Debemos reconocer que —transcurridos cuarenta años— el abordaje sobre algunos aspectos de la posguerra continúa tornándose dificultoso, pero aún así, por su importancia coyuntural y estratégica, nos desafía a seguir involucrándonos en ellos.
Sobre el conflicto bélico acontecido en 1982 y sus consecuencias, convergen opiniones, tensiones y disputas que aún no han sido debatidas con la profundidad que merecen. En este breve ensayo hemos de referirnos, entonces, a ciertos tópicos vinculados a la posterioridad del conflicto, a algunos efectos disruptivos derivados del dispositivo conocido como «desmalvinización» y al modo de asimilación por parte de nuestra comunidad de los efectos de una confrontación bélica acontecida durante uno de los períodos más complejos de nuestra historia.
Honestidad mediante —y a efectos de precisar adecuadamente las reflexiones que hemos de volcar más adelante— debemos confesar que la interpelación que ha marcado una huella profunda en nuestra labor de los últimos años fue suscitada a raíz de una demanda —cordial pero impactante— realizada hace más de una década por un contingente de familiares de soldados caídos en Malvinas.
En el contexto de un encuentro informal promovido por el escritor don Enrique Oliva y el veterano César González Trejo —uno de los pensadores más importantes de la cuestión Malvinas—, acompañados en aquella oportunidad por Ernesto Ríos, el pedido se dio en el marco de una muestra-homenaje a FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) —basada en un material inédito perteneciente a la colección de Francisco Capelli, último secretario general de la organización— a la que habían sido invitados los integrantes de la Comisión de Familiares, representados aquel día por Delmira Hasenclever de Cao, Dalal Abd y su esposo, Osvaldo Massad.
En aquella oportunidad, concluido el acto inaugural del encuentro en el teatro Verdi de La Boca y durante un conversatorio que se llevó a cabo después, tomó la palabra Delmira quien expresó casi de modo textual: «Muchas gracias por ayudarnos a tratar de entender un poco más la historia argentina y sobre todo el sentido que tuvo una organización como FORJA en ese período específico, nosotros venimos a ustedes para que nos ayuden en esta batalla que estamos librando por recuperar el sentido por el cual murieron nuestros hijos».
De aquel trascendente encuentro de 2009 participó la Dra. Ana Jaramillo —rectora de la Universidad Nacional de Lanús, única institución universitaria que brindó su apoyo—, por cuya iniciativa se crearía tiempo después el Observatorio Malvinas, proyecto educativo y de investigación nacido del trabajo común entre la Universidad y la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas e Islas del Atlántico Sur.
Aún llevamos impregnada en nuestras conciencias y corazones aquella afanosa petición realizada por los familiares; esta nos indujo —concluidas las jornadas de homenaje— a involucrarnos de inmediato en la cuestión Malvinas, en especial, en lo que atañe a las distintas circunstancias atravesadas por quienes protagonizaron las vicisitudes de posguerra y, aún más, a examinar cómo la superestructura cultural, académica y comunicacional abordó el universo de los veteranos de guerra, el de los caídos, el de los héroes y el de sus familiares.
Si coincidimos en la percepción de que uno de los métodos por el que puede examinarse el devenir histórico de un país es a través de las herramientas mediante las que —la comunidad que lo integra— afronta un acontecimiento traumático, la posguerra per se constituyó para nosotros un discurrir atrayente para hacerlo. Siguiendo esa línea de razonamiento pusimos manos a la obra con el inestimable apoyo de la Universidad y la Corporación Buenos Aires Sur, presidida por aquel entonces por el Dr. Enrique Osvaldo Rodríguez.
Comenzamos nuestra labor llevando a cabo una serie de entrevistas a veteranos de todo el país, a sus familiares, a sus amigos y a representantes destacados de las organizaciones libres del pueblo. Debemos reconocer que, a partir de las primeras impresiones, fueron cobrando vigor dos ideas principales nutridas mediante una tarea académica y cultural incansable —en la que tuvo una participación destacada el artista y documentalista Julio Cardoso— y que consisten, por una parte, en aquella que denominamos «de quiebre» y que sostiene que en el seno de nuestra comunidad se produjo una ruptura no explícita entre la actitud de la población en general[1] y la sostenida por las élites vernáculas. Por otra parte, encontramos aquella que denominamos «fuga» y que, merced a la actitud persistente de estas élites en tal ruptura —lejos de coadyuvar con un adecuado procesamiento—, contribuyó a dilatar indefinidamente los efectos traumáticos de la guerra. La desmalvinización, cuyo concepto había circulado a partir de escasas referencias teóricas, cobró así cuerpo ante nuestros propios ojos con una luminosidad meridiana.
