En setiembre de 1975 me tocó cubrir el festival internacional de cine de San Sebastián, un encuentro anual que ya ubicaba a la hermosa playa Donostia como sede importante dentro de la agenda. Aunque todavía debajo de Cannes, Venecia y Berlín, su organización y despliegue más los antecedentes de las películas anunciadas elevaban al certamen desde su origen más modesto y provinciano. Como es de práctica, una superproducción de fuerte taquilla previa inauguraba la competencia. En el muy impactante afiche figuraba una titulada “Tiburón” que venía de encabezar las recaudaciones en el verano estadounidense y firmada por un tal Steven Spielberg, desconocido y al parecer debutante. Algunos pressbook abiertamente calificaban esta Jaws (“Mandíbulas”, su título original) como ópera prima. Sin embargo, algunos periodistas asociamos enseguida ese nombre con el responsable de un largo estrenado en Buenos Aires unos pocos años antes titulado aquí “Reto a muerte” (Duel en el original) donde un camión cisterna descomunal sin conductor perseguía de manera implacable a un coche común que tenía al volante a un hombre no menos común por un complejo de carreteras en USA. Eficaz y original pero menor, no parecía un antecedente para hacerse muchas ilusiones. Menos aún podíamos imaginar que estábamos a punto de presenciar el pórtico hacia la consagración de un enorme talento.

Nos llevamos una gran sorpresa. “Tiburón” resultó ser una de esas películas que no dan respiro por su gran tensión, notable manejo del suspenso y sobre todo unos reflejos perfectos para anticipar sin un milímetro de error el sobresalto del espectador. Basada en una novela muy vendida de Peter Benchley narra el terror que provoca en una playa norteamericana de clase media la aparición de un gigantesco tiburón blanco que de movida se desayuna a una hermosa chica que sale de noche a nadar desnuda. Pero como en toda ficción bien urdida, las conductas especulativas brindan un fondo propicio: aquí la propuesta de autoridades y especialistas de cerrar la playa enfurece al alcalde que no quiere perder ni medio dólar de los muchos que deja el turismo. Los tiempos narrativos están calculados a la perfección y el ataque súbito del escualo saltando fuera del océano casi nos mata de un infarto. Esta exhibición especial fue recibida con una ovación. Su marcha comercial posterior en todo el mundo exime de cualquier elogio suplementario.

Lo que se supo después y pasó a ser toda otra novela es que el rodaje acumuló una cantidad de dificultades y accidentes que pusieron en riesgo su culminación. Los intérpretes que como quería Spielberg no eran estrellas para que lo fuera el tiburón protagonista, se llevaban bastante mal. Hubo un detonante que fue el alcoholismo de Robert Shaw que algunos perdonaban y otros –parece que el luego consagrado Roy Scheider- no podían aguantar. En lo técnico el tiburón estrella –que eran varios modelos mecánicos- funcionó muy mal varias veces arruinando escenas complejas que hubo que rodar en infinitas tomas, las exigencias de Spielberg (nacidas de sus autoexigencias) casi le cuestan la cabeza (y no metafóricamente) a uno de los guionistas porque quedó pegada a la hélice del barco, el capricho spielbergiano de filmar en el mar en lugar de una pileta de estudio generó imprevistos múltiples y algunos sumamente peligrosos. Y lo más grave para esa gente que puso la plata: los cuatro millones de dólares presupuestados se fueron a nueve. Pero las recaudaciones globales fueron tan buenas, el entusiasmo del público tan grande y los elogios de la crítica tan encendidos que lo escarpado del camino se olvidó pronto. Hasta consiguió tres Oscar en rubros técnicos y uno de ellos por la formidable banda sonora de John Williams, quien logró efectos a lo Hitchcock y siguió trabajando con Steven Spielberg.

Hoy, 45 años después, ese director lleno de fama y varios miles de millones (según Forbes 7.500) debe llevar encima alguna réplica de aquel tiburón que como un Leviatán hollywoodense lo vomitó hacia la gloria.

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