El hombre es un ser ordenado para la convivencia social —leemos en Aristóteles—; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la Ética culmina en la Política.
Juan Domingo Perón
Mendoza, 1949
Durante los últimos tiempos se ha incorporado al debate político —en especial a partir de la irrupción de emergentes como aquellos que representan el agrupamiento «libertario» denominado Libertad Avanza— la cuestión de la discusión sobre la esencia y alcances de la libertad. Las polémicas filosóficas que atañen a este absoluto no constituyen una disputa a partir de la cual pueda establecerse un acuerdo universal de pleno consenso, sino que más bien depende —en suma— del ángulo teórico de quienes plantean el desacuerdo y en particular de la posición asumida respecto a la naturaleza esencial del ser humano.
Por ejemplo, el liberalismo clásico o el primer liberalismo —al considerar al individuo como un sujeto autosuficiente y egoísta— antepone lo individual a lo colectivo, lo privado a lo público. En su versión más extrema encontramos a Hobbes que sentencia que «el hombre es el lobo del hombre» y que desde ese egoísmo sustancial debe pactar tácitamente con los demás sujetos ciertas condiciones indispensables para la supervivencia. El liberalismo es una consecuencia de las revoluciones burguesas, de donde emergerá un nuevo sujeto histórico: el burgués. Este se considera centro de imputación fundamental de todas las normas y de todos los derechos que son individuales —promoviéndose de esta forma la idea de un individuo cuyo propósito no alcanza la plenitud en comunidad—, bastándole apenas un pacto de convivencia. De este modo se asocia a los demás para satisfacer algunas necesidades cuyos horizontes no excedan los estrictamente individuales. El individuo así considerado no requeriría un ámbito colectivo para desarrollarse integralmente ni adquirir todos los derechos sustanciales que le son inherentes por naturaleza.
Otros autores, por el contrario, niegan esta caracterización ontológica de la persona humana y sostienen que —en orden a su condición— el género humano es una especie esencialmente gregaria; es decir, un arquetipo que, por naturaleza, constituye una comunidad de semejantes de la cual es inseparable y que la subjetividad humana se constituye precisamente a partir de esa caracterización conjunta. Los humanos somos, en esencia, seres comunitarios por naturaleza.
Frente a estas posiciones antropológicas planteadas notoriamente desde los extremos, existen otras de lo más variadas y heterodoxas. Algunas, en lo atinente a este texto, pueden verificarse a raíz de la fuerte impugnación a las ideas liberales clásicas que promueven el resurgimiento de doctrinas disidentes. Ellas cuestionarán en sustancia la idea del hombre como sujeto individualista, en términos de aislamiento, de atomización. Tal es el caso del justicialismo.
Acerca de la libertad
Al respecto, Platón ensayará cierta definición —ya por cierto no la única— que logrará en el tiempo relativos niveles de aceptación común. En República, el filósofo propone que la eleutheria (ἐλευθερία) “libertad” es alcanzada por la persona en tanto que su voluntad racional domina sobre aquellos apetitos irracionales y sirve así a la correcta consecución de sus deseos. Del mismo modo, la polis será libre si las clases o estamentos que la componen son capaces de satisfacer las aspiraciones que les son propias, según sea la característica de cada una, en orden al autodominio racional.
Desde su origen, el justicialismo considerará a la persona humana como sujeto que solo puede realizarse en comunidad. Es decir, que no existe un sujeto individual que suscriba un contrato social tácito ajeno a los demás, sino que naturalmente las personas humanas coexistirán en una unidad solidaria y competitiva a la vez, pero simbiótica. Son los lazos y relaciones de proximidad las que constituyen su subjetividad y, al mismo tiempo, constituyen a la comunidad. Es decir, conviven en una relación de «co-constitución» el sujeto y la comunidad.
Es bien oportuno reiterar que la forma de «libertad» pregonada por los nuevos libertarios —no carente de limitaciones y omisiones— deviene de una doctrina que supone a la libertad como el principal derecho individual de un sujeto autosuficiente que «debe gozar casi ilimitadamente de ella», para poder suscribir a un contrato social tal y como sostenían las escuelas contractualistas, para satisfacer sus necesidades e intereses individuales.
Para el justicialismo, por el contrario, la libertad se da esencialmente en el marco de una comunidad. Como veremos, no existe la posibilidad de la persona humana libre en una comunidad que no lo es. Es decir, que la precondición necesaria para que una persona sea libre es la existencia de una comunidad que lo preceda y a la que pertenezca naturalmente; así se va socializando a partir de relaciones de proximidad que parten de núcleos más pequeños —familias— llegando a conformar comunidades, regiones, países, Estados, etc. Por lo tanto, si la libertad se da en el marco de una comunidad a la que se pertenece, ella no es un fin en sí mismo, sino un medio para amalgamar la constitución de esa comunidad.
Perón sostendrá en numerosas oportunidades que la libertad es un medio, no es un fin. Pero siguiendo la idea del supuesto de libertad para la plenitud comunitaria, también sostendrá que esta debe ser considerada como un bien individual que tiene un fin social por cumplir; es decir, está atada, anudada a un fin superior que es el fin social.
