Marga revuelve la conserva y toma el monedero. 

Va hasta el fondo y deja a los niños con su hermana. 

Quiere hacer un guiso.

En la esquina, se cruza con Lupe. Anda arisca, la conoce. 

Patearon juntas el barrio. 

Lupe lleva tapabocas. Va con los ojos pegados al camino. Rasgados. La ve peregrina y, con su carro y su potranca, mueve productos de limpieza. 

¡Ni a los loros! Los vecinos están meta changa. 

Entra a la 72. Una mujer compra alitas. Marga rejunta monedas. Llega. Y tiene de diez. Recibe un llamado y debe salir de la pollajería.

—A las siete. Excelente, sí, señora. El miércoles.

Corta. 

***

La busca el marido de la doña con el clarear del día. El hombre de barbijo color champagne, le indica a través de sus anteojos. “Margarita, yo soy médico. Vos tenés que viajar en el baúl”. 

Su piel de rabia, de gringa entrerriana, se quiebra. Piensa en la Violeta y el Matías, y en el hijo de puta del Tony. El algodón del barbijo se le puntea al hombre para devolverle un pajarraco picudo. Sostiene la vista empañada y, entre los marcos, le indica que irán hasta el baldío.

El auto se frena donde los pibes hacen gambetas. El hombre abre el baúl. Marga mira alrededor. Cuando la abandona la luz, llora contenida. Su pierna izquierda huele a mierda. Al llegar, la seguridad lo detiene en la entrada. Marga siente que el movimiento de las lomas de burro la desestabilizan. Su cuerpo libera calor, pero el baúl se abre antes que su incendio se propague.

La doña la recibe con un movimiento de cabeza y una lista de tareas, con letra grande, prolija. Repasar los ventanales corredizos, planchar las camisas, limpiar los baños. La cocina, en profundidad. Marga se abraza a la lista para acunar su ánimo. Cambiará las sábanas, hará los cuartos. Recogerá los desechos de Flipita.

***

Marga acaricia a Manchita detrás de la oreja, cuando escucha la voz de Roccasalvo. “Un empresario tandilense intentó ingresar a un barrio privado con su empleada doméstica en el baúl”.

—Peor que a un perro— se ríe la hermana. 

Por la piña en sus tripas, Marga se dispara frente a la máquina de coser. Su madre se sentaba entre metros de género para mejorar el ingreso. Su padre, repartía lácteos, en su camión. A destajo. Las manitos arrugadas de su chiquita al nacer y los ojos de rayos del Matías. Todavía le rebota el desconsuelo de sus cabros cuando Tony los abandonó. 

Algún día volverá, 

le gustaba ser peón. 

No se halla por acá, 

ya ha de haber una ocasión.

Tararea el chamamé, con el tono literaleño de su joven madre.

La Singer rechina.

Es lunes. 

—Bueno, señora, mañana a las nueve estoy lista— responde.

***

Suena una bocina. Mira por el vidrio. Detrás de la rajadura, se pavonea el pajarraco con sus plumas, apoyado sobre su carruaje, sedoso. Marga toma agallas y se le aproxima. Él la mira, toca un botón y el baúl se abre. Marga se mete. 

Un crimen perfecto. 

***

—¿Eso son tus obreros Klaus, larvas sacrificables?

La voz de Diana la envuelve, escalofriante. De la villana siniestra, le salta el llanto, arrebatado, en compañía de La Leona. Noche tras noche con su heroína obrera. 

Se acomoda entre la rueda del auxilio. La raqueta de tenis se le clava en la espalda, pero el vehículo no arranca. Pasa otro minuto que se le hace interminable. El carricoche sigue empacado. Luego de otro lapso, escucha un patrullero. 

Cuando los uniformados la sacan del baúl, se encuentra con la potranca de la Lupe cruzando la calle por delante del auto, y a sus vecinos por detrás. 

El doctor, esposado. 

Lupe declara. 

Sus hijos y su hermana están en la puerta de la casa. Su chiquita, despeinada y con un pan en la mano. Su hermana, en pijama, cargando al Matías. Dentro del alboroto se impone Lupe.

—La emplea hace años, es una bestia. Mirá que llevarla en el baúl para esquivarlos a ustedes.

***

Dos bocinazos llaman a la puerta. La doña la saluda desde su auto. “¿Vamos?”, le dice. 

Marga sale con la cabeza gacha. Sube por la puerta del acompañante como la doña le indica. 

Recorren un largo trecho en silencio. Al llegar al basural de los Altos de San Lorenzo, el auto se detiene y el baúl se abre. 

Antes de bajar, Marga mira a la doña a los ojos. Ve un enfoque nítido, agudo. Y en su tapaboca amarillo oro, unas gotitas.

—Señora, sangre. 

El águila borra delicadamente los excesos frescos con un tissue. 

A las veinte mil empleadas de casas particulares dadas de baja en la Argentina, a los ciento veintitrés días de la cuarentena por COVID-19. 

  • Cuento publicado en Suave es el Relincho (2021) de Valeria Pujol Buch, editado por Página Blanca Casa Editora, con ilustraciones de Sol Severi.

Hacer Comentario