“La memoria colectiva tiene una función utópica, creativa, nos incita a transformar la realidad, ya que confirmamos que muchas injusticias de ayer fueron transformadas por los hombres a través de la práctica política (…) Los logros de la historia no fueron vanos deseos sino decisiones tomadas a lo largo de la historia; fueron luchas y voluntades en la búsqueda de la libertad”.

Ana Jaramillo, 2014

Entre Sevilla, Buenos Aires, Chuquisaca y La Paz

El 25 de mayo es, sin dudas, una de las fechas patrias más importantes en la construcción de la “identidad argentina”. A lo largo de la escolaridad obligatoria se asocia esta efeméride con el “origen de la Patria”. Cabe entonces preguntarnos, ¿qué era la “Patria” en 1810?, ¿por qué “Patria” llevaron adelante la revolución los hombres y mujeres de aquel entonces? A pesar de la actualización permanente de la historiografía argentina, muchos de los “mitos” fundacionales construidos alrededor de esta fecha siguen vigentes: ¿qué dijo sobre aquel proceso la primera producción historiográfica argentina?, ¿con qué objetivos?

La primera corriente historiográfica argentina, denominada “historia liberal” u “oficial”, nació luego de la Batalla de Pavón (1861) de la cual resultó triunfante Bartolomé Mitre. Se escribió de la mano de la imposición del modelo agroexportador que llevó al país –y al conjunto de América Latina- a un orden semicolonial. Luego de las guerras de la emancipación se enfrentaron dos proyectos de país: uno, que buscó la unidad regional de Hispanoamérica y la igualdad social; el otro, que defendió la independencia política en términos formales y los privilegios de una minoría dedicada a la actividad comercial y exportadora. Luego de más de 60 años de cruentas guerras, el modelo liberal se impuso y, con él, una interpretación particular del pasado. La historia oficial nació para legitimar el proyecto político de la oligarquía argentina, surgida de la articulación de la burguesía comercial y los terratenientes de la pampa húmeda en la segunda mitad del siglo XIX.

La historia de la emancipación fue contada entonces desde la óptica de los Estado-naciones dependientes y semicoloniales. Esto implicó tergiversar o silenciar el carácter americano de la Revolución sin el cual resulta imposible comprender cada uno de los hechos y procesos históricos de aquella etapa. Al respecto afirma Norberto Galasso: “Si la revolución hubiese correspondido a las patrias chicas, ¿qué hacía entonces ese oriental Artigas influyendo decididamente sobre la Mesopotamia, Santa Fe y Córdoba y teniendo como lugarteniente al entrerriano Ramírez, o ese chileno Carrera combatiendo en el mismo litoral rioplatense? ¿Qué significación adquiere la actitud de San Martín (…) convertido en jefe de un ejército latinoamericano, prosiguiendo la campaña iniciada en Chile, para liberar ahora al Perú? (…) ¿Qué clase de ‘extranjero provocador’ era entonces ese Bolívar pretendiendo conseguir no solo la libertad de los territorios que hoy son Colombia, Ecuador, Venezuela, Panamá, Perú y Bolivia, sino además proyectando la liberación de Cuba y ofreciendo su ejército a los hombres de Buenos Aires para entrar en Brasil y proclamar la República? Los revolucionarios latinoamericanos intentaron entonces llevar adelante el proyecto de la Confederación, de la Patria Grande, es decir, las ex colonias libres y unificadas ingresando a las formas de producción modernas, constituyendo su Estado Nacional. Esa era la única salida política que parecía ofrecerles la Historia y en ella colocaron sus más heroicos empeños”.

El relato histórico del liberalismo estuvo fundado en los principios del positivismo, acompañado de un fuerte antihispanismo y un notable desprecio por los sectores populares. La Revolución de Mayo había sido -desde esta perspectiva- protagonizaba por la “gente decente”, los vecinos, aquellos criollos que buscaban independizarse de España para terminar con la desigualdad con los peninsulares y, además, practicar el libre comercio. Las cintas celestes y blancas acompañan este relato para fortalecer el concepto del origen de la “Patria argentina”. Sin embargo, analizando algunos acontecimientos puntuales podemos encontrar hechos que contradicen esta interpretación. Solo por nombrar algunos ejemplos: la presencia de dos españoles en la Primera Junta (Matheu y Larrea), la jura en favor del Rey preso Fernando VII, las cintas repartidas de color blanco en referencia al color representante de la dinastía gobernante: los Borbones.

