La economía social y la economía popular siguen siendo objeto de debate entre los sociólogos, los economistas y demás teóricos del desarrollo, posiblemente por el profundo pragmatismo de sus prácticas organizativas, quizás también por la complejidad que subyace al entramado de conceptos vinculados. De todos modos, la mayoría de los autores del campo teórico coincide en destacar una relación causal entre el fin del Estado de Bienestar y del paradigma fordista–keynesiano en los 70s y la aparición de iniciativas productivas en torno a la autogestión como consecuencia de las sucesivas crisis económicas. En efecto, a fines del siglo veinte una cantidad considerable de trabajadores, desprotegidos y a merced de la lógica excluyente del mercado, se organizaron para conformar opciones alternativas, mercantiles o de autoconsumo, con el objetivo de garantizar su propia subsistencia. Estos procesos han nutrido al sector cooperativo tradicional en aquellos casos donde prevaleció la solidaridad y una determinada formalidad y organización del trabajo. También creció la economía popular, solidaria y no solidaria, colectiva o individual, que en grado distinto de precariedad y vulnerabilidad constituye el medio de sustento de vastos sectores sociales, que en nuestro país se estiman en seis millones de trabajadores.
El enfoque teórico latinoamericano utiliza conceptos como “economía social y solidaria”, “economía popular» o “economía del trabajo”. Lo hace desde un sentido propositivo y crítico del sistema económico vigente, mediante un abordaje interdisciplinario y humanista. Esta perspectiva se relaciona con la economía sustantiva y las prácticas solidarias históricas y ancestrales vinculadas a la reproducción y el cuidado de la naturaleza, la valoración de los derechos humanos y la igualdad; en definitiva con la construcción de la mejor sociedad posible, como lo han entendido los países hermanos de Bolivia en 2009 y Ecuador en 2011, incorporando esta concepción en sus reformas constitucionales.
Al mismo tiempo, los aportes teóricos a nivel mundial oscilan en general entre dos posiciones. La anglosajona, que ve en la economía social una rueda de auxilio del capitalismo, sobre todo en contextos de crisis; y la latina, que plantea una variante superadora y solidaria que en algunos discursos se ha denominado “otra economía”. Es por ello que en nuestro país y en términos generales, se sostiene que las ideas de la economía social y solidaria representan concepciones críticas del orden económico imperante y, al mismo tiempo, constituyen una solución dentro del propio sistema. Este enfoque amplio ve en la economía social una práctica transformadora, advirtiendo que actualmente la sociedad no demanda cambios radicales, sino que responsabiliza al Estado por su incapacidad a la hora de reducir la exclusión capitalista. Esto último, claro está, proyecta un sinnúmero de apreciaciones y escalas de análisis.
En ese contexto, algunos teóricos suelen presentar a la economía popular como un subsector de la economía general, junto al sector privado empresario y el sector público. Se habla de tres subsistemas: el subsistema empresario privado, que persigue la acumulación de capital; el estatal, que busca la reproducción del poder político; y el subsistema de la economía popular, cuya misión es resolver las necesidades humanas. Dentro de este último grupo, las organizaciones que conforman la economía social organizada tienen como eje central al trabajador, los medios de producción se transforman en colectivos, existe una democratización en la toma de decisiones bajo la lógica de “una persona un voto” y prevalece la solidaridad entre sus miembros. En el mismo espacio y diferenciada, se localiza la economía popular en su versión vulnerable, conformada por los trabajadores que realizan sus actividades de autoconsumo o mercantiles informalmente, sin salario ni patrón y que además lo realizan en condiciones precarias, muchas veces artesanales o con escaso uso de tecnología, escaso financiamiento y dificultades para acceder a procesos de capacitación. Su origen se encuentra fuertemente vinculado a la crisis del capitalismo tradicional y al retiro del Estado.
La solidaridad como principio básico
La noción de economía social en su acepción solidaria nos conduce a un análisis crítico de la ciencia económica. Vemos que la solidaridad no se encuentra en la teoría económica tradicional; por el contrario, existe una confianza desmedida en los mecanismos de asignación del mercado y en el comportamiento racional de los individuos, bajo los preceptos de libertad, eficiencia e igualdad jurídica. A lo sumo en determinados temas se esboza la importancia de la cooperación; pero la solidaridad, que es propia de la condición humana, es permanentemente olvidada por la lógica económica imperante.
Otros condicionantes esenciales tales como la subjetividad y las relaciones sociales también son menospreciados. En efecto, los contenidos estudiados en las carreras de economía que responden a modelos de equilibrio de los mercados, eficiencia y libertad individual, en general se orientan a comprender las conductas de los agentes económicos en base a una racionalidad casi absoluta. De este modo, en la visión ortodoxa y en la pura eficiencia neoclásica, cualquier tipo de conducta basada en valores humanos, éticos, morales y solidarios se desvanece a favor del agente económico maximizador.
