Introducción

La seguridad ciudadana ha pasado a ser en los últimos tiempos uno de los temas centrales de preocupación de los ciudadanos y los medios masivos de comunicación, por tanto, una de las cuestiones a resolver por los responsables políticos de principios de este siglo.

Actualmente, los Estados democráticos promueven modelos policiales acordes con la participación de los habitantes, bajo el entendimiento de que la protección de los ciudadanos por parte de las fuerzas de seguridad debe darse en un marco de respeto de la institución, las leyes y los derechos más básicos. Así, desde la perspectiva de los derechos humanos, cuando en la actualidad hablamos de seguridad no podemos limitarnos a la lucha contra la delincuencia, sino que estamos hablando de cómo crear un ambiente propicio y adecuado para la convivencia pacífica de las personas. Por ello, el concepto de seguridad debe poner mayor énfasis en el desarrollo de las labores de prevención y control de los factores que generan violencia e inseguridad, que en tareas meramente represivas o reactivas ante hechos consumados (CIDH, 2008).

Hablar de seguridad ciudadana implica casi de una forma automática hablar de una autoridad que ordene y garantice dicha seguridad con respeto en las garantías constitucionales que goza toda persona. En la forma actual de concepción del Estado es este el que garantiza la seguridad ciudadana a través del monopolio de la violencia legítima o el uso de medios coercitivos, siempre que este sea legitimo por algún tipo de expresión democrática como es el voto en el marco de una elección popular.

En este marco, el objetivo central de este artículo es aproximarnos al abordaje de algunas ideas inquietantes para pensar por dónde se debería abordar (o tal vez por dónde no hacerlo) el desafío de encarar un camino hacia una seguridad ciudadana democrática y respetuosa de los derechos de todos los seres humanos.

Una aproximación a la seguridad ciudadana

La seguridad ciudadana o seguridad pública es la acción integrada que desarrolla el Estado, con la colaboración de la ciudadanía y de otras organizaciones de bien público, destinada a asegurar su convivencia pacífica, la erradicación de la violencia, la utilización pacífica y ordenada de vías y de espacios públicos y, en general, evitar la comisión de delitos y faltas contra las personas y sus bienes. Asimismo, desde los principales organismos de derechos humanos, se define a la seguridad ciudadana[1] como la perspectiva deseable que propone un abordaje integral sobre la seguridad y desde una perspectiva de derechos humanos por sobre los mecanismos tradicionales centrados principalmente en la coerción y uso de la fuerza.

Los derechos humanos constituyen aquellas libertades y derechos básicos que tienen las personas, sin distinción de ningún tipo (raza, color, sexo, nacionalidad, identidad política, religión, ocupación, edad, etc.) por el solo hecho de ser tales, es decir, por su mera condición humana. Todos poseemos derechos de los que nadie nos puede despojar. Siempre los tenemos, aunque cometamos alguna falta o delito. Por ejemplo, si una persona cometió un robo, tendrá derecho a un juicio justo, a alimentarse, a gozar de salud y a su integridad física. No se lo puede privar de una defensa, ni de comida, etc., por más grave que haya sido el crimen que se le imputa o por el que se la condena.

En este marco de autoridad, el Estado lleva a cabo diferentes tareas para mantener la seguridad ciudadana o, dicho en otras palabras, evitar la inseguridad ciudadana:

  • Prevención del delito: En la mayoría de legislaciones, es el Estado quien tiene los medios necesarios para evitar la comisión de cualquier tipo de delito. El principal medio del que dispone son las fuerzas policiales, que haciéndose valer de la autoridad que poseen actúan allí donde sea necesario para proteger al ciudadano de cualquier amenaza, ya sea de oficio o mediante denuncia de un particular. Este tipo de actuaciones se basa en la existencia de una legislación que establezca un marco normativo en el que el Estado puede limitar las acciones del ciudadano, y que establezca el límite de estas acciones para proteger al propio ciudadano de los abusos del sistema. Por ejemplo, el Estado puede efectuar detenciones o ejercer su poder de coerción siempre que respete los derechos del ciudadano y no excederse en la atribución de sus facultades respecto a la  integridad física y libertad ambulatoria de las personas.
  • Investigación del delito: La investigación del delito permite al Ministerio Público Fiscal y Poder Judicial la averiguación de la verdad. Para ello, la policía trabaja, dentro de los límites que marca la ley, para descubrir a los sospechosos de la comisión de cierto delito y de aportar las pruebas necesarias para su enjuiciamiento. Para lograr estos objetivos la policía puede servirse de cuerpos especializados como la policía científica o la policía tecnológica. Una vez esclarecidas las circunstancias del delito es en un tribunal donde se debate la responsabilidad de las personas involucradas y, eventualmente, se dicte una sentencia.