La primera referencia al término fue aquella emanada —no casualmente— por Alain Rouquié quien, en marzo de 1983, sugirió al sector político la idea de la «desmalvinización», con el propósito de que las Fuerzas Armadas no utilizaran el argumento para recuperar su prestigio ético en la sociedad.
Sin embargo, para Fernando Cangiano —veterano de guerra y académico— la desmalvinización estuvo orientada hacia la deshistorización de «la guerra hasta degradarla al nivel de un capricho de un puñado de oficiales, a quienes se figuró impulsados por una enfermiza sed de poder y de gloria. Deliberadamente se desligó el conflicto de una reivindicación nacional histórica de 150 años contra una de las potencias coloniales más crueles y agresivas de los últimos tres siglos». Sostiene Cangiano, además, que «un pilar fundante del dispositivo desmalvinizador fue la victimización e infantilización del exsoldado combatiente. El héroe mutó en víctima ciega e impotente. No fuimos argentinos valientes que luchamos por la soberanía de nuestra patria, aclamados por el pueblo argentino y latinoamericano que se solidarizó con la Argentina más allá de la dictadura, (…) fuimos chicos ignorantes nos dicen, sometidos a todo tipo de escarnios, no por los que nos bombardeaban, sino por los que decían estar de nuestro lado combatiendo».
Cabe aclarar que, en estos años, han proliferado cuerpos analíticos sobre este fenómeno y que suelen incorporar otros tópicos, pero el análisis de Cangiano nos alcanza para enmarcar el sentido de este texto reconociendo, además, su doble condición de veterano y académico de la Universidad de Buenos Aires.
Como decíamos, en la medida que avanzábamos en nuestras indagaciones, la desmalvinización descripta por Cangiano ante nuestra mirada dejó de ser una especulación teórica para mostrarse en toda su patética desnudez, en el marco de un trabajo intelectual que, asumimos, no está exento de pasiones y de sentimientos entrecruzados. No obstante aquello, fuimos arribando a algunas conclusiones que —a cuarenta años de vista— pueden constituir un aporte más para el debate.
Resulta interesante resaltar cómo durante el transcurrir de nuestro itinerario epistemológico fueron visibilizándose desde el poder diferentes tácticas relacionadas con el tratamiento de los combatientes. En ese sentido, solo nos bastó relevar una porción del conglomerado simbólico producido por la superestructura política, militar, mediática y académica, y de aquellos artilugios que se concentraban en los veteranos y sus familias. La desmalvinización, que en principio se había materializado discursivamente como «deshistorización»[2] del conflicto, comenzó a extender sus redes hacia el universo de sus protagonistas.
Debemos recordar que, en una primera fase desmalvinizadora, la dictadura intentó por todos los medios restringir el recibimiento popular y el contacto con los combatientes —cabe recordar aquí los acontecimientos de Puerto Madryn— conduciéndolos autocráticamente a sus respectivas circunscripciones militares para realizar lo que en jerga castrense se denomina «el engorde» acompañado por mecanismos de acción psicológica para su «readaptación». Una vez cumplidas estas condiciones, los combatientes fueron autorizados a reintegrarse a la vida civil con sus familias. Debe recordarse, además, que los soldados debieron suscribir un acuerdo de confidencialidad que consistía en evitar expresiones públicas, reservando bajo juramento los detalles de lo ocurrido a meras anécdotas del campo de operaciones. Observamos aquí cómo la desmalvinización comenzó a ser puesta en marcha por la misma dictadura. Acordemos que la inmensa mayoría de ellos eran compatriotas que habían sido convocados a las armas por la existencia de un servicio militar obligatorio y ninguna relación los unía a los objetivos dictatoriales.