Los actores de la economía social y de la economía popular no promueven en general una visión antisistema, sino una mirada crítica que propone incorporar a la solidaridad como un valor determinante para mejorar y humanizar los mecanismos del mercado y para acrecentar la calidad de vida de las personas. Por eso se habla de encastrar la solidaridad en los procesos económicos y de desarrollar una economía centrada en el trabajo y las necesidades comunes. La asociatividad y la cooperación son pilares de la economía social y se deben introducir adecuadamente en la teoría y en la práctica económica. Tampoco esta nueva economía se propone como una instancia posterior para paliar las inequidades del capitalismo una vez que el daño está hecho, sino como un mecanismo que debe actuar en conjunto con la economía tradicional en la producción, el consumo y el empleo. Dicho de otro modo, más solidaridad en todas partes y que transforme la economía en un nuevo modo de hacer y en una nueva racionalidad.
Para ello, los autores latinoamericanos ya mencionados proponen varios caminos. Estos se relacionan con revalorizar diferentes aspectos de la vida e historia de la humanidad y de su propia condición, entre los que podemos destacar la solidaridad propia del mundo del trabajo, la de los pueblos originarios, la de las nuevas formas de desarrollo económico, la del cuidado del medio ambiente y protección de las minorías sociales, como así también la tradición de defensa y ampliación de los derechos de los trabajadores.
Esta perspectiva no ignora que el sistema económico se mueve en una lógica perversa, donde el costo del trabajo es la fuente que garantiza la capacidad del mismo de reproducirse y protegerse. En efecto, la economía popular convive con los propios mecanismos excluyentes del sistema, pues los trabajadores son quienes, desempleados por la lógica capitalista (y sin quererlo), disciplinan a los trabajadores formales, que no tienen más remedio que aceptar rebajas salariales, flexibilizaciones y condiciones desventajosas para proteger su fuente de trabajo, fácilmente reemplazables por aquellos desocupados del “ejército laboral de reserva”. Así, el costo del trabajo es el precio estratégico de la empresa capitalista y se impone como la variable de ajuste que determina los acontecimientos.
En este sentido, mientras el paradigma fordista-keynesiano y el Estado de Bienestar de los “30 años gloriosos” (última época de pleno empleo) crearon las condiciones para la organización de los sindicatos y por lo tanto los trabajadores ganaban en protección colectiva de sus empleos y niveles de ingreso, la década de los 70s y 90s y sus procesos neo-institucionalistas de ajuste dejaron enormes masas de trabajadores que comenzaron a retornar hacia la producción simple de mercancías, tal como ocurría en tiempos remotos pre-capitalistas, y también hacia formas autogestivas colectivas, tales como las empresas recuperadas y las cooperativas de trabajo. Es así que los marginados del sistema se vuelcan a las organizaciones que conforman la economía social avanzada o permanecen en la economía popular en su versión más limitada, informal y vulnerable, evidenciando la -a veces lograda, a veces aspirada- necesidad de crear solidaridad colectiva para protegerse.
En un contexto así caracterizado, las formas avanzadas de economía popular, es decir la economía social tradicional (cooperativas, mutuales y asociaciones) y la llamada “nueva economía social” (ferias, clubes de trueque, redes de comercio justo, moneda social, etc.), se convierten en una síntesis superadora de la posesión y utilización de los medios de producción propia de la antigua fabricación simple de mercancías, por su carácter colectivo, y también son experiencias superadoras de la más reciente apropiación de los medios de producción capitalista, por su carácter solidario. De allí su fortaleza y capacidad transformadora, que en tiempos de pandemia es imperioso aprovechar.
Las tensiones siempre presentes
Hemos dicho que ante la creciente exclusión que genera el sistema, predominan en los sectores subalternos las estrategias de supervivencia de quienes se han tenido que crear su propio trabajo sin salario ni patrón. Y de allí la conformación de un tipo de economía frágil, que se hace recíproca del capitalismo salvaje, pues “le hace el juego” al asimilar su funcionamiento a formas de auto-explotación del individuo trabajador. El interrogante principal queda latente: ¿Se pasará en algún momento de las formas de resistencia recíprocas del capitalismo a la búsqueda de alternativas superadoras?
La pequeña producción para el autoconsumo o mercantil independiente es la actividad central de la economía popular. Y convive, además, con las formas empresariales que, a partir de la no registración de sus trabajadores y actividades para evadir impuestos o cargas sociales, proliferan en las economías periféricas, deudoras del neoliberalismo excluyente. Estos mecanismos nutren en el peor sentido a la economía popular y se asimilan a otras formas de subsistencia propias de los contextos pobres y su gente, cuyo único esfuerzo va en el sentido de ganarse la vida en un mundo del trabajo injusto y desigual. Así, las grandes empresas y hasta el mismo Estado por acción u omisión en ocasiones son responsables directos o cómplices de tal proceso excluyente.