Dijimos que en un gobierno democrático, la seguridad ciudadana no se funda únicamente en la idea del orden sino en la protección de derechos. La policía no está solo para imponer ese orden, también para proteger los derechos cuando gestiona las conflictividades sociales. La policía no debe reprimir sino dialogar y hacer dialogar, abrir o generar canales para que tenga lugar el diálogo entre los distintos actores en conflicto.

Esto no significa que en determinadas circunstancias la policía no pueda ni deba hacer uso de la fuerza, según la facultad que le otorga la ley. El Estado tiene el monopolio de la fuerza; y lamentablemente, la violencia es uno de los rasgos negativos que caracterizan a muchos de los Estados modernos.

De todos modos, debe tenerse presente que policía no es sinónimo de violencia. El uso de la fuerza mínima e indispensable es una de las facultades que tiene la policía, pero no la única ni la más importante. En los estados de derecho, esa violencia se encuentra ajustada a determinadas formas. Es una fuerza reglada y controlada, que debe adecuarse a determinados estándares jurídicos. El uso de la violencia por parte de la policía está regulado y tiene límites legales concretos. No puede quedar, por tanto, al margen de la legalidad. Toda la ciudadanía debe saber qué está prohibido y qué está permitido. Con ello se busca impedir la brutalidad, los abusos de poder y las violaciones de derechos humanos, evitando fomentar este tipo de prácticas violentas.

Por otro lado, la fuerza que puede utilizar la policía no siempre tiene que ser letal. De hecho, las autoridades deben establecer una serie de métodos que determinen pautas muy precisas sobre el uso que las policías hagan de armas y municiones con las que se las ha provisto. Entre esas armas figurarán aquellas incapacitantes no letales para emplearlas cuando fuera apropiado, para limitar cada vez más el empleo de medios capaces de ocasionar lesiones o muertes.

Para hacer frente a este desafío hay que humanizar y hacer más eficaz la respuesta del Estado, con la capacitación y profesionalización de los cuerpos policiales. Para ello se requiere: 

  1. Interés del Estado y la sociedad para que la formación del policía se oriente hacia el respeto al orden legal y de los derechos humanos de los ciudadanos.
  2. Dignificación de la actividad policial. El policía es un servidor público encargado de la seguridad, pero sobre todo es una persona con una actividad que merece alta valoración social y, por lo tanto, debe ser correspondida con el respeto a sus derechos y la satisfacción de sus necesidades elementales.
  3. Evaluación del trabajo policial no solo por sus resultados, sino por los medios empleados. Esta apreciación será permanente, y en ella no solo habrá de intervenir el Estado sino también la sociedad, que debe convertirse en un actor coadyuvante de las distintas etapas que implica una estrategia de seguridad pública. Los mecanismos e instrumentos de la actuación policial deben regularse según el criterio “mayor eficacia-menor costo para las personas en el ejercicio de sus derechos”.
  4. La participación de la sociedad en la evaluación de sus necesidades, así como en los planes de seguridad pública.
  5. Adopción, por parte de los cuerpos policiales, no solo de códigos de conducta o ética sino también de los basamentos fundamentales por el respeto a los derechos humanos.
  6. Mecanismos que resuelvan algunos problemas entre los ciudadanos de forma no violenta, a través de la mediación o solución pacífica de los conflictos.

Pensar en la mejora de algunas instituciones de seguridad debería implicar la reflexión sobre la forma de empoderar mecanismos de participación de la sociedad civil, claro está, sin caer en interpretaciones simplistas. Es peligroso desconocer que el autoritarismo o las prácticas discriminatorias no son solo producto del accionar estatal autónomo, sino modos de articularse entre los ciudadanos y las instituciones.

La participación de la sociedad civil en el gobierno y control de las políticas de seguridad podría comenzar por evaluar las disposiciones normativas que impiden requisitos básicos para el control de las policías por parte de la sociedad civil. Podría resultar interesante, además, fortalecer mecanismos que ya se utilizan para promover la participación de la sociedad civil en otros sectores del Estado, y generar, por ejemplo, la participación y control de los ciudadanos mediante instancias que den mayor transparencia en la designación de funcionarios jerárquicos. Sobre este punto, es importante abrir canales que promuevan una mayor influencia de la sociedad civil en la determinación de la agenda institucional, en particular, en las problemáticas locales.

