En el oeste del Chaco, en un lugar al que nadie le puso nombre, Javier Gutiérrez levantaba la cosecha del algodón. Los días se habían adentrado en noviembre y en su piel. Javier parecía mucho más viejo porque el incisivo sol de cada cosecha había abierto sucesivos surcos en su rostro. Las gotas de sudor se agolpaban en esos canales para huir desesperadamente de ese cuerpo y caer sobre la tierra seca. Pero ese suelo que absorbía todo y lo devolvía en forma de capullo blanco y suave, también borraba cualquier rastro de Javier, de su dolor y de su existencia. Él sabía que era pobre. Habían pasado tres décadas desde su primera cosecha a los once años y su casa, su mujer y sus hijos siempre estaban igual. Las mismas chapas, la misma basura desparramada en torno a las mismas pocas gallinas desconfiadas, el mismo ritual al llegar a su casa y, sobre todo, la misma cena. Por las noches, Javier llegaba, besaba en la frente a Verónica y se sentaba a la mesa con los codos sobre un mantel de plástico que se pegaba a sus brazos. Mientras, Verónica le extendía un plato abundante con el guiso del día. Cuando el plato no estaba lleno Javier sabía que alguno de sus cinco hijos se había desmayado durante esa jornada, por eso se quedaba en silencio, tragándose el hambre, y comía mirando esa sopa pobre mientras Verónica le acariciaba su hombro, como pidiéndole perdón por la pobreza. Luego, Javier y Verónica se acostaban sobre una concatenación de colchones viejos y rotos, donde también dormían sus hijos. El trabajo manual de Javier había causado estragos en sus manos. Tenía poca sensibilidad y estaba reservada al algodón. Javier trabajaba el algodón con una delicadeza que no encontraba en el cuerpo de Verónica, por eso, hacía ya mucho tiempo que no la acariciaba. Sus manos tomaban el algodón con la suavidad propia de un acto de amor que ni él ni Verónica recordaban. Cada día durante la cosecha, los mismos pensamientos crecían en torno a Javier. Miraba el campo que se extendía hasta el infinito y cada capullo blanco resaltaba como un recuerdo de su vida desperdiciada en una casa y en una familia que él no quería. Después, pensaba en Verónica, en sus hijos y se los imaginaba en la soledad del abandono. Por eso nunca pudo partir. La imagen de sus hijos solitarios a merced de la noche fría y húmeda se le asemejaba a esos capullos de algodón sufriendo en la inmensidad de la oscuridad, en el silencio del campo, esperando una mano que los rescate de esa miseria. Ayer, Javier llegó a su casa, besó a Verónica en la frente y antes de comenzar a hablar, ella le sirvió un plato con solo dos cucharadas de comida. Javier comprendió que sus hijos hambrientos lo habían necesitado más que él. Por eso, se quedó callado y no dijo nada. Alimentándose con su propia hambre, Javier miraba el mantel de plástico y pensaba que eran demasiado pobres como para vivir vidas separadas. Una lágrima cayó al piso desde su cara y desapareció, como si ese suelo viviese de su dolor. Entonces, se echó en la improvisada cama junto a su mujer y sus cinco hijos y, como cada noche de los últimos veinte años, juró ante Dios que mañana los abandonaría.
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