El 6 de agosto de 1941, en un remoto paraje montañoso de Jujuy, norte de la Argentina, moría en forma absurda Natalio Botana, el clon fiel del célebre «Ciudadano Kane» de Orson Welles; su Rolls Royce plateado se salió del camino.
En un nuevo aniversario de su adiós quise evocar al mítico fundador del vespertino Crítica, el diario más célebre e influyente de la historia periodística del país. Tuve el honor y la emoción de empezar mi carrera en esa redacción durante la agonía de la empresa, en su último año: 1961.
Todo confluía en la avasallante personalidad de Botana, los desbordes exhibicionistas del nuevo rico y la cultura de un erudito. Se hizo de la nada y con solo 25 años concibió y creó ese medio de prensa al que supo convertir en una fragua devoradora de hombres y hechos. Audaz y brillante, periodista hasta la médula, estremecía con la crónica roja del último crimen disparada sin piedad ni buen gusto y a la vez cobijaba los escritos de Jorge Luis Borges y Bernard Shaw. Inventó y destruyó legisladores, gobernadores y hasta presidentes, pagó sueldos enormes y los recuperó sentando a sus redactores a la mesa de póker. Durante años cenó únicamente faisanes criados en su mítica mansión de campo cercana a Buenos Aires y cobijó —precursor de Onassis— a grandes personalidades. García Lorca, luego de una cena fastuosa en el «Xanadú» de Botana, lo definió de manera magistral: «es un rey bandido”. El famoso muralista mexicano Siqueiros decoró las paredes de su bodega, mientras el anfitrión se acostaba con su mujer, la militante y hermosa Blanca Luz Brun.
Una tarde de naipes, aburrido, dejó de jugar y se puso a contar los fósforos de una cajetilla recién comprada. Había uno menos de los anunciados en la etiqueta. Mandó comprar cien cajas más y ordenó el recuento: en todas faltaba uno. La fosforera debió pagar una pequeña fortuna para evitar que Crítica informara la minúscula estafa, tan fácilmente comprobable: bastaba con que el lector comprara una cajetilla de fósforos.
Su cronista jefe de la sección policía llegó a sobornar a un empleado de la morgue judicial para luego, disfrazado de enfermero, asistir a la autopsia de la víctima de un asesinato. Tuvo así la primicia exclusiva, que horas después pregonaba la portada: “¡No hay cianuro!»
Botana fue un increíble manipulador, nadie se le resistía. Negociaba como jugaba, adivinando la mano de su adversario. Escribía muy bien y jamás delegó la dirección efectiva de Crítica, siempre controló cada página, modificó títulos y modernizó el periodismo argentino: fue el primero en incorporar páginas color, suplementos especiales, epígrafes destacados y telefotos que llegaban con sorprendente velocidad. Compró a muy alto precio una rotativa que le permitió tirar 300.000 ejemplares cada tarde, una cifra de vértigo para las décadas del 20 y del 30. Fue victimario y víctima de los políticos, que le temían. El general Uriburu, jefe del primer golpe militar en la Argentina, le clausuró el diario. Para un soberbio como Botana, un cachetazo atroz. Pudo reabrirlo y continuar su carrera fulgurante. Cuando unos cuantos años después Uriburu falleció, todo el país aguardaba la nota, que imaginaban dura y muy larga, de Crítica. No la hubo. Solo un título de gran tamaño, “Murió Uriburu”. Y una bajada donde se leía: «Sin odio y sin perdón, Crítica despide al ex presidente de facto de la Nación, general José Félix Uriburu«.
Su vida íntima fue agitada, pero vivió muchos años con quien se casó, Salvadora Onrubia, una pelirroja puro fuego que no le hizo la vida fácil. Le dio varios hijos. Uno de ellos, cuando su madre le confesó que había sido engendrado por otro padre, se pegó un tiro a los 16 años.
Crítica sobrevivió como pudo luego de aquella noche en Jujuy, el 6 de agosto de 1941. Y no pudo bien. La de Natalio Botana era una conducción personalista. Dios no tiene suplentes. Pero como no era Dios, cuando saliendo de un casino donde había ganado muchísimo decidió probar suerte en otro, el Rolls Royce se disparó de la carretera. Herido pero con chances claras de vivir, se negó a ser atendido en Jujuy. Exigió su médico de Buenos Aires. Un viaje demasiado largo. La costilla que había perforado el pulmón le mostró el naipe del final. Tenía 53 años. Y como Orson Welles no se ocupó de él, ni siquiera pudo, en aquella helada noche de la sierra musitar como Kane una última palabra que lo vinculara con el paraíso perdido de la niñez.
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