Diego Armando Maradona fue el mejor argentino en la actividad deportiva más popular del país. Y su nombre solía decirse completito, así, con primer nombre, segundo nombre y apellido. Como Ricardo Enrique Bochini, Claudio Paul Caniggia, Omar Arnaldo Palma o Rául de la Cruz Chaparro, otros ejemplos surgidos también del fútbol. Algo hay en eso. Decir los nombres completos de los futbolistas les da otro peso, otra carnadura existencial para sobrevivir entre otros tantos nombres de otras tantas actividades seguramente más importantes para la dinámica social e histórica de un país. Porque Belgrano es “Belgrano”, a lo sumo “Manuel Belgrano”, nunca “Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano”. San Martín es “San Martín” o “José de San Martín”, jamás “José Francisco de San Martín y Matorras”. Son nombres propios que alcanzan vuelo por la magnitud de sus hechos, son conceptos en sí mismos que no necesitan ser catapultados por inflamaciones verbales. El prócer que liberó a un continente o el patriota que creó la bandera no necesitan más que el apellido para perdurar. Un futbolista nunca podría ser tan importante como para alcanzar semejante trascendencia. Hasta que llegó “Maradona” como vocablo con varias acepciones. Una, como sinónimo de lo genial. Otra, como referente geográfico argentino, un GPS humano que ubicaba rápidamente al interlocutor extranjero en tiempo y espacio. Miles, millones de anécdotas de compatriotas sonaron por todo el mundo repitiendo la misma frase final: “¿Argentina? ¡Maradona!”. En boca de taxistas ucranianos, comerciantes griegos, relojeros namibios o buzos de Islas Fiji, nos llegaba la confirmación de que el mapa mental del mundo asimilaba que Argentina “era” Maradona.

Maradona debe de haber sido también el argentino más fotografiado de la historia. Hay imágenes suyas hermosas por todos lados. Y una de ellas, la del icónico rostro enrulado de su juventud, está ahora representada en la UNLa en una obra artística elaborada con todo amor por Dani López y los amigos del Área de Patrimonio Histórico. Porque, ¿es Maradona parte de nuestro patrimonio histórico? Reiteramos algo escrito en el primer párrafo: fue el mejor argentino en la actividad deportiva más popular del país. Solo ese dato concreto, despojado de cualquier barniz sentimental, puede ubicarlo tranquilamente en el castillo de cristal donde guardamos nuestros sueños (Charly García dixit). A propósito, Jorge Lanata alguna vez le preguntó a Charly:

-El otro día leí: “Si García hubiera nacido en otro país sería…” ¿Qué serías?

-Saddam Hussein. Hacer ese razonamiento es una grasada. Maradona es Maradona porque nació acá y yo también.

Figura de Maradona en la UNLa

Maradona es Maradona porque nació acá. No puede haber definición más perfecta. Y también dejó este mundo desde acá, mal, increíblemente triste y descuidado para alguien que lo tuvo todo, como si el capricho y la desidia también fueran un símbolo de la argentinidad.

El 25 de mayo se cumplen seis meses de su muerte. Y así, cada año, en el almanaque de los futboleros el Día de la Patria vendrá pegado con el “años y medio que se fue el Diego”. Ya no gambetea entre los vivos ni provoca con su decir. Pero ahí está Maradona. En un campus universitario, rodeado de naturaleza y a la espera de los estudiantes que pronto volverán, cuando la pandemia comience a ser un mal recuerdo y se puedan mezclar con su figura. Desde la UNLa llegará una de las respuestas posibles a la pregunta hecha por los directores Charles Esor y Jeremie Portal en el bello documental “Maradona, el pibe de oro”: “¿Cómo fundirse en la masa, ser solo uno con los suyos, que nunca lo traicionaron, como todos sus seguidores? ¿Qué imagen querrá que conserven de él? Sin duda, la de un futbolista sin par en el cuerpo de un hombre como los demás, que se equivocó, se desvió, exageró, pero que nunca traicionó la esperanza de los que se le parecen”.

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