La economía popular fragmentada, individualista e informal es una salida desorganizada, caótica, donde se multiplican las actividades individuales y mercantiles de subsistencia desarticuladas de su base social. Es una característica del sistema excluyente del capitalismo y su entorno jurídico; remite a formas de evasión y explotación ante las cuales se deben edificar políticas públicas consistentes. Para ser más claros, ayudarlos a que se organicen y se formalicen y a que conquisten derechos laborales.
En el marco de esta complejidad de conceptos y experiencias reales también emergen perspectivas donde se aborda la identificación política e ideológica de los participantes, como sucede en algunos movimientos sociales. Sin embargo, es preciso comprender que la idea de economía popular sugiere algo cotidiano, al tiempo que las formas de relacionamiento entre las personas tienen una lógica comunitaria, territorializada, profundamente social, donde las relaciones de parentesco y afinidad cobran valor, lo que algunos llaman “lazos fuertes”. En efecto, en el contexto de la flexibilización posfordista de las grandes empresas, que descentralizan la producción para bajar costos, la informalidad crece. Este suceso ha dado lugar a una revalorización pública del trabajo artesanal, doméstico y familiar que hoy constituye la base de la economía popular, pero que al mismo tiempo depende en gran medida de alguna forma de reconocimiento que pueda brindarle el Estado, como se ha logrado con el salario social complementario o el monotributo social en nuestro país.
Sin lugar a dudas, conocer las lógicas de funcionamiento de la informalidad puede conducir a establecer puentes entre esta última y la economía popular “organizada” de los trabajadores, en su modalidad cooperativa tradicional, o en lo que se conoce como “la nueva economía social” (redes de comercio organizado y solidario), en pos de resistir el embate de las formas de exclusión propias del sistema.
A modo de cierre
El análisis de algunas visiones teóricas sobre la economía social y la economía popular, en lo que refiere a la búsqueda de conceptos unificadores, nos sugiere que no parece imprescindible llegar a acuerdos teóricos en exceso sintéticos, tampoco forzar ideas generales muy abarcativas; sino que resulta más importante comprender las lógicas de funcionamiento dinámico de este sector, comprendiendo sus múltiples particularidades, analizando hacia dónde se dirige y qué papel adoptará ante futuras reconfiguraciones del sistema económico.
El contexto actual en el que interactúan el sector de la economía popular, el Estado y las políticas públicas es el de las relaciones propias del capitalismo de mercado, no con mercado, donde vastos sectores de la población van quedando marginados de la “modernización” y la “apertura al mundo”, a la vez que se ven afectados los mecanismos de integración social logrados durante el Estado de Bienestar. Así, estos sectores subalternos buscan alternativas de trabajo asociado para subsistir y dotarse de un imprescindible bienestar económico. Esta realidad pone en debate la idea de participación (ciudadana, social, partidaria, colectiva) y de conflicto, en tanto estos movimientos y organizaciones interpelan al poder en busca de respuestas, las que a través de las políticas públicas planificadas armonicen la conflictiva relación con el sistema privado de la economía tradicional y con el propio Estado.
Hace falta presencia del Estado para que a través de las políticas públicas participativas se contribuya al desarrollo territorial, pero a “otro desarrollo”, puesto que es inviable para el medio ambiente y la armonía social el camino de desarrollo tradicional que han seguido los países centrales. Se trata de una propuesta que depende en gran forma de los valores solidarios y por lo tanto de una fuerte participación de los actores de la economía popular organizada. Se propone partir de lo nuestro y potenciar lo nuestro. Ni “efecto derrame”, ni mero asistencialismo que vuelve eterna a la pobreza, sino gestión participativa, solidaridad y cooperación, que son instrumentos para potenciar el bien común.
En la periferia, las características y formas predominantes del mercado, deudoras del programa neoliberal, plantean una enorme contradicción cuando ponen a competir en las formas de aprovisionamiento, producción y comercialización a los trabajadores de la economía popular con el negocio privado tradicional. Y cuando el Estado, más allá de planes y programas sociales, carece de una capacidad de respuesta a demandas históricas desde una acción integral, que lo alejen de densos y complejos entramados burocráticos que no se condicen con las necesidades y capacidades de los actores de la economía popular.
En el contexto de una economía en crisis, que buscará una rápida recuperación luego de la pandemia, el Estado deberá acompañar a los trabajadores populares, procurando condiciones para una inserción favorable en la actividad económica, ya sea en la economía social organizada o en la tradicional.
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