candidato a la presidencia sobre sus competidores son absolutamente subjetivas. Las diferencias son elegibles y descartables. Claro que en una campaña presidencial no solo las individualidades del candidato son definitorias, sino también sus programas de gobierno, propuestas, equipos, prioridades.
Todos los candidatos podrán querer el bienestar de las mayorías, el analfabetismo cero, el hambre cero, la pobreza cero, el pleno empleo, etcétera. Sin embargo para cumplir con esos objetivos se trazan planes, se siguen programas de gobierno, se eligen equipos y fundamentalmente se fijan prioridades.
Pero aquello de lo elegible y descartable nos enfoca en que las verdaderas prioridades son visibles al ojo de lince de quien observa historia, intereses, afinidades, declaraciones. Ocultarlas bajo slogans publicitarios exitosos es una habilidad de profesionales en la materia: cambiemos, alianza o el paternalismo que implica “no los voy a defraudar” son promesas de algo mejor, aunque por lo general sin aclarar cómo, con quién o cuándo.
Estamos de acuerdo con lo enunciativo y parece que elegimos, a la hora de votar, por el que más simpático nos cae, el menos antipático, el más joven o el más rico. Lo enunciativo sobresale. Sabemos, por ejemplo, que una Paso de los Toros no arrolla la sed y sin embargo lo redescubrimos al terminar cada botella, pero volvemos a comprarla. Sabemos que el sabor del encuentro está con o sin cervezas, pero compramos una por aquello de “no caer con las manos vacías”. Sabemos que nos venden papelitos de colores, pero seguimos comprándolos.
Una gaseosa, un buen momento, una pilcha son tal vez errores propios que poco afectan a terceros y nada al futuro colectivo. Sin embargo cuando votamos elegimos por y para todos y afectamos especialmente, además del presente inmediato, el futuro.
Votar es fijar prioridades, y no son más los jubilados, pues no seguirán jubilándose con moratorias aquellos en edad de hacerlo, tampoco los planes de inclusión, porque los cerraron o vaciaron, no lo es más la ciencia, a la que le bajaron el presupuesto, ni tampoco la educación superior pública y gratuita, a la que desprestigian. Porque en la economía libre, en la economía de mercado, quien puede pagar que lo haga, y será profesional hoy y dirigente mañana. Quién no, deberá ser obediente. O al menos eso parecen querer, porque sus prioridades no te incluyen.

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