En 1852 Juan Bautista Alberdi, arquitecto de constitucionalidad de la República Argentina, dogmatizó: “… La constitución debe ser hecha para poblar el suelo solitario del país de nuevos habitantes y para alterar y modificar la población actual”. Al relacionar la superficie de la Argentina con sus habitantes, por entonces menos de 1.000.000 de personas abrumadoramente analfabetas, se preguntó qué nombre merecía un país así conformado: “un desierto”. Por consiguiente, ¿qué nombre habría de darse a la Constitución de ese país?: “La constitución de un desierto”. Siempre mantuvo un diálogo interno: “¿Cuál es la mejor constitución que conviene al desierto?”: la que sirve para hacer que el desierto deje de serlo en el menor tiempo posible y se constituya una República en un “país poblado”. La tesis de su escritura política: “Gobernar es poblar”.
No ingreso aquí en la semántica ni en la morfología de la citada tesis de Alberdi. Sí, en cambio, me aprovecho en parte de su pura y endurecida sintaxis. Adopto como título para este texto “Gobernar es igualar”. Tarea emprendida desde una comprensión teórica con vocación constituyente. A la pregunta “¿cuál es la mejor constitución?”, respondo: la que se oriente de modo decidido, decisivo e imparcial a terminar con la desigualdad social y convertir a la República en un país de ciudadanos igualmente incluidos.
El Estado constitucional es la máxima instancia conocida para la ordenación política de una comunidad de individuos libres.
Las dimensiones de la igualdad, con diverso significado y grado de reconocimiento, pretenden cobijar una determinada fundamentación del Estado, al equiparar por convención aspectos de las relaciones entre los hombres.
La igualdad ante el Derecho significa una de sus fortificaciones. Un nuevo logro: la igualdad de oportunidades. Ambas son insuficientes porque no detienen la marcha regresiva del bienestar. Porque no hay justicia social, el tercer género, el más elevado y solidario.
La desigualdad creciente en la Argentina, donde casi el 60 % de su población es pobre o vulnerable, exhibe la existencia de dos mundos: una ciudadanía política y una ciudadanía social.
Los desposeídos, pobres y vulnerables, no disfrutan y no podrían disfrutar, con el actual estado de cosas constitucional, de una ciudadanía plena de justicia social. Quizá la política.
Nunca se extinguirá por costumbre natural la desigualdad entre los hombres, cuyas fuentes principales y más odiosas, repugnantes y abominables, son la pertenencia a una etnia, el sexo, la edad o la clase social. Las constituciones poseen, en general, pretensiones sobre las que fundar una cierta idea de eternidad; la de la Argentina en el siglo XIX: una república “esencialmente comercial y pastora”. A lo largo de la historia, salvo excepciones, se ha maximizado la concentración de la riqueza (tanto la yacente como la creada) y se ha descuidado, con dolo o negligencia, el crecimiento de la pobreza y la vulnerabilidad poblacional. Actualmente, en 2016, la población de la Argentina supera los 43.000.000 de habitantes; la singularidad de la situación que aquí se denuncia –pobreza y vulnerabilidad– aflige a más de la mitad de ellos. Si bien semejante desgarro no será curado solamente con normas, ellas constituyen un cuerpo de prescripciones sobre la negación o la afirmación de la justicia social.
Es necesario determinar nuevos criterios sobre la igualdad en el propio cuerpo normativo del sistema de la Constitución. Han fracasado las enunciaciones sobre el proceso de la igualdad, actualmente en vigor, en especial, por su insuficiencia. Normativamente, en materia de justicia social, el problema lo constituye más la ausencia de reglas, es decir, la “laguna”, antes que la segura y correspondiente ineficacia de las vigentes. Se debe elaborar un “Prospectus” sobre política constitucional que, llegado el momento constituyente, podría legitimar y favorecer la extirpación del mal: la erradicación de la pobreza. Que contemple la misión fundamental del Estado con la justicia social; la progresividad impositiva; el dominio federal de los recursos naturales, la desnaturalización del latifundio, el impuesto a la herencia, a la renta financiera y una nueva posición en materia de deuda externa que desconozca la ilegítima y la jurisdicción internacional. Nunca será posible destruir por completo a la desigualdad social; se la puede disminuir continuamente. Un progreso con justicia social se presenta como misión fundamental del Estado. La reducción del dualismo en los grados de la ciudadanía se la propicia con múltiples energías. Una puede provenir de un consenso básico, en nuevo auditorio regido por la Constitución en su proceso de variación. Mientras no se produzca un reparto más igual de los bienes que se deben a la naturaleza o a la industria, la lengua de las escrituras laicas serán mejor comprendidas por aquellos que conozcan los beneficios de una ciudadanía completa y conozcan todas sus luces. Y no habrá razón colectiva suficiente para el progreso del individuo humano y su derecho al desarrollo pleno de su personalidad en comunidad abierta.
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