En el marco del ciclo de cine-debate “Cultura, Ciencia y Ética”, se exhibió el documental “Mal del viento” (2012) de Ximena González, el cual narra la controvertida historia de Julián Acuña, un niño de tres años que pertenece a la comunidad Mbya Guaraní de Misiones y padece una “cardiopatía congénita”, según es diagnosticado por la “medicina blanca” en el Hospital de Posadas. El líder espiritual de la aldea Pindo Poty asevera que Julián tiene “una piedra en el corazón”, tras un sueño que le muestra la enfermedad del niño y le revela que “si los hombres blancos lo operan para quitársela, el chico muere”.

“Le exigí a Dios que viera adentro del corazón”, había declarado en agosto de 2005 en una nota en Página 12, cuando el caso de Julián tomaba relevancia nacional, luego de que la justicia ordenara el traslado y la internación del pequeño en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, tras un alerta del Ministerio de Salud de Misiones. Es que la decisión de sus padres, Leonarda y Crispín, había sido tan clara como avasallada: su hijo debía ser tratado en el monte por el opy’guá. Ese mismo día, el Comité de Bioética del Hospital Gutiérrez se reunía para tratar el caso.

“El hombre blanco no va a comprender. No va a saber si el niño tiene el ‘mal del viento’. Solo el líder espiritual guaraní puede saber y cura sin remedios esta enfermedad”. La sabiduría ancestral en la borrascosa voz anciana se quiebra por momentos en silencios que se colman con el canto indígena guaraní, y la impactante fotografía que se eleva sobre una alborada gris parece esfumarse en el inhóspito monte misionero. Debajo, unas letras blancas arrebatan la atención del espectador: “Mal del viento”, una película de Ximena González.

 

-¿Por qué elegiste el caso de Julián Acuña para documentar?

-Al principio no lo elegí conscientemente, en ese momento estaba trabajando en una productora de documentales, muchos de ellos vinculados a la temática indígena y cuando Julián Acuña llega a Buenos Aires para su traslado al Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez, habiendo ya sido el caso judicializado y la noticia tomado relevancia nacional, nos llegó la inquietud de un vocero de la comunidad Mbya Guaraní de poder hacer algún tipo de registro de esta situación. Al principio, sus padres no estaban de acuerdo con la operación porque no les habían informado demasiado de qué se trataba y también porque querían tratar a Julián con la medicina tradicional del monte.

 

-Imagino que en ese contexto, habrá resultado difícil tomar registro dentro del hospital y estar permanentemente con ellos filmando, siendo que no están acostumbrados a las cámaras, a la exposición o al castellano, incluso.

-Llegué a conocer a Julián, a su familia y a algunos agentes sanitarios que los acompañaron de la mano del vocero de la comunidad. Primero empecé a ir sola, sin registrar nada aún, porque me parecía invasivo de pronto ingresar con una cámara en la habitación y porque el tratamiento que estaba recibiendo el caso por parte de los medios de comunicación, me parecía violento. Cuando los conocí, la operación parecía inminente, pero se dilató todo muchísimo y fue un proceso muy complejo: no se trataba solo de medicina guaraní versus medicina occidental, como se presentaba en la televisión, sino que el caso se compuso de muchas aristas para esa familia. Estuvimos largo tiempo en el hospital y la internación duró más de lo que se esperaba, fue casi un año. En el momento en el que me puse en contacto con ellos, no pensé en hacer una película.

 

-¿Y estuviste todo ese año con ellos?

-Fueron varios meses en el Hospital Gutiérrez, después a Julián lo operaron y volvió a un hospital en Posadas, ahí pude viajar y acompañarlos en ese momento. Meses más tarde, él vuelve a estar internado en el Hospital Gutiérrez, fui a visitarlo y realicé registros allí también. Pasó el tiempo y cuando Julián muere de forma inesperada, no sabíamos qué hacer con todo ese material y quedó ahí latente. Unos años más tarde empezamos a ver que se trataba de un registro valioso y que era muy importante mostrar esta historia desde adentro, la retomamos y salimos a buscar financiamiento.

 

-El documental pone de manifiesto el choque cultural e ideológico que tuvo este caso. Desde un punto de vista ético, ¿cuál es tu opinión respecto al rol que desempeñaron los medios de comunicación?

-Desde un principio entendí que debía separarme del tratamiento que le daban los medios al caso, la forma en que ellos construían la noticia y lo que nosotros intentábamos hacer con Julián, su familia, y el punto de vista de la comunidad. Durante el tiempo que Julián estuvo internado en Buenos Aires y estaba en tela de juicio la operación, recuerdo que salía de casa muy temprano hacia el hospital, pasaba con ellos casi todo el día en la habitación y lo que registraba no era más que una espera y al regresar a casa, veía cómo los resúmenes de los noticieros de la televisión mostraban una espectacularidad en la cobertura del día, como si todo el tiempo estuvieran sucediendo grandes acontecimientos que pudieran incidir en la decisión de lo que ocurriría finalmente con Julián y nada de eso estaba sucediendo.

Esto me hizo pensar en el tratamiento que quería darle a la película y cómo entendía que se construía ese entramado, puesto que en realidad lo que pasaba no era más que la espera de Julián, un nene de tres años, preso de una decisión que no era suya, ni de su familia ni de su comunidad.

Los medios siempre mostraron una posición ideológica muy marcada. El documental muestra que tras la operación, los títulos celebraban “finalmente, triunfó la ciencia”, como si se tratara de un enfrentamiento entre la civilización y la barbarie. Pasada la operación y la conferencia de prensa en el Gutiérrez, hubo una clausura narrativa, puesto que el posoperatorio de Julián fue muy largo y los medios ya no hablaron de ello, todo se limitó al “triunfo de la ciencia”.