El rol del Poder Judicial y el Ministerio Público

La cuestión de la administración de justicia también requiere un cambio de paradigma, en tanto se la quiera optimizar en función de la seguridad ciudadana. Diversas propuestas impulsan reformas procesales tendientes a mejorar las capacidades de investigación, ejemplo de ello es el nuevo Código Procesal Penal Federal que comenzó a implementare el 10 de junio de 2019 en las jurisdicciones federales de Salta y Jujuy, en el cual desde el inicio de la investigación penal, quien dirige el proceso es el Ministerio Público Fiscal, mientras que el juez ya pasa a ser un juez de garantías o de control, propio del sistema acusatorio.

Si bien esto es realmente fundamental, no es menos cierto que no podríamos únicamente reducir el problema de la justicia a la fase de detección e investigación del delito. Es necesario asumir una perspectiva más amplia en la que se destaque que el Poder Judicial y el Ministerio Público tienen una responsabilidad fundamental para que el respeto de los derechos se enlace con la seguridad ciudadana. Ampliar la mirada sobre el papel de estas instituciones desde este enfoque implica atender, junto con el tema de la detección e investigación de delitos, cuestiones tales como su función de contralor sobre los otros poderes públicos, el acceso a la justicia, la resolución de conflictos y el control de la violencia.

Las desigualdades relativas a la defensa en juicio y a la garantía del debido proceso legal no constituyen solo un problema de los derechos de los imputados y de las víctimas, sino también un riesgo para la seguridad. Desde antaño se podría citar, a modo de ejemplo, una relativa precariedad de recursos de los sistemas de la defensa –en la justicia nacional y en las provinciales– que tiende a reforzar la selectividad del sistema penal, por la que los más débiles tienen más chances de recibir castigos y, aun antes que eso, de permanecer privados de su libertad durante gran parte del proceso penal. Por el contrario, quienes cuentan con mayores recursos aumentan sus probabilidades de tener una defensa efectiva, hacer investigaciones propias de descargo e impugnar las decisiones judiciales adversas.

Ya sea como víctimas de la violencia delictiva común o de la violencia institucional, la imposibilidad material de algunos sectores de la sociedad para el acceso a la justicia, contar con una atención adecuada por parte de las agencias judiciales encargadas de promover sus intereses, asesoramiento jurídico o la posibilidad de promover querellas, reduce sus oportunidades de formular denuncias e intentar perseguir penalmente a quienes han menoscabado sus derechos.

Cierto es que los últimos años hemos contado con el auxilio de los Centros de Acceso a la Justicia (C.A.J.) dependientes del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación y la Dirección de Agencia Territorial de Acceso a la Justicia (ATAJO) dentro de la esfera del Ministerio Público Fiscal de la Nación. Pero ellos parecerían ser más una rueda de auxilio, mientras que en rigor sería interesante profundizar este tipo de agencias territoriales en barrios humildes que ayudan a víctimas que se encuentran en estado de desamparo, y especialmente, en barrios con necesidades básicas insatisfechas.

Violencia institucional bajo el paraguas de la seguridad

El momento en que me encontraba elaborando este texto, coincidió con el Día Nacional de la Lucha Contra la Violencia Institucional, instituido así por la Ley N° 26.811, conmemorado el 8 de mayo pasado. Aquella normativa establece que “con el objeto de recordar las graves violaciones a los derechos humanos ocasionadas por las fuerzas de seguridad, promoviendo la adopción de políticas públicas en materia de seguridad respetuosas de los derechos humanos”. La norma apunta a consolidar “la concepción democrática de la seguridad respetando la plena vigencia de los Derechos Humanos, la sujeción irrenunciable de las fuerzas de seguridad al poder político y la protección de los derechos de los grupos más vulnerables de la sociedad”, según señala su artículo 2.

Recordemos que el 8 de mayo de 1987 cuatro efectivos de la Policía de la Provincia de Buenos Aires asesinaron en el Barrio Ingeniero Budge de Lomas de Zamora a los jóvenes Oscar Aredes, Agustín Olivera y Roberto Argañaraz, en el hecho que se conoció como la “Masacre de Budge”. Pudo haber sido un caso más en el que la versión policial se constituyera como la verdad y la única versión validada por el sistema de administración de justicia. Sin embargo, la movilización de familiares, vecinos y de las organizaciones barriales logró revertir la situación inicial y desarmar la versión del “enfrentamiento”. Gracias al rol activo que tuvieron las víctimas en la causa, se logró acreditar la “ejecución sumaria” y descriminalizar a tres jóvenes pertenecientes a una población que habitualmente padece la criminalización selectiva.