La libertad para el justicialismo se encuentra supeditada a un fin social que debe cumplir: no se declama, no se discute, se ejerce y se defiende. Es decir que —para una filosofía como el justicialismo— la libertad no se centra en una discusión filosófica sobre ella. Se ejerce o no se ejerce, se defiende o no se defiende. Es una cuestión filosófico práctica. Es cuando se hace, es en el despliegue, es en la praxis donde aparece la libertad como valor absoluto.
Lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este sentido de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición. Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su cancelación (Perón, 1949).
En 1952 —ante los miembros del Poder Judicial— Perón llegará hasta el extremo de afirmar que ni la misma libertad individual puede ser superior al bien de la Nación.
Perón jamás negará la libertad individual, la supone necesario vehículo para conseguir un logro superior que es el bien colectivo, el «nosotros» sobre el «yo». Mientras tanto, las doctrinas liberales clásicas colocarán al «yo», al individuo sobre el «nosotros»:
Hay una libertad irrespetuosa ante el interés común, enemiga natural del bien social. No vigoriza al «yo» sino en la medida que niega al «nosotros», y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre su actividad una noble calificación (Perón, 1949).
Perón profundizará sobre este aspecto, diciendo:
La conclusión de que sólo en el dilatado marco de la convivencia puede producirse la personalidad libre —y no en el aislamiento— puede ser el agregado indispensable al ideal filosófico de sociología, cuya expresión más simple sería la de que nos es grato llegar a la humanidad por el individuo, y a este por la dignificación y acentuación de sus valores permanentes (Perón, 1949).
La libertad solo existe en el marco de una coexistencia, de una convivencia; no existe como una entidad aislada, no hay un ser libre por fuera de la comunidad. Por lo tanto, asegurar la libertad o asegurar los beneficios de la libertad —como sostiene la Constitución Nacional—, no significa dejar hacer lo que cada uno quiere, sino hacer que cada uno cumpla la ley; porque el nomos para Perón —en sentido de justicia que «distribuye»— es un instrumento que garantiza y ordena la vida comunitaria. Porque es evidente que —más allá del necesario carácter colectivo de la persona humana que coexiste con los demás en relación de proximidad— debe existir un marco regulatorio que normalice, que regule esa coexistencia.
Seguir examinando la noción de libertad del primer peronismo, nos remite entre otros textos a «La comunidad organizada». Allí, un significativo párrafo nos puede ayudar a representar mejor esta cuestión cuando se sostiene que nuestra comunidad «es aquella donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto». Así planteada, la idea deja de lado que la libertad no tiene consecuencias en su proceder y sin olvidar que siempre es tal, solo y en tanto encuentra trascendencia en su ejercicio. Del resultado de los efectos provocados por la ejecución de la libertad, surge la idea de responsabilidad y esta es, básicamente social; es responsabilidad hacia la comunidad a la que pertenezco por naturaleza. Pero otro requisito para que exista la libertad plena, es la justicia social. Para el primer peronismo nunca podrá existir libertad si los individuos no coexisten en un marco de justicia social, de felicidad social, de aquellos deseos satisfechos de cada uno de los integrantes de los estamentos de la polis, al decir de Platón. Ella es el instrumento que permite el ejercicio de la libertad; la injusticia social impide la práctica ética de la libertad.
Si la felicidad es el objetivo máximo, y su maximización una de las finalidades centrales del afán general, se hace visible que unos han hallado medios y recursos para procurársela y que otros no la han poseído nunca.
En consecuencia observaremos que la promulgación jubilosa de ese estado de libertad no fue precedida por el dispositivo social, que no disminuyó las desigualdades en los medios de lucha y defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las posibilidades selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre pudiesen ser objeto de conciencia (Perón, 1949).
Las personas vulneradas por un sistema injusto no pueden gozar del uso pleno de la libertad. La libertad tampoco puede constituir un medio para atacar los objetivos fundamentales del pueblo argentino. Esto tiene que ver con los tres objetivos que como doctrina se plantea el peronismo: la justicia social, la independencia económica y la soberanía política. La práctica de la libertad no puede ser un medio para destruir los objetivos que, colectivamente, fueron fijados por el pueblo durante el proceso revolucionario.
Tal como expresamos, la persona humana no puede ser absolutamente libre si no coexiste en un país libre en su esencialidad. Desde el punto de vista filosófico, a esto se denomina «libertad situacional». En virtud de ella, su alcance está condicionado, de aquella de carácter individual a la libertad del conjunto. Por eso solo puede comprenderse a la libertad en términos de «situación», ejercida de tal modo sale del campo de la discusión teórica y se compromete en la extensión de la praxis, de la práctica concreta.
Así expresados, justicia y libertad conducen como camino inexorable al único lugar posible al que los pueblos son llamados en orden a su destino trascendente: soberanía. Sin ella no hay justicia, no hay libertad, pues las supone a ambas.