A la desmalvinización iniciada por la dictadura y ya en tiempos de la democracia, le sobrevendría una segunda etapa de ocultamiento mucho más sutil. Comenzó a recurrirse a una nueva categorización de los veteranos como partícipes de un hecho traumático por el que se encontraban limitados a reincorporarse con plenitud a la vida civil. Surgirán así —no sin pátina de marginalidad y estigma— «los locos de la guerra»: muchachos de rostro taciturno y sufrido que, en estaciones de tren u otros medios públicos, distribuirían estampitas a cambio de monedas, impedidos de insertarse en la actividad pública o privada. Lo enunciado vincula a la construcción, a la naturalización de un imaginario destinado a limitar o menoscabar sus expresiones; esta circunstancia no impidió que muchos veteranos se incorporaran casi de inmediato a su discurrir ciudadano.
Además, debe reconocerse que —salvo honrosas pero erráticas excepciones— las políticas estatales dieron la espalda a estas situaciones durante un largo período. No obstante, el Estado, en sus diferentes jurisdicciones, se transformaría con el tiempo en facilitador de políticas para su reinserción en determinados organismos.
En forma paralela y destacable —rasgo característico de la Argentina— los veteranos no esperaron para organizarse. Se creará una federación que no solo se topará con profundos impedimentos para constituirse: lo que es peor, deberá enfrentar la incomprensión y la indiferencia de gran parte del sistema político, de los estamentos académicos y la infiltración por parte de diversos organismos de inteligencia.
Tiempo después, ante la imposibilidad de demostrar y sostener que un universo de más de diez mil combatientes había regresado en un estado de alienación psíquica —circunstancia que, de ser cierta, hubiera demandado la generación de instrumentos estatales y privados para subsanarla—, sobrevoló una visión más asociada con la victimización de la comunidad respecto de la dictadura y, a consecuencia de ella, el nuevo mote de «los chicos de la guerra», concepto apuntalado por fuertes expresiones artísticas —incluso de tenor cinematográfico— donde se intentó colocar a este universo como víctima de una circunstancia fuera de todo control.
Se sostiene que los procesos de victimización colectiva suelen converger en torno a un eje principal: la «desubjetivación». La victimización del universo de veteranos y sus familias se caracterizó durante décadas por un devenir signado por la tentativa de privación de su subjetividad, eliminando sobre todo la dimensión épica que los había atravesado en su conjunto. Imaginemos por un momento a un joven civil que ingresó —en cumplimiento de la ley— a un servicio militar obligatorio; imbuido en una identidad solidaria a la defensa de su patria y en el espíritu de recuperación de un territorio usurpado por una potencia colonial. Repensemos luego su experiencia concreta, a la postre de la derrota y, a su regreso, dispositivos mediante, la pérdida del sentido por el cual había peleado. Imaginemos también a sus padres, familiares y amigos.
La adopción acrítica del dispositivo desmalvinizador de la victimización y sus secuelas —a extremos del suicidio— fue, tal vez, uno de los recursos más siniestros para afrontar los traumatismos subsiguientes a la guerra en una comunidad que —a la vez de «laboratorio de almas» al decir del poeta Marechal— carecía de un ethos guerrero provisto por su historicidad para reformularlos. Aunque aún no hemos encontrado estadísticas precisas o mejores, los datos resultantes de nuestra investigación revelan que gran parte de los conflictos psicológicos que sufrieron los veteranos estuvieron más relacionados con este aspecto de la desmalvinización, que con su participación en el conflicto.
Las consecuencias de la desmalvinización no solo recayeron sobre los veteranos sino en sus familias, quienes debieron asumir la responsabilidad de elaborar muchas veces en soledad todos los procesos. La desmalvinización y la posterior victimización extendieron sus retículos innumerables a aspectos de la existencia material y espiritual de los veteranos, y a sus entornos cercanos. Algunos de los soldados que participaron en la guerra y que se quitarían la vida después, pertenecían a familias católicas —sus padres en especial—. Como sabemos, el suicidio es condenado doctrinalmente en la cristiandad —un pecado de gravedad extrema— y por lo tanto las madres, que fueron perdiendo a sus hijos en circunstancias de suicidio, se vieron privadas de uno de los derechos humanos básicos, como el derecho a la confortación espiritual.
En un acontecimiento inédito dado a instancias de la rectora[3] de la Universidad Nacional de Lanús, ocurrido el suicidio de uno de nuestros héroes, se organizó una convocatoria a la que asistieron varias familias cuyos hijos, veteranos, se habían quitado la vida. Fueron convocados religiosos de diferentes credos —en especial del católico— y se incluyó la presencia de un obispo para brindar sosiego espiritual a esas madres que no solo habían perdido un hijo sino que, además, no encontraban la paz espiritual por la forma en que habían padecido sus extemporáneas partidas. Lamentablemente y hasta donde sabemos, esta actividad no fue imitada por ninguna otra institución de la que hubiéramos podido dar cuenta.
