“La educación no consiste en llenar un cántaro sino en saber encender el fuego” W. B. Yeats
El Derecho se tiene que embarrar. El Derecho nace del barro. Antes de morir Eduardo Luis Duhalde, que admiraba el lugar de la poesía y de los poetas para renovar el Derecho tenia dos objetivos centrales, indisociables entre sí: el primero era fundar una Academia Nacional de Derechos Humanos, objetivo que al día de hoy no logró ser materializado, pese a la enorme importancia que tuvo y que tiene esa política para la democracia argentina. Argentina tiene un papel destacado en el concierto de naciones por su política de justicia en materia de lesa humanidad. Duhalde impugnaba el concepto de “transitional justice”, tan de moda en Europa. Argentina no hace “justicia transicional”, afirmaba Eduardo; “Argentina hace justicia a secas”. No justicia “de transición”. El segundo objetivo era abrir un centro abierto de estudio dedicado al Derecho, a la reflexión del Derecho, por afuera de las Facultades. Una reflexión social amplia que trascendiera la cultura (también los sesgos y miramientos) del claustro universitario. El Derecho de las grandes universidades fue en general un Derecho cómplice de todas las dictaduras. Un Derecho que callaba. Duhalde quería generar un Derecho poético, comprometido, un Derecho “justo”. Que elevara su voz. Un Derecho que no se disociara de la justicia con sus formalismos y tecnicismos oscuros. Un Derecho que no olvidara sus aspiraciones esenciales. Sus orígenes. Sus ideales. Un Derecho que hablara un lenguaje claro, certero: la palabra justa, la palabra de poetas como Francisco Urondo, es la palabra sin dobleces. El Derecho aún tiene que construir esa palabra. Aún no la ha dicho.
La Academia de Derechos Humanos podía pensarse como una contratara política y generacional frente al resto de las Academias argentinas, como la Academia Nacional de Ciencias Morales, entre otras, que son espacios conservadores y acríticos que reproducen un saber dado, muchas veces cómplice. Ese centro se iba a llamar como un destacado filósofo del Derecho argentino: Enrique Mari, que promovía el cruce entre literatura, poesía y derechos humanos. Duhalde quería que yo dirigiera ese centro. Habíamos redactado incluso la declaración de principios del mismo, a cuatro manos, entre los dos, tomando muchas cosas de Walter Benjamin, de Adorno, de Metz, de Le Goff. Mari era, como muchos neoconstitucionalistas, un no positivista. Un pos positivista. Un autor que creía que el Derecho era y es más que un mero sistema articulado y consistente de normas jurídicas puras, con jueces maquinales, ciegos y “objetivos”, sin emociones, sin sentimientos, imparciales. Ciegos. Con vendas en los ojos. Con una balanza que se inclina siempre para el mismo lugar. Por los poderosos. No como la poesía, que no se inclina nunca por los vencedores, la poesía se inclina siempre por los vencidos. No casualmente ese Derecho de posguerra era un Derecho en ruinas que abandonaba los márgenes anquilosados del positivismo. Porque la guerra nos había dejado un Derecho en ruinas (“el positivismo nos dejó a los juristas alemanes del todo indefensos ante la aparición de leyes ostensiblemente injustas y crueles”, dijo Radbruch, en una frase que bien podemos hacer propia los abogados argentinos, pos dictadura: la dictadura nos dejó eso a los argentinos, un Derecho en ruinas, sin moral, sin dignidad, sin recursos, sin voz). Escombros. De las normas seguras y los sistemas elevados la posguerra nos dejó solo eso: escombros. Ruinas. Dolor, parcialidad. Sujetos desgarrados.
Hablando del barro
Es en este sentido, con el auge de la memoria y la crisis del positivismo como marco legal en el Derecho, que empezamos a hablar del “barro”. El barro es como la memoria. El barro tiene que ver con un saber que ya no es puro. Que ya no está limpio. Tiene compromisos. No existe la neutralidad en el Derecho. El sistema de saber que ardió en Auschwitz era el Derecho. Existe el barro de la historia. El barro del dolor. Del esfuerzo. De los huesos. De la denuncia. De la injusticia. El auge de la memoria es la contracara de esta crisis del Derecho y del positivismo legal. El auge de la memoria es la contracara de la crisis de todo el saber. De todo “conocimiento”, de toda “disciplina”. El Derecho ya no está limpio. Ya no tiene las manos “limpias” (lo que equivale a decir, que el positivismo está en crisis, que la noción de “sistema jurídico” infalible y puro, cerrado, está en crisis). El Derecho ya no es un sistema límpido, seguro, firme, elevado, infalible, racional, sin emociones, con jueces máquina, autómatas, objetivos y ciegos. El Derecho se ensucia. El Derecho tiene las manos llenas de barro.
