Diego Maradona es inasible. Lo fue como futbolista y personaje total, lo será cuando flote en los comentarios a generaciones futuras. Y se dice inasible según la fría etimología de la palabra: prefijo negativo in y un derivado del verbo asir, que viene de asa (parte sobresaliente de una cosa que permite tomarla o agarrarla). Sí, a Maradona no se lo pudo, puede ni podrá agarrar. Al menos si pretendemos de él una biografía prolija, equilibrada, impoluta de contradicciones. Misión imposible.

Sabemos que nació el 30 de octubre de 1960 en el Hospital Evita de Lanús, quinto hijo de un matrimonio de Villa Fiorito. La pelota fue la dueña de su vida hasta que él se adueñó de ella. Sus primeros goles, brillos y anécdotas se maceraron en Los Cebollitas, un equipo infantil que engalanó los Torneos Evita (nuevamente el nombre de La abanderada de los humildes aparece en su vida). Lograron salir campeones en una final contra los chicos de San Telmo. Derrotaron 7 a 2 al equipo donde jugaba como defensor un tal Marcelo Tinelli. Muchos goles y trofeos en las inferiores de Argentinos Jrs. le abrieron paso a su llegada a Primera. Una vida que, por mandato de origen, parecía cumplir el destino de la calle de tierra y el blanco y negro, comenzaba a tomar color. Era el momento del hechizo. Maradona recibe un pase corto. La frena, y en ese mismo freno, como un trompo farsante y desprejuiciado, gira y con otro toquecito se pone de frente. De frente para encarar el arco y la vida. Y nos sentimos como los ingleses Reid y Beardsley. Ya no lo podremos agarrar.

Maradona sigue su carrera. Jugando en el Bicho Colorado se confesó hincha de Independiente. Pero lo compró Boca. Al cuarto partido se quiso ir. En el entretiempo de un encuentro contra Newell’s tiró la camiseta en el vestuario porque no le pasaban la pelota. Sus compañeros no querían exponerlo ante la hinchada y no jugaban con él porque siempre estaba marcado. “A mí dénmela siempre, si me putean me la banco”, rogó. La relación con sus pares mejoró y hasta intercedieron con el cuerpo técnico para que le permitieran ir a ver a Queen un sábado en Vélez. Volvió a la medianoche y al otro día le ganaron a Huracán. El 14 de agosto de 1981 Boca lograba el Metropolitano y Maradona su único título en Argentina. Lo esperaba Barcelona, luego Napoli. Ya ganaba mucha plata, pero su discurso y algunas actitudes lo mostraban como un tipo de izquierda, lugar hacia donde quebró sus movimientos tras un freno para dejar desairado a Terry Butcher. Y a nosotros, que ya empezábamos a darnos cuenta de que estábamos frente a algo fuera de lo común.

Se tatuó al Che Guevara en un hombro y a Fidel Castro en una pierna. Cuba fue la tierra que lo recibió cuando en el 2000 desbordó todos los excesos posibles y vio bien de cerca a “El Barba” (la versión maradoniana de Dios). Pasó casi cinco años allí, con idas y vueltas, recuperaciones, caídas y tres hijos por reconocer. Una vez, de vuelta en Buenos Aires, se entrevistó a sí mismo. Fue en 2005 en La Noche del 10, el fastuoso show televisivo que conducía con carisma y Sergio Goycochea. En ese autorreportaje se preguntó por “La Claudia” y se respondió que estaba considerando la posibilidad de retornar a Cuba para dejar liberada a su exmujer de modo que pudiera rehacer su vida con total libertad. “Hace un año y medio que no nos drogamos”, decían entrevistador y entrevistado y ponían así un simbólico mojón en esa relación que Maradona tenía con el consumo desde sus 24 años, cuando comenzaba a jugar en Europa. Costó, pero parecía que esa diagonal que tomaba en su vida lo posicionaba mejor para lo que venía, como cuando dejó parado a Terry Femwick a un metro de la línea del área. Las drogas o Femwick lo podrían haber volteado, pero el destino y Maradona tenían otros planes.

Newell’s, Seviila y otra vez Boca le dieron su camiseta en distintos momentos de una recta histórica salpicada con baches por suspensiones, retiros transitorios y una incipiente carrera como entrenador. Mandiyú y Racing fueron banco de pruebas para que como DT intentara transmitir a otros futbolistas aquello que ninguno jamás podría hacer como él. El punto más alto de esta trayectoria se dio en el Mundial de las vuvuzelas: Sudáfrica 2010. Reemplazó a Basile en 2008, en plena etapa de eliminatorias, y selló el proceso clasificatorio abrazado a Bilardo y vociferando prácticas sexuales injuriantes para periodistas deportivos pretendidamente heterosexuales. El Maradona que apunta y dispara, con sus palabras o con un aire comprimido, como en el verano de 1994, es implacable con los periodistas. Y así los comunicadores, entre el respeto, la admiración y el miedo, intentan sumarse a su juego. Como se ofrecía Valdano mientras Diego entraba al área luego de desparramar ingleses. El rosarino acompañó toda la jugada como faro para la descarga y fue testigo privilegiado de la salida desesperada de Peter Shilton, el movimiento del 10 para abrirse hacia la derecha y el instante previo al desenlace del mejor gol de todos los tiempos.

En ese mismo partido con Inglaterra Maradona también había hecho el primer gol. Con la mano, no lo vamos a negar ahora como sí lo hicimos durante un buen rato en 1986. En un mismo partido Diego pudo dar muestras de la trampa y de lo supremo, de la farsa y de lo sublime, de lo antipático y de lo estético, de lo injusto y de lo bello. Y las mismas aristas contradictorias vamos a encontrar si recorremos toda su vida.

Hoy, en su cumple, elegimos contar unos pocos hitos de sus 60 años vinculándolos al segundo gol, el más puro, el honesto, el que nació producto de la habilidad del mejor jugador de la historia. “El hombre creó a Dios a su imagen y semejanza”, escribió alguna vez Nietzsche. Y, si los argentinos hubiéramos podido crear un Dios propio, ese sería Maradona.

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