Este ejemplo constituye apenas una muestra que señala la extensa telaraña desplegada por la desmalvinización y sus consecuencias; podemos acreditar que, a través de tal dispositivo, se han repetido una serie de violaciones a los derechos humanos que —todavía y salvando alguna excepción— no se encuentran en la agenda de los organismos pertinentes. Si bien los mismos han cumplido un rol extraordinario en nuestro país con respecto al juzgamiento del terrorismo de Estado y de los militares que cometieron delitos de guerra en el campo de operaciones, hechos instrumentales para cualquier paradigma civilizatorio y humanista —sobre el universo de combatientes y sus familias—, existen aún numerosas deudas pendientes.
El derecho a una reinserción material y espiritual en una comunidad que en su mayoría acompañó la recuperación transitoria de las islas; el derecho a la salud integral; el derecho al consuelo espiritual; el derecho al reconocimiento por su participación en una batalla contra el colonialismo; el derecho de madres, padres y hermanos al reconocimiento de la labor de los caídos; la necesaria investigación judicial a los británicos que conminaron a nuestros soldados a desactivar minas antipersonales y el reclamo de memoria, verdad y justicia por el crimen de guerra cometido contra el crucero ARA General Belgrano; entre tantos otros, son demandas permanentes que continúan hasta hoy insatisfechas.
Pasadas cuatro décadas —el promedio de edad entre los veteranos ronda los sesenta años— signadas por la lucha y el sufrimiento, pero también por la profunda convicción, el pueblo argentino —a contrario sensu de la superestructura cultural y que es también política, académica y comunicacional— fue construyendo con lentitud un sentido común contrahegemónico, tensando al dispositivo desmalvinizador, obligándolo a dar la vuelta sobre sus propios pasos. Malvinas en sus protagonistas es, también, territorio semántico en disputa y —en rigor de los hechos— dueña de una vigencia vibrante, como nos ha hecho comprender la sensata constancia reivindicadora del ejercicio popular. De una tentativa de privación de los estados de conciencia, nos encaminamos a la recuperación de la conciencia nacional a través del ejemplo de los veteranos y sus familias.
Si las élites no resuelven, si no asimilan las enseñanzas de la remalvinización —actualizada a diario por los sectores populares—, será muy difícil recrear una conciencia no solo del hecho colonial: será óbice también para la generación de estrategias que nos permitan recuperar aquello de lo que fuimos desposeídos y de lo que corremos riesgo de perder: la insularidad austral y su proyección sobre el continente antártico.
Las organizaciones de derechos humanos deberán aceptar el reto, incorporando en sus agendas otros vectores que, sin duda, enriquecerán el lugar en la historia que ya ocupan y tienen bien ganado, pero que aún sigue exigiéndoles nuevos desafíos.
[1] Resulta sugestivo que, en cada rincón del país, en cada pueblo, todas las representaciones culturales vinculadas a Malvinas manifiesten de diversos modos la necesidad de reconocerlos como sujetos históricos de heroísmo; el combatiente no es un loco, no es un niño y, sin duda, no es una víctima: es un sujeto protagonista.
[2] Según Cangiano, la deshistorización constituyó un artificio orientado a la «circunscripción del conflicto con los británicos a la guerra, cuando en realidad la disputa por Malvinas se extiende muy hacia atrás en el tiempo. Deshistorización, además, que encontró un hito muy fuerte en la concentración de los análisis de Malvinas vinculados al contexto histórico, político y económico de la dictadura militar. La mayoría de los textos de historia reciente que refieren a la derrota en Malvinas como suceso propicio para la recuperación de la democracia institucional. La deshistorización que podría quedar restringida a una estrategia coyuntural de la comunidad para tratar de colocar a la dictadura en su real dimensión, estuvo acompañada de un proceso mucho más profundo que tuvo que ver con el tratamiento de los veteranos de esa guerra durante estos años».
[3] La Dra. Ana Jaramillo es autora, entre otros, del libro El enigmático suicidio editado por EdUNLa en el año 2003.
*Este artículo cuenta con la colaboración de Pablo Núñez Cortés
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