 

-¿Creés en el “mal del viento”?

-Pienso que cada sujeto que crece y se desarrolla dentro de una cultura determinada, tiene el derecho a vivir de acuerdo con sus creencias y cosmovisión. Creo en la diversidad cultural y en la autodeterminación de los pueblos.

 

-¿Acompañar a Julián en todo ese proceso dejó una marca en tu vida?

-Sí, mucho, de hecho cada vez que proyectan la película trato de estar presente y, en general, se da este debate. También soy docente y veo que siempre se trabaja en la forma en que el documentalista influye o altera la situación que registra, pero muy poco se habla acerca de cómo esa situación transforma al documentalista. Sin duda, a quien más influyó el proceso de realización de “Mal del viento” fue a mí, ya que fue muy largo y muy duro, puesto que no dejó de ser el acompañamiento de un nene de tres años que agonizó un año y murió.

 

-¿Cómo trabaja, entonces, el documentalista sus emociones?

-Particularmente, no soy una documentalista muy prolífica, no puedo hacer una película por año y eso es porque cuando empiezo con un proyecto me involucro con la historia, y con la gente con la que estoy trabajando. Incluso, me replanteo cosas propias en función de lo que estoy investigando.

 

-¿Tuviste algún contacto con Crispín y Leonarda, padres de Julián, tras el estreno del film?

-Pasaron varios años entre el registro con la familia y la realización del film. Cuando retomé el rodaje, viajé a Misiones para buscarlos, contarles que queríamos hacer una película con todo ese material y saber si ellos estaban de acuerdo en dar a conocer esta historia. Fue complicado encontrarlos, porque estaban viviendo en otra comunidad más alejada. Una vez que estuvieron de acuerdo, empezamos a trabajar y cuando estuvo terminada, volvimos a Misiones con la película y nuevamente habían migrado a otra aldea más lejana aún. En la comunidad no tenían luz, así que fuimos todos juntos a pie buscando el tendido eléctrico más cercano, un señor nos prestó su casa y con tablones de madera montamos un cine. Leonarda y Crispín estaban mejor desde la primera vez que viajé, habían rearmado su familia con dos hijos, ambos muy sanos, pero no sabía cómo podían reaccionar al revivir toda esta historia. Pero independientemente de lo emocionante que fue el encuentro, quisiera ser portavoz de las necesidades que están pasando las comunidades: ellos ya venían de una realidad terrible y nada había cambiado en todos esos años. Es la lucha que continúa por el derecho a la tierra, a la interculturalidad y a la salud.

 

-¿Estás trabajando en un nuevo proyecto?

-Estoy haciendo una película basada en los modos en que la gente ejecuta el olvido. En este caso, cómo sistemáticamente intenta olvidar lo que ha visto en procesos históricos determinados. “El ritual del alcaucil” es un proyecto que vengo pensando hace mucho tiempo y que transcurre en mi barrio, yo crecí en la frontera entre Sarandí y Villa Domínico y entre dos cementerios muy importantes: el Israelita y el Municipal de Avellaneda. Crecí jugando entre sus plazas, por lo que la presencia de los muertos era algo bastante natural en nuestras vidas. Ya en la Escuela de Cine, hicimos un primer rodaje con un compañero, cuyo padre estaba desaparecido tras la última dictadura cívico-militar y, tiempo después, supimos que el cuerpo de su padre fue encontrado en una fosa común en el cementerio de Avellaneda. Ese cuerpo estaba junto con otros y ahí pude tomar dimensión de la cantidad de personas que desaparecieron en mi barrio a plena luz del día y a la vista de todos sus vecinos conocidos. No solo el caso de Azucena Villaflor y su hijo, sino el de primos de los Villaflor, entre otros. Personas que nadie nunca jamás ha vuelto a nombrar. De ahí que empecé a pensar en cómo son esos rituales cotidianos que lleva adelante la gente para decidir, cada nuevo día que amanece, olvidar esa historia que está en sus calles.

 

 

La vida de improviso
“El hombre de la cámara” (1929) de Dziga Vértov, fue uno de los primeros intentos de mostrar en el cine “la vida de improviso”, erigiendo la cotidianeidad en un lenguaje de planos y contraplanos. Mientras cursaba el comercial en un colegio secundario en Avellaneda, Ximena supo que captar al mundo bajo el prisma del arte iba a ser su destino. Se graduó como documentalista en el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda y como licenciada en Enseñanza de Artes Audiovisuales en la Universidad Nacional de San Martín. Su ópera prima, “Trazos internos” (2000), retrata la vida que llevan los pacientes internados en el Hospital Borda, poniendo el énfasis principal en las actividades que se realizan en sus talleres de expresión. El día que la cámara se apagó, ella se quedó en la institución y participó en el taller literario durante un año. Nadie la estaba grabando. Hoy, como directora consolidada, forma parte del movimiento de documentalistas que luchan para no perder la ya agónica línea de subsidios que permite dar apoyo y fomento a documentales en todo el país. “Estos trabajos son posibles gracias a una línea de subsidios para documentales de bajo presupuesto del Instituto Nacional de Cine (INCAA) –dice-, y que ha permitido que en los últimos ocho años se multiplicara exponencialmente la cantidad de materiales que se producen en el país. Luchamos por un Instituto autárquico, que defienda esos fondos de fomento y que cuente con comités de evaluación independientes, conformados por documentalistas”.

 

 

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