Una reflexión destacada que Perón enuncia durante un discurso ante empleados de comercio en 1950, alude directamente a que «no podemos llamar libertad a la existencia de una manera de ser, que tiene sumergidas a las tres cuartas partes de la población privada de la dignidad que el hombre debe tener». Dignidad sin la cual «libertad» es una palabra más que reduce el devenir de la vida a una mera existencia.
Dentro del concepto de libertad —para el pueblo— el primer principio es la libertad de asociación para la defensa de los intereses profesionales. Es decir que el primer peronismo, además, establece un sistema de graduaciones y, dentro del ejercicio de la libertad, la principal y primera libertad es la de asociación, que es al mismo tiempo la de organización. Por eso la organización vence al tiempo y de allí que las organizaciones libres del pueblo llegan a constituirse como centro basal de la organización del Estado justicialista. Dice Perón ante universitarios chilenos el 25 de febrero de 1953: «El único pueblo que puede alcanzar la libertad es el pueblo organizado. Las turbas no han disfrutado nunca en la historia de ninguna libertad». A ese innato carácter gregario de la esencia humana se le agrega la cuestión de la organización. Somos esencialmente comunitarios, pero necesitamos organizar esa comunidad. Por eso es central el texto filosófico «La comunidad organizada».
Respecto a las críticas hechas al peronismo respecto de ciertas restricciones a la libertad —durante el Congreso Mundial de la Juventud Universitaria el 29 de abril de 1952—, Perón reafirmará que «preferimos cargar con la culpa de la libertad —es decir, cargar con la culpa de ciertas restricciones a la libertad individual— antes que echarnos sobre nuestras conciencias la infamia de la esclavitud». Para el peronismo lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas
… es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este modelo de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición. Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su cancelación (Perón, 1949).
Aquí el sistema gradual de proximidades es el garante del ejercicio de una libertad sustancial que no emerge de la imposición normativa de arriba hacia abajo, sino de la coexistencia y el equilibrio, por convicción y persuasión, no por imposición. En «La comunidad organizada», a esa libertad impuesta desde arriba hacia abajo la denomina «irrespetuosa ante el interés común», enemiga natural del bien social. Ello es así en virtud que
… no vigoriza al «yo» sino en la medida que niega al «nosotros», y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre su actividad una noble calificación —y sigue— sólo en el dilatado marco de la convivencia puede producirse la personalidad libre —y no en el aislamiento— puede ser el agregado indispensable al ideal filosófico de sociología, cuya expresión más simple sería la de que nos es grato llegar a la humanidad por el individuo, y a este por la dignificación y acentuación de sus valores permanentes (Perón, 1949).
En conclusión, Perón critica la idea de libertad como principio ontológico primordial de la esencia humana y también a su consecuencia, la meritocracia. En «La comunidad organizada» sostendrá:
Observaremos que la promulgación jubilosa de ese estado de libertad no fue precedida por el dispositivo social, que no disminuyó las desigualdades en los medios de lucha y defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las posibilidades selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre pudiesen ser objeto de conciencia.
La libertad entonces proclamada precisa un esclarecimiento si ha de considerarse su vigencia. Si por sentido de libertad entendemos el acervo palpitante de la humanidad, frente al estado de necesidad dictado por el imperio indiscutido de una fracción electoral, deberemos plantearnos inmediatamente su problema máximo: su incondición, y, sobre todo, su posibilidad de opción.
Libre no es un obrar según la propia gana, sino una elección entre varias posibilidades profundamente conocidas (Perón, 1949).
Finalmente —para el conductor del justicialismo— el verdadero desafío para la humanidad es «difundir la virtud inherente a la justicia y alcanzar el placer, no sobre el disfrute privado del bienestar, sino por la difusión de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada vez mayores de la humanidad: he aquí el camino».
Cuando la posverdad se impone y se generaliza, la verdad pierde significado, el discurso informativo es armado para coincidir con los prejuicios y el mensaje deja de aportar claridad para ajustarse a nociones previas. Estos subproductos del pensamiento son intercambiados con furia en círculos endogámicos, satisfechos por la burbuja confortable de lo «respondido», pero cada vez más lejos de la pregunta. Y es claro que toda duda intranquiliza. Superarla implica apelar y todo cuestionamiento es doloroso —cuánto más si se verifica en un conocimiento de una realidad que repugna—, pero por causa de su naturaleza inquisitiva, demoledora, se llega a la causa secreta de las cosas.
En tiempos en que las palabras parecen contenedores vacíos dominados por rótulos triviales; en una crisis sin precedentes expresada por la disociación cada vez más extrema entre el significante y su significado, es aconsejable delimitar o, mejor aún, reconciliar a las palabras con su contenido. Entender el significado y el poder de la palabra que lo implica, determina toda aprehensión de la verdad. A ese campo de la lucha estamos llamados, a la última trinchera del sentido. No entenderlo a tiempo nos expone a escenarios imprevisibles; será cuando el contexto de lo inconcebible nos lleve a la comprensión tardía de que ciertas circunstancias «no tienen nombre».
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