Para llevar a cabo esta operación hermenéutica, el liberalismo “achicó” la escala espacial desde la cual explicar la Semana de Mayo: se centró en Buenos Aires o en los límites del Estado-nación argentino construido en la segunda mitad del siglo XIX. Por esto, para poder comprender este complejo proceso histórico, resulta necesario volver a la escala continental americana: incluso, cruzar el Océano Atlántico e incorporar a España. Así, como no podemos entender la Revolución de Mayo de 1810 sin analizar las Juntas de Chuquisaca y La Paz de 1809, no podemos comprender estas últimas sin el proceso juntista desatado en la Península Ibérica en 1808.

Las Juntas

En 1807, Francia, con la complicidad del gobierno de Carlos IV de España, invadió Portugal con el objetivo de garantizar el bloqueo continental. Pero la expansión napoleónica no solo se realizó sobre Portugal. En 1808 se produjo la invasión a España, que provocó el motín de Aranjuez, las abdicaciones de Bayona y la proclamación de José I Bonaparte como Rey de España y de las Indias. El conflicto político interno no se hizo esperar. Carlos IV fue reemplazado por su hijo, Fernando VII, que se dispuso a resistir al invasor. Su detención y la imposición de un rey extranjero, causaron levantamientos populares y movimientos de resistencia en el territorio peninsular motorizados por las Juntas Populares.

En este contexto, se conformaron al interior de España dos bandos: los colaboradores de los Bonaparte por un lado y por el otro los sectores liberales, de raigambre popular, aliados a un sector del ejército. Como los colaboradores de Napoleón pertenecían a la alta nobleza sostenedora del absolutismo, la lucha nacional devino también en una lucha social, en la cual los revolucionarios buscaron terminar con los privilegios feudales.

En América también se formaron juntas que, frente a la ausencia del Rey, reasumían la soberanía. En el territorio del Virreinato del Río de la Plata las primeras juntas de gobierno se conformaron en 1809, en el territorio altoperuano de Chuquisaca (hoy Sucre) y La Paz. La Junta de Chuquisaca envió emisarios para extender el movimiento. En La Paz, un abogado mestizo altoperuano, Pedro Domingo Murillo, junto al cura tucumano José Antonio Medina y un grupo de españoles liberales tramaron un golpe para el 16 de julio, día de la procesión de la Virgen del Carmen. Detuvieron al intendente, hicieron renunciar al obispo y presionaron al Cabildo para poder formar una Junta Tuitiva y Representativa de los Derechos del Pueblo (24 de julio 1809) presidida por Murillo. Esta junta convocó a un Congreso soberano de los Cabildos de América (en la que se estipulaba que estuviesen representados los pueblos indígenas). La Junta de La Paz otorgó la libertad a los esclavos, eliminó los tributos a los indígenas y repartió tierras. Pero Murillo y los revolucionarios de La Paz fueron derrotados por las fuerzas realistas procedentes de Cuzco al mando de José Manuel Goyeneche en octubre de 1809. Antes de ser ahorcado en 1810, Murillo exclamó: «La tea que dejo encendida nadie la podrá apagar». En Chuquisaca, también el movimiento fue reprimido por el mariscal Vicente Nieto, enviado desde Buenos Aires por el virrey Cisneros.

Poco después el proceso juntista se desencadenó en Buenos Aires, en mayo de 1810. Frente a las noticias llegadas desde Europa de la caída de la Junta Central de Sevilla y la instauración del Consejo de Regencia comenzó a discutirse la legitimidad del virrey. Los defensores de Cisneros conformaron el frente absolutista integrado por la burocracia virreinal, los comerciantes monopolistas y la cúpula eclesiástica (sintetizada su postura en la famosa intervención del Obispo Lué en el Cabildo abierto del 22 de mayo). Mientras tanto, el frente revolucionario estuvo integrado por diversos grupos sociales que incluían desde los milicianos –criollos, españoles, pardos y negros- hasta los comerciantes acaudalados y destacados intelectuales. Un frente heterogéneo que logró desplazar al Virrey iniciando un proceso de movilización social, política y militar que atravesó al conjunto de la sociedad virreinal.

En pocos años, poco quedaría del orden imperante antes de aquel 25 de mayo de 1810. Se abrían allí múltiples caminos de lucha que permitieron la emergencia de líderes y lideresas tan diversos/as como los abogados Manuel Belgrano o Mariano Moreno, una afrodescendiente que había sido esclavizada como María Remedios del Valle, un militar español americano de carrera como José de San Martín o un caudillo gaucho como Martín Miguel de Güemes. Diferentes y diversos como sus pueblos, con banderas de lucha particulares que los llevaron a enfrentarse con un enemigo en común: el régimen absolutista. Enemigo al que enfrentarán en el Río de la Plata, en Chile, en Perú, en el conjunto del territorio americano: porque la Revolución fue local, pero también fue continental.

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