Crear un espacio de cine-debate en la Universidad es una tarea de la mayor importancia. Y mucho más cuando ese espacio se destina a problematizar cuestiones vinculadas a la filosofía, como por ejemplo la relación entre ciencia y ética. Dos racionalidades diferentes: por una parte la racionalidad demostrativa de la ciencia en  diálogo con la racionalidad deliberativa de la ética y la política. Dos racionalidades confrontadas a través de imágenes que nos desafían, porque nos animan a la sospecha. ¿Es en verdad la ciencia un conocimiento universal, objetivo y sobre todo neutral, tal como el cientificismo hegemónico nos enseña? ¿Es el progreso científico el destino superador de todo cambio o transformación acontecida en ese particular modo de producir conocimiento  que hemos dado en llamar “ciencia”? Porque, en definitiva, ¿qué es el progreso? ¿quién o quiénes establecen los parámetros o criterios de lo que significa “progresar”? ¿Acaso entramos en contradicción con alguna verdad universal si decidimos, nosotros aquí y ahora, asumir la responsabilidad de modificar tales parámetros?  ¿En función de qué valores realizaremos esa modificación, en caso de considerarla deseable y posible? ¿Quiénes pueden o deben participar en las decisiones en torno a los objetivos y fines valioso de la ciencia y la tecnología? ¿Los expertos, los funcionarios, la comunidad? ¿Qué alcance daremos al concepto de “comunidad”? ¿Vamos a circunscribirlo a una clase, una profesión, una etnia, una forma de vida? ¿O por el contrario aceptaremos el desafío del diálogo con quienes nos son diversos? Por último, ¿estamos dispuestos a practicar un efectivo encuentro intercultural que reconozca en los otros y en sus saberes aportes relevantes para la construcción de sentidos? Estas son algunas de las preguntas que la filosofía plantea en torno a la ciencia y la ética. El cine es, sin duda, un excepcional disparador para su formulación, al tiempo que nos estimula en la construcción de respuestas superadoras.

Para comprender esto es importante explorar la relación entre cine y filosofía, que considero resulta de gran interés porque se trata de una relación fértil en la teoría y poderosa en la praxis. Por una parte, podemos afirmar que es una relación -o mejor aún una tensión interna, constitutiva, fundante- que acompaña a la filosofía desde su nacimiento. En Grecia, en el siglo V antes de Cristo, la filosofía se construye como lo “otro” del cine.[1] Un “otro” que en cierta forma desprecia, pero también necesita para fortalecer su identidad. Frente a un arte de simulacros, copias e imágenes la filosofía aspira a realidades puras, es decir inteligibles. En un pasaje central de su “República” conocido como “alegoría de la caverna”, Platón presenta al filósofo como aquel que rechaza activamente la ilusión de las imágenes, ya como espectador, ya como productor o reproductor de reflejos vanos.[2]  Sin embargo, la paradoja no tarda en manifestarse tan pronto advertimos que Platón recurre a alegorías, imágenes y metáforas para definir la especificidad de la práctica propia. En este caso, la sala de cine o caverna es habitada por prisioneros. Porque son señalados como prisioneros de la ignorancia quienes eligen entretenerse en sus cómodas butacas con ficciones que otros inventan para su sometimiento.

Ahora bien, ¿por qué recurre Platón a imágenes para transmitir su mensaje, cuando son las imágenes precisamente aquello que impugna? ¿Acaso no advierte que se trata de un franco acto de contradicción performativa? ¿O es el crear ficciones una condición irredimible del lenguaje, que no logra ser eludida ni siquiera cuando lo que se intenta es aprehender la anhelada “realidad”? Quizás, ocurre simplemente –tal como nos recuerda Gastón Bachelard en su maravillosa Poética del espacio– que la imagen es antes que el pensamiento.[3]  Y si este es el caso, entonces nada hay para traducir o expresar, sino más bien para crear e inaugurar. Inaugurar sentidos, que integrarán redes conceptuales y valorativas, que circularán en diversas formas de vida y producirán efectos que en cada caso se impone explorar.

Filosofía y cine entonces, vinculadas desde ese comienzo histórico y también político, que predice una trayectoria de encuentros e intersecciones. Se trata de una tensión que en ocasiones se despliega e intensifica; en otra se escatima y esconde según los tiempos y los autores, pero que nunca deja de estar presente. A veces de modo explícito, otras no tanto. Tensión que puede manifestarse en  una curiosa recursividad, tal el caso del film de Bernardo Bertolucci, cuando el conformista Marcello Clérici encarna la famosa alegoría platónica con las sombras que su propio cuerpo proyecta. Puede ocurrir que el cine ponga en imágenes motivos fuertemente filosóficos, y este es caso de Andréi Tarkovski, por citar a un autor a mi juicio paradigmático si recordamos, por ejemplo, su film El sacrificio. Otras veces el cine presenta a los filósofos en sus tareas cotidianas de pensar, disertar, enseñar, como el  Wittgenstein de Derek Jarman; o en tormentosas relaciones familiares y afectivas como el Nietzsche de Liliana Cavani en Más allá del Bien y del Mal.