Pero claro está que luego de 33 años de aquel suceso existen aún continuidades en las prácticas abusivas por parte de agentes estatales y dificultades de las víctimas para ejercer sus derechos, sentar su voz y contrastar la verdad jurídica que construyen los sumarios policiales.

También se registran continuidades en el accionar abusivo del poder coercitivo estatal, que opera sobre una población en situación de especial vulnerabilidad -por condiciones socioeconómicas, de edad, género y nacionalidad, entre otras- a la cual le resulta muy dificultoso acceder al sistema de justicia y revertir ciertos estigmas, que se institucionalizan a través del discurso de un “prototipo de delincuente”.

A modo de conclusión

Como sostuve al inicio del artículo, deseo concluir con algunas reflexiones que giran en torno al tema en cuestión y que, al menos, podrían servir de disparador de algunas ideas que merecen ser analizadas. De lo que se trata, básicamente, es de reflexionar profundamente sobre hechos como los que dieron origen al Día Nacional de la Lucha contra de la Violencia Institucional y repensar los desafíos institucionales actuales con relación a las diferentes manifestaciones de la violencia estatal.

Ahora bien, por otro lado quiero hacer un llamado a la reflexión y es que desde antaño se han comprobado varios casos en los que las policías (fuerzas federales o provinciales) con el fin de elevar las estadísticas de las detenciones, “arman” procedimientos fraguados mediante detenciones de personas de extrema vulnerabilidad a quienes, previamente, se les realizan promesas sobre una supuesta mejora laboral o económica y, así, se les coloca un elemento que finalmente termina siendo secuestrado y cuya tenencia ilegal es atribuida a esas personas, generalmente estupefacientes o armas. Este tipo de hechos es dar un paso muy peligroso en la senda hacia el autoritarismo, donde la regla de derecho se reemplaza por la arbitrariedad y los habitantes se encuentran a merced de la discreción policial.

Y en este escenario, corresponde destacar que no resultaría aceptable desde la lógica constitucional más elemental convalidar “a posteriori” un procedimiento ilegítimo en virtud de los resultados, aunque sean efectivamente “satisfactorios” esos resultados. Dos son las líneas argumentales que me llevan a esta conclusión. Por un lado, un análisis lógico temporal: un acto aceptable jurídicamente es la consecuencia de una serie de pasos previos producidos de acuerdo con la previsión normativa, nunca lo que está después puede servir de base a lo que ha ocurrido antes. La validez de la consecuencia es el resultado de la validez de la causa y no viceversa.

Por otro lado, un acto contrario a la ley y a la Constitución Nacional no puede producir resultados aceptados por el sistema jurídico ni por la ciudadanía. La propia existencia del Estado Constitucional se sostiene sobre la base del respeto a las libertades individuales y al establecimiento de un límite infranqueable para el Estado, conforme lo cual solamente en determinadas y excepcionales circunstancias, establecidas con claridad, se acepta la intromisión del aparato estatal en la esfera privada y libertad del individuo y viene a resultar que el órgano autorizado para disponer esto es el órgano jurisdiccional. En situaciones puntuales, excepcionales y acotadas lo puede hacer el órgano preventor (policía), en cuyo control, por la naturaleza de sus funciones, se debe ser extremadamente preciso y exigente. No serlo implicaría abrir la puerta a la desaparición del Estado de Derecho y el producto de una notoria deshonestidad intelectual o de una inocultable vocación autoritaria por parte de los jueces o fiscales.

Son grandes desafíos que las instituciones democráticas tienen por delante: revertir mecanismos arraigados de violencia estatal y trabajar para contrarrestar la impunidad histórica que guardan los delitos contra los Derechos Humanos. Escuchar a las víctimas de violencia estatal, recuperar su palabra, es un primer paso en la sucesión de acciones que se requieren para llegar a la verdad real, hacer justicia y reparar el daño institucional generado, favoreciendo la no repetición de estas conductas.


[1] En el Informe Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se considera a la seguridad ciudadana como: “[…] una de las dimensiones de la seguridad humana y por lo tanto del desarrollo humano e involucra la interrelación de múltiples actores, condiciones y factores entre los cuales se cuentan la historia y la estructura del Estado y la sociedad; las políticas y programas de los gobiernos; la vigencia de los derechos económicos, sociales, culturales; y el escenario regional e internacional. La seguridad ciudadana se ve amenazada cuando el Estado no cumple con su función de brindar protección ante el crimen y la violencia social, lo cual interrumpe la relación básica entre gobernantes y gobernados” (CIDH, 2019: XIX).

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