El Derecho es un arte, un proyecto, un diálogo abierto. Una conquista de los sujetos. Una lucha cotidiana de los pueblos y de las personas. Y esa lucha se da desde el barro y desde la memoria, que nos trae, no como la Historia, un saber objetivo del sistema, incorporal, abstracto (sin memoria “incompleta”) sino un saber precario, parcial, modesto, subjetivo, hecho carne: trayendo los cuerpos (“incompletos”) que habían sido negados (trayendo la corporalidad desgarrada, torturada y desaparecida) por efecto del terrorismo de Estado. Duhalde creía en un Derecho lleno de sujetos. Un Derecho con las manos embarradas. Un Saber lleno de barro. Lleno de marcas. Lleno de memoria. Lleno de fuego. Lleno de voces. Lleno de heridas. El barro es, pues, una necesidad del Derecho. Los derechos se construyen desde ahí. No desde la pulcritud de la página, no desde el escritorio, sino desde la calle, la militancia, la construcción y el compromiso.
El Derecho es poesía
“Nosotros no somos mercenarios, somos poetas”, afirmó Julián Axat en la presentación del libro de Rosa María Pargas, con Duhalde en la presentación: como abogados (y como hijos, que a su vez reconstruyen una palabra anulada y desaparecida por efecto del horror) no somos mercenarios: somos poetas. Y el Derecho es eso: poesía. Y la poesía es como dijo Rimbaud, barro. La poesía es cuerpo. Son los cuerpos. El cuerpo es barro en el barro.
Eduardo Luis Duhalde tenía una enorme vocación docente. Su mejor manera de predicar era con el ejemplo. El barro en el Derecho es el resumen de todas sus enseñanzas. El Derecho no puede estar “limpio”. El Derecho tiene la necesidad de “embarrarse”, el Derecho tiene la necesidad (casi el mandato moral) de estar “sucio”. De “meter las manos en el barro”, de bajar de la estratósfera cómoda y limpia, donde la suciedad “no te toca”. Duhalde siempre me decía en la Secretaría de Derechos Humanos, donde fui su asesor un par de años, “te tenés que embarrar”, “embarrate Guido” (involucrate más, dejá los libros un rato, la realidad no está en los libros, la realidad del Derecho está fuera de la facultad, donde la gente sufre, padece, exige cosas, la realidad del Derecho no está en los manuales, está en los rostros empobrecidos, desasosegados, en los chicos con hambre, en la precariedad, en la falta de derechos, en la falta de salud, de educación, de escuelas, de hospitales). El Derecho se tiene que embarrar. El Derecho nace del barro. No hay Derecho sin barro.
Duhalde me enseñó la necesidad de embarrarse… de hundir las manos en la tierra. “Para hacer justicia no podés permanecer encerrado”. La justicia social no está en los libros. Uno de los grandes desafíos que tenemos en la docencia jurídica es dejar de disociar la teoría de la acción juridica; el Derecho que predicamos en los discursos (en las aulas) y el Derecho en la acción. Muchas veces parece haber un abismo entre ambos. Muchas veces el Derecho de la acción tiene poco que ver con el Derecho que nos enseñan en la teoría. La Constitución proclama muchos derechos que no se cumplen. Que no son genuinos derechos. El Derecho tiene dos caras. Pero debiera tener solo una. Terminar con esta disociación (o esta contradicción) es un objetivo esencial de la política. Y también de la Filosofía del Derecho. (Disciplina no por casualidad en retirada: los estudiantes y profesores le dedican cada vez menos espacio a la filosofía, menos espacio a la teoría, a la problematización del Derecho, a pensar cómo puede ser justificado, cambiado, entendido, reformado, vuelto más abierto, más plural, más equitativo o más justo: que la filosofía del Derecho sea una disciplina cada vez más marginal en los programas de estudio no es un accidente: es importante volver a pensar, interpelar, los fundamentos del Derecho).
Mientras el Derecho que enseñamos sea un derecho disociado (mientras la teoría y la acción caminen caminos separados, mientras la realidad social no espeje lo que proclaman los libros, los derechos que se declaran formalmente pero luego no se pueden cumplir, con distintos eufemismos, como cuando la justicia latinoamericana afirma que aún hoy ciertos derechos sociales esenciales “no son operativos”, no tienen “operatividad”, pese a haber sido proclamados como “derechos”), el Derecho será -para las mayorías- una ilusión. Un compás de espera.
Esta ilusión tiene una contracara: los privilegios de unos pocos sectores acomodados, que no necesitan proclamar sus “derechos”. El objetivo del derecho es dejar de ser un privilegio. La democracia se consolida cuando se erradican la pobreza y la desigualdad y todos formamos parte, en condiciones equitativas (no formales, sino igualdad sustantiva) de la deliberación. Cuando se embarran las manos de los abogados. Cuando se defienden los derechos. Y el Derecho se defiende en la acción. Porque el Derecho es acción. Es barro. No teoría.
La bandera de la Facultad
En 2012 tuve el honor de ser el abanderado nacional de la Facultad de Derecho de la UBA en el 191º aniversario de la Universidad, cuando se presentó la nueva bandera oficial de la UBA. Cada facultad de la UBA llevaba un abanderado. Yo vivía en Alemania, pero viajé al país para sostener esa bandera. Tuve el honor de ser el de Derecho. Había un abanderado y cinco escoltas por facultad. La bandera de Derecho era la más sucia de todas. Las demás estaban limpias, relucientes. Pero la de Derecho no. La de Derecho estaba gris, no “relucía”, no estaba limpia. Estaba arrugada, rota, hecha jirones. Luego entendí que debía ser así. Que la bandera de Derecho en ese acto tenía que ser esa: la más “sucia”. La más “rota”. La más “gastada” de todas.
Las banderas de Arquitectura, de Filosofía, de Exactas, estaban todas blancas, o en mejor estado que la de Derecho, que estaba gris, gastada, medio sucia. Yo me quejé. El edecán me paró en seco y me dijo “flaco, vos serás el abanderado, pero esa bandera que estás llevando la tocó Fidel Castro cuando vino al país. La tocó mucha gente antes que vos. Tené respeto. Esta es la bandera de Derecho. Esta es la bandera de la Facultad”.
Yo aprendí ese dia una enorme lección que no había aprendido cursando. Y lo aprendí no de un profesor. Sino de un humilde ordenanza de la Facultad de Derecho que, en un salón contiguo, nos explicaba a los abanderados y escoltas cómo caminar por la facultad en medio del acto masivo hasta el frente del Aula Magna. Cómo llevar la bandera. Ese día entendí que nuestra bandera tenía que estar “sucia”. No “limpia”. No “blanca”. Sino bien “gastada”. Bien “gris”. Que la de Derecho tenía que ser una bandera llena de barro. Hay que sospechar de una bandera limpia. No de una bandera sucia. La de Derecho tenía que ser así: una bandera embarrada.
Marc Galanter observa en EE.UU., que, con el tiempo, el Derecho se ha “profesionalizado”, tecnocratizado y desvinculado gradualmente de sus viejas aspiraciones de Justicia y Equidad; como cualquier otra profesión donde solo importan el dinero, el beneficio, no la justicia, el primer ideal.
Ejemplos como el de Duhalde nos recuerdan a las nuevas generaciones de abogados que el único Derecho posible (máxime en la teorización de los derechos humanos) es un Derecho “coherente” que lleva a la práctica (personal, también a la vida privada, en el día a día) lo que predica en la teoría. Y Duhalde era y es un ejemplo de esto. Donde teoría y práctica se cruzan, son indisociables. No se pueden escindir. Y esta es la única forma (kantiana) de teorizar sobre estos derechos frente a los alumnos. Llevando a la práctica lo que uno “teoriza”. Llevando a la acción lo que uno escribe sobre los derechos humanos esenciales. Y no hay mejor enseñanza, para los estudiantes de Derecho, que esa. La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. El barro es el camino. Embarrarse. La palabra justa, como diría Urondo, está en el barro. No en los manuales.
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