El origen de Teatro Abierto fue una sensación colectiva y simultánea de una gran asfixia cultural. Actores desaparecidos, prohibidos y exiliados, temas vedados, operativos de madrugada fueron minando esa mítica noche porteña en la cual el teatro tenía tanto que ver. Entonces en lugar de generarse proyectos aislados —y obviamente competitivos entre sí— surgió un espíritu de cuerpo, una necesidad de trabajar unidos para conjurar el miedo. El motor inicial de Teatro Abierto fue Osvaldo Dragún y a su cargo estuvieron las palabras de apertura en la noche inaugural en el Teatro del Picadero. Ese discurso, naturalmente, aludía sin denunciar y estimulaba sin irritar, porque lo que se buscaba era continuidad de trabajo, no allanamientos ni prohibiciones. Se convocaba al teatro: el contenido verdadero no era necesario hacerlo explícito, todo el mundo entendió de inmediato que se estaba ante un hecho político, el primero contra la feroz dictadura militar.
El movimiento llevó poco tiempo —la respuesta concreta pueden darla los integrantes—, pero supongo que algo así como dos meses. Se pidieron primero las obras como material esencial, piezas breves sin temática impuesta; la idea era montar una usina teatral que no se detuviera nunca, tres obras distintas cada noche, todas, claro, cortas. Se regresaba pues al célebre género chico de más de medio siglo atrás, obritas que se ofrecían en continuidad de la tarde a la noche. Solo que en este caso no se trataba de sainetes con patio de conventillo sino de un subyacente grito de libertad. Cuando los textos estuvieron —y fue rapidísimo— se necesitaba la sala. La hija del director fundador de Clarín Roberto Noble, Guadalupe Noble, era la dueña del Picadero y el director Antonio Mónaco su compañero y coordinador general. Ellos pusieron todo a disposición de inmediato. El resto, como siempre, lo hizo la empecinada capacidad de trabajo de los teatristas. Con algún préstamo, algún apoyo pequeño, no recuerdo si algún subsidio, autores, directores, actores y técnicos se pusieron a diseñar Teatro Abierto haciendo de todo: puesta, dirección, carpintería, electricidad. Una dificultad muy grande acechaba, los cambios de escenografía para que el espectáculo tuviera continuidad. Como siempre (no hay espíritu de cuerpo que sea capaz de suavizar la defensa de lo propio) surgieron roces porque nadie quería resignar “su” escenografía. Pero Dragún fue un severo capitán de tormentas y todo se fue allanando.
El movimiento se promocionó rápidamente a través de la prensa teatral, que jugó un papel fundamental y muy solidario. Todos los diarios anunciaron generosamente el evento, también la TV y la radio, en la medida más reducida de aquellos años y teniendo en cuenta que entonces todas las pantallas eran oficiales. Además, el boca a boca fue muy eficaz. En la calle Corrientes no se hablaba de otra cosa, de modo que hasta quienes no sospecharon la motivación profunda, vivieron con expectativa esta novedad de funciones con tres estrenos. Las obras se encargaron a los autores con oficio, capaces de escribir rápido y bien: Cossa, Gorostiza, Dragún, Somigliana, Griffero, Pais y tantos más. No hubo casi selección salvo por la cantidad, llegaron más de las que el proyecto podía albergar. Pero los contenidos, muy sagaces, fueron perfectos para el propósito de Teatro Abierto. Eran alegorías acerca de la libertad y la corrupción: un episodio de la historia argentina (Somigliana), un pantallazo agudísimo sobre la inmigración al revés (Gris de ausencia), una caricatura intencionada sobre el autoritarismo (Oficial Primero), una fábula sobre frustraciones que venían de adentro y de afuera (Príncipe azul), las consecuencias de un individualismo exacerbado hasta la demencia (El acompañamiento).
Los equipos se armaron con la capacidad profesional de los directores, que elegían a los actores más indicados y todos estaban disponibles: nadie quería quedarse al margen de T.A. De modo que con tanto material humano, no fue complicado poner cada pieza en su casilla: Soriano y Brandoni en Gris de ausencia, Rivera López y Villanueva Cosse en Príncipe azul, Carella y
Dumont en El acompañamiento. Las obras no pertenecían a géneros determinados ni muy rígidos, pero abundaban la comedia satírica, la burla, el golpe de luz, el lamparazo veloz que dejaba impresas imágenes que todos entendieron. Lo que tenían en común era el espíritu que las animaba, trabajar, demostrar que pese al terrorismo de Estado la gente de teatro estaba viva, entera, creativa. No creo que pueda hablarse de una estética definida en ese repertorio variado, porque la cosa no pasaba por ahí, era más un tema ético que estético. Además la misma prudencia eludía por instinto escenas acusadoras directas que por un lado hubieran sido altamente peligrosas y por el otro, demasiado obvias.
El público colmó cada función y más que eso, premió los trabajos con auténticas ovaciones. La de Gris de ausencia la tengo grabada en vivo la noche del estreno, que fue además la del incendio, la última en El Picadero. Es un documento impresionante. Iba toda clase de gente, de todas las edades, desde luego muchos jóvenes pero había una gran diversidad. La crítica respondió muy bien, mi página de Clarín fue la primera en cubrir noche a noche todos los estrenos y comentar las tres obras en el diario de dos días después. Pronto otros medios hicieron lo mismo: La Nación, La Prensa, Crónica, La Razón (no existía Página/12) y algunas revistas. En el exterior se comentó mucho, llegaban los cables de agencias con notas publicadas en España e Italia principalmente. Es muy importante destacar la actitud de todos estos sectores cuando una bomba incendiaria quemó El Picadero. Nadie arrugó. La mística creció y los empresarios teatrales, sin excepción, ofrecieron sus salas para seguir con Teatro Abierto. Se hizo en el Tabarís de Carlos Rottemberg porque era más fácil adaptar todo rápidamente en ese escenario pequeño —los espectáculos no eran complicados, estaban diseñados en chiquito para El Picadero— y la gente siguió respondiendo. Al gobierno militar le salió el tiro por la culata, porque desde luego el teatro entero se victimizó con ese atentado. En lo político tuvo un efecto muy positivo, no tanto porque el mundo de los políticos participara de las inquietudes artísticas del teatro, sino porque T.A. dio una lección de coraje: nació para vencer el miedo. Y lo venció.
Mi aporte final es que sin duda la dictadura —para su profundo disgusto— generó los mejores espectáculos. Ya en el año siguiente, con los militares debilitados, interesó menos. Y en el 83, casi nada. Con el advenimiento de la democracia T.A. se desactivó. Eso demuestra claramente que su mensaje ideológico fue la savia nutricia. Más allá de la calidad de las obras, por cierto desparejas.
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