Está claro que los modos de vinculación señalados a modo de ejemplo no agotan las relaciones posibles entre filosofía y cine.  Precisamente, entre esos modos no enumerados, me interesa destacar aquí que ambos, filosofía y cine, tienen un especial potencial: el potencial de crear ficciones y al mismo tiempo desmotarlas. Claro está que estamos hablando ahora de otro modo de ejercitar la filosofía: no ya la filosofía metafísica o “patológica” denunciada de modo eminente por Federico Nietzsche y también por Ludwig Wittgenstein,[4] sino que referimos a una práctica filosófica, mencionada también “terapéutica” o “deconstructiva”, que se caracteriza por afirmar las imágenes en su potencia fragmentaria, superficial, evanescente. Un modo particular de ejercitar la filosofía procediendo a martillazos que socavan los cimientos de las certezas esclerosadas, para explorar luego nuevos lenguajes que no reniegan ya de su injusticia y su precariedad.

Filosofía y cine se unen en esta capacidad de problematizar el lenguaje o los lenguajes: formales, audiovisuales, cromáticos, verbales, tonales. Y pueden hacerlo sin recurrir a la trampa del recurso metalingüístico, que hace del lenguaje un objeto, cuando –tal como una y otra vez nos recuerda Wittgenstein  en sus palabras que invocan el silencio- el lenguaje es siempre, e inevitablemente, “sujeto”.[5]

Filosofía y cine problematizan el lenguaje de modo radical cuando ponen en el centro de la consideración la idea misma de “representación”. Ahora bien: poner en cuestión la representación de un modo radical no es denunciar al modo platónico que la representación es ilegítima cuando trafica con imágenes que ocultan la “verdadera” realidad. Por el contrario, se trata de mostrar que toda representación es necesariamente fallida en tanto supone una transposición entre órdenes inconmensurables que la colocan siempre al borde del quiebre, de la ruptura, del abismo. Y esto vale para la representación en el campo de la ciencia, de la política, del arte.  Podemos reconocer que toda representación se construye desde una subjetividad particular, históricamente situada, que la condiciona y la determina. A estos límites subjetivos e históricos podemos sumar otros, como por ejemplo las características del soporte material sobre el que se construye la representación y aún los límites morales acerca de qué y cómo es correcto y justo representar. Pero nada de esto resulta suficiente si no reconocemos, en palabras de Massimo Cacciari, que es la tragedia del lenguaje el irredimible límite de toda representación.[6]

Sobre la base de este reconocimiento de límites y de la problematización de la idea de representación, el cine deviene un instrumento privilegiado a la hora de encarar la formación de la comunidad en áreas centrales de la filosofía, como lo son la epistemología y la ética. Se trata entonces de proponer films que inviten a repensar las fronteras de los discursos dominantes, ya sea en ciencia o en ética y de modo muy especial en la interface entre estos saberes y también otros, por ejemplo las artes. Porque son las artes audiovisuales las que nos convocan a un espacio de encuentro, y esto no es un dato menor ya que -como nos recuerda Federico Nietzsche- el artista trágico o dionisíaco logra bucear más profundo en los abismos de la vida que sus compañeros filósofos o científicos.

Por supuesto hablamos de comunidad en un sentido amplio, que incluye a  estudiantes, docentes, investigadores, administrativos, cineastas, amigos, vecinos. Todos ellos con sus palabras y miradas diversas se animan al peligro de la caverna para ser interpelados por imágenes. Nada más ni nada menos que imágenes. Imágenes poderosas, imágenes trasgresoras, imágenes a través de las cuales el sentido se inaugura y fluye en la superficie misma del lenguaje. Sentido que se enriquece al ser aprehendido por las subjetividades situadas e históricas encarnadas en personas dispuestas a entrar en esa zona de peligro y de salvación, en la que es posible desafiar los poderes de turno pero muy especialmente desafiarse a sí mismo,  ya que de un modo y otro son esos poderes los que han marcado nuestra subjetividad cognitiva y deseante.

Es precisamente aquí donde aparece la ética. La ética no ya como discurso sobre principios o valores, sino la ética como praxis. Y la praxis es siempre social. La ética, o practica colectiva de reconocimiento de la contingencia y del trabajo sobre los límites, nos permite aceptar el carácter ficcional de todo conocimiento y el resabio indecidible de toda decisión que no agota su fundamentación en normativas vigentes. Pero sobre todo nos permite hacernos cargo de las consecuencias de nuestros actos creativos, aceptando la responsabilidad que todos tenemos en la construcción social de los significados.

Entiéndase bien, no se trata de declamar moral, fundamentando qué es bueno y correcto por oposición  a lo feo y malo.  Porque si algo nos enseña el encuentro cinematográfico es en el reconocimiento de la precariedad de todo lenguaje, en primer término. En segundo término, el reconocimiento de la ética como capacidad transformadora. A partir de la transformación personal y social, resulta posible la emergencia de otras preguntas, otros enigmas, otros azares. Otros lenguajes y otros mundos: aquellos que en cada caso les corresponden.

 

[1] En este punto tomo la “proyección de imágenes” como el sustento primario del cine, que si bien no se reduce a esto, es su soporte fundante.

[2] Cfr. Platón República, Bs. As. Sudamericana, 1963, Libro VII, pp. 381 y ss.

[3] Cfr. Bachelard, G. La poética del espacio, México, 1965, Introducción, pp.7 y ss.

[4] Cfr. Nietzsche, F. Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 2001 y Wittgenstein, L. Investigaciones Filosóficas, Barcelona, Crítica, 1988.

[5] Cfr. Wittgenstein, L. Tractatus lógico-philosophicus, Madrid, Alianza, 1979, proposición 4.12 y ss.

[6] Cfr. Cacciari, M. Krisis, Ensayo sobre la crisis del pensamiento negativo de Nietzsche a Wittgenstein, México, Siglo XXI